Molinillos,
por aquellos días, era un pueblo de pocas casas y mucha gente. Sólo la casa del
Sapaña tenía dos moradores: él y su novia. Estaba ubicada en las afueras del pueblo,
justo en el camino que conducía al bosque, un bosque donde los árboles
centenarios se peleaban por encontrar espacio para estirar sus ramas, un bosque
donde los gritos de los animales salvajes prohibían el paso a la raza humana.
Sólo el Sapaña, que tenía más miedo de la raza humana que de los animales
salvajes, conocía sus recovecos palmo a palmo.
Aunque muy descuidada, era una casa como las demás, pero ante los
peligros del bosque, sus dueños decidieron abandonarla, y como nadie quería
heredarla, se la apropiaron ellos.
En Molinillos, por aquellos días, no había
familias ricas, pero tampoco las había pobres; todas tenían un corral con
vacas, cabras, gallinas, cerdos… un huerto para sembrar legumbres y árboles
frutales. El Sapaña sólo tenía un hijo, un hijo que se quedó sin madre al
nacer. También él se quedó huérfano
siendo niño, y como no tenía padres, a la hora de repartir la tierra, sus
abuelos no lo tuvieron en cuenta. Y para poder vivir, tuvo que dedicarse a
apañar.
De Molinillos, por aquellos días, los hijos
no tenían que salir fuera para ganarse la vida, todos aprendían el oficio de
sus padres y seguían sumando eslabones a una cadena de generaciones que parecía
interminable. También el hijo del Sapaña aprendió el oficio de su padre. Salían
a apañar por las noches, los dos juntos y cuidando no ser vistos. Cada noche
apañaban en un lugar distinto y sólo lo justo para comer al día siguiente. Las noches de invierno eran maravillosas. La
gente se metía pronto al amor de la lumbre y podían moverse con mayor libertad.
Las de verano, por el contrario, eran terribles. Después de cenar la gente se
sentaba en los poyos de las casas a tomar el fresco y no podían salir. Cuando
salían, ya de madrugada, no tenían que encender el candil para cortar los
tomates sin hacer daño a la tomatera, y era un alivio, pero la luna, desde el
cielo, parecía mirarlos con los ojos de todos los habitantes del pueblo y
temblaban de miedo. Pero todas las noches salían, todas menos la noche de
nochebuena. Esa noche el padre le decía al hijo:
-Esta noche VIENE Dios al mundo y no debemos
salir a apañar.
-¿Tienes miedo de que nos vea robar? -preguntaba el hijo.
-No, no –respondía el padre-. Nosotros no
robamos, apañamos, además, Dios no se enfada con los que roban para comer, se
enfada con los que, además de su pan, se comen el pan de los demás.
-Entonces… -se asombraba el hijo- ¿por qué
no salimos si tengo hambre como todas las noches?
-Porque una nochebuena que fui a la
iglesia con mis padres –decía el padre- el cura dijo que esta noche Dios venía
al mundo, a visitar a todos los hombres, y como es el que multiplica los panes
y los peces para que nadie se quede sin ración, no vamos a pasar calamidades en
balde.
Pero pasaban los años y como Dios no iba a
visitarlos todas las nochebuenas se acostaban sin cenar.
Una madrugada de julio, cuando ya tenía
quince años, Sapaña hijo fue a buscar a su padre para salir a apañar y se lo
encontró muerto en su saco de paja. Con un nudo en la garganta se fue a casa del
cura.
-Quiero que mande doblar las campanas, que
le diga una misa a mi padre y me deje enterrarlo en el cementerio. En el bosque
no puede descansar en paz: al igual que a mi madre, los lobos le sacarán los
huesos -le suplicó más que le pidió.
-Eso, un representante de Dios en la tierra,
ni puede, ni debe hacerlo –dijo el cura-. Tu padre vivió en pecado con tu madre
que, por su culpa, sólo por su culpa, se
unió a él en contra de la voluntad de los suyos, de los que tuvieron que
negarle el permiso para casarse porque quería hacerlo con un hombre que jamás
pisaba la iglesia, y aunque muchas veces le pedí que se arrepintiera, nunca
pasó por el confesionario. Pero sí puedo bautizarte. Y salvo que reniegues de
Dios como ellos, cuando mueras podrás descansar en el campo santo, como
descansan todos los cristianos.
El Sapaña, por toda respuesta, le rompió
el jarro del agua bendita de una patada, y dejándolo de rodillas ante sus
santos, salió disparado. Al llegar a casa cogió a su padre, lo enterró en el
bosque, junto a su madre, y siguió haciendo lo único que sabía hacer: apañar
para vivir por las noches, y para no morirse de soledad, vigilar las tumbas de
sus padres por el día.
Fueron pasando los días y llegó por fin el
de nochebuena. Recordó que aquella noche no podía salir a apañar, tenía que
quedarse en casa, esperando la visita de Dios. Pero le dio tanto miedo quedarse
solo que se envolvió en una manta y se fue al pueblo. Aunque con mucha
vergüenza, llamó en todas las puertas.
-Vengo a sentarme a la lumbre mientras
cenan ustedes, para oírles hablar, para oírles reír… para no ver los fantasmas
que han llegado a mi casa.
En todas le respondieron que imposible,
que era noche de cristianos, y para que viera la bondad de sus corazones, le
daban un flan, un plato de arroz con leche, unas rosquillas de miel… Pero a
todos le hizo lo que le hizo al cura: romperles de un puñetazo el recipiente de
la golosina y salir corriendo
Al año siguiente las buenas almas de
Molinillos temieron que el Sapaña volviera con ansias de venganza. Para
librarse de su cólera, cerraron las puertas a cal y canto. Al filo de las doce,
cuando ya los platos, las fuentes y los vasos
estaban vacíos, oyeron una trompeta que desgranaba un villancico tan
dulce, tan cálido y entrañable que, muertos de curiosidad, se echaron a la
calle. Siguiendo el sonido de la trompeta llegaron a la iglesia. La sorpresa
les dejó paralizados. Ante la puerta, a pie firme, estaba un ángel, el ángel
que interpretaba los villancicos, tenía una túnica celeste, un velo que sólo le
dejaba libres los ojos y unas alas de plumas blancas sobre los hombros, en una
mano llevaba un cirio encendido, y en la otra, la trompeta.
-Es el Ángel de Dios que viene a
anunciarnos la llegada de su Hijo amado -dijo el cura. Y todos se santiguaron,
se pusieron de rodillas, escucharon el concierto con absoluta devoción y sólo
cuando el cirio empezó a dar las boqueadas y el ángel les bendijo y se retiró,
volvieron a casa
Pasó un año. Llegó la nochebuena. Las buenas
almas de Molinillos cenaron más temprano y, convencidas de que volvería, salieron a recibir al ángel. A las doce en
punto vieron una luz blanca, zigzagueando a lo lejos. Era el ángel que por
buenos cristianos volvía a darles su concierto de villancicos y a echarles su
bendición. Y la escena se repitió al año siguiente, y al otro, y al otro… Ni
siquiera el año de la gran nevada el ángel faltó a su cita, y, año tras año,
las buenas almas de Molinillos, le pedían salud para los suyos y le daban las
gracias por sus bendiciones.
Pasó el tiempo. El cura era ya muy viejo.
Ya eran padres los que eran hijos cuando el ángel fue a visitarlos por primera
vez. Llegó la nochebuena de aquel año y nadie faltó a recibirlo, pero amaneció
el nuevo día y el ángel no apareció.
-¿Qué le hemos hecho, padre? –Preguntaron
las buenas almas al cura- No hemos matado a nadie, a nadie le hemos robado;
todos seguimos siendo buenos cristianos.
-Todos no -reflexionó el cura-, el Sapaña
sigue en pecado, y sólo porque la paciencia de Dios es infinita, el ángel no se
ha cansado antes de venir. Y las buenas almas lo vieron claro. Por un pecador,
no podían condenarse todos. Tenían que echar al Sapaña del pueblo. Bien
pensado, era justo que Dios se enfadara. Ni siquiera vivía en su casa. Era una
casa robada, como todo lo que comían que, aunque todos callaban por miedo a su
cólera, todos lo sabían.
El día de Navidad, al salir de misa, las
buenas almas y el cura de Molinillos se encaminaron a la casa del bosque. Al
llegar a la puerta se toparon con dos calaveras, dos calaveras que los animales
habían desenterrado durante la noche, dos calaveras que imploraban un palmo de
tierra para descansar en paz. Volviendo los ojos de horror, todos las rodearon.
¡Tan tan!, golpeó alguien la puerta, pero nadie respondió. ¡Tan tan!, la
golpearon varios a la vez, pero sólo respondió el silencio. Por fin se adelantó
alguien y la tiró de una patada.
-¡Pase, padre, pase usted primero, que si paso
yo…!
No tuvo que terminar la frase para perder el miedo.
Ante sus ojos, ante los ojos del cura y los de sus buenas almas, el Sapaña
yacía muerto. Tenía una túnica celeste, la cabeza cubierta con un velo que
todavía no le tapaba la cara, unas alas de plumas blancas sobre los hombros,
una trompeta colgada al cuello, un cirio en la mano izquierda y en la derecha
un mechero para encenderlo y marcharse al pueblo para dar su concierto a cambio
de compañía.
Autora:
María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España