LA HIGUERA

 

Esa tarde brava nos habíamos acercado a un peligro inminente. Parecía tratarse de nuestro final. No nos quedaba posibilidades de salvación.

Es que era demasiada la tentación. En el fondo de casa, se levantaba una muralla bastante baja, de apenas dos metros. Para llegar hasta ella debíamos antes traspasar un patio de baldosas rojas, donde desembocaban la lavandería, un baño chico de servicio, y los juegos de jardín. Una pérgola cerraba el predio y dejaba en ambos laterales, dos caminos de cemento, que conducían al fondo. La estancia estaba tapizada de pasto abundante y algunos árboles frutales. Ella era soberbia y única porque su fronda gigante se alzaba por encima de todo. Sobrepasaba el frontón del edificio de al lado de casa, de tres pisos. Se erguía detrás de la medianera final. Sus hojas inmensas, ásperas y duras, caían en los otoños, enojando a mamá, quien pasaba demasiado tiempo quemándolas en las esquinas para deshacerse de sus bultos. Sin embargo, su majestuoso misterio y sus frutos paradisíacos, nos alegraban la infancia. La silueta de su copa frondosa y abigarrada, formaba una hermosa estampa recortada sobre el azul del cielo en el paisaje casi pintado de nuestros fondos. Era tan divertido cosechar sus brevas e higos con un palo largo en cuyo extremo se ataba una latita con bordes filosos que cortaba la fruta. Era atractivo tanto para Jorge, mi hermano, como para Graciela, nuestra amiga de la infancia, investigar qué había detrás del muro. Sabíamos que esa enorme higuera pertenecía a los fondos de la casa que daba a la calle de atrás, y que allí no vivía nadie, pues el dueño de casa había fallecido de alguna grave enfermedad. Los rumores nos hacían pensar a los tres en la necesidad de investigar. Una tarde lo decidimos. Tomamos una estructura de hierro que pertenecía al esqueleto de un horno antiguo y sobre el mismo dispusimos una silla. Primero fue mi hermano quien, siendo el más alto, pudo trepar fácilmente al borde del muro. El mayor temor tenía el sustento basado en la existencia de potentes y roncos ladridos que provenían de algún mastín amarrado, quizás. Efectivamente, Jorge nos narraba desde su perspectiva nueva, la presencia de un can muy grande, con cara de monstruo y que si se soltara de sus cadenas, nos podría destrozar con sus mandíbulas relucientes y filosas. Sentíamos su gruñido feroz del otro lado. Graciela no soportó más su curiosidad y de inmediato se encaramó sobre el muro del modo idéntico lo hiciera primero Jorge. Los dos decidieron bajarse hacia el lado vecino. Yo sabía que esa aventura era peligrosa e incorrecta. Sabía que asumíamos riesgos y que la penitencia si nuestros padres llegaban a saberlo, sería severa. A pesar de ello, su invitación y mi curiosidad intensa, me hicieron no poder resistir y actué del mismo modo. Los tres, dispuestos sobre el bajo pero ancho muro, elucubrábamos como bajar al otro lado. Decidimos tomarnos de nuestra invitante, nuestra querida aliada higuera. Fuimos en silencio, como en un ritual hipnotizante, uno a uno, tomados de las resistentes y gruesas ramas hasta llegar al tronco y bajar por él. El mismo era muy rugoso, tortuoso y corto en la horqueta final. Una vez en el suelo de tierra caminamos hacia la casa. Sus fondos tenían una galería cuyas puertas que daban a ella, estaban todas cerradas. No había modo de ingresar a aquella antigua casa oscura. El sol ya casi se ponía en esa tarde de otoño y estábamos decididos a ingresar a como diera lugar. Jorge divisó una lavandería y notó que sus puertas estaban sin llaves. La abrimos, y encontramos un piletón y una mesada, estanterías con jabones en cajas sucias y casi vacías, una botella de lavandina de vidrio muy sucia. Había otra puerta batiente con tela mosquitera y vidrios rotos. Nos miramos interrogantes, pero los tres permanecíamos enmudecidos. Estábamos plétoros de emociones encontradas, donde jugaban la ansiedad, el miedo, la curiosidad y la intriga, haciendo que nuestros corazones latieran palpitando pretendiendo sobresalir de nuestros pechos infantiles. Jorge arremetió sin más, y abrió la puerta. La misma daba paso a una cocina antigua, que apenas contaba con una mesada amplia de granito, una estufa vieja y dañada, una mesa de cocina con un hule muy gastado con floreados de tonos verdosos. Los armarios empotrados y hornacinas estaban vacíos. En una de las paredes, había un armario pequeño que abrimos y vislumbramos que contenía estantes con botellones. Algunos con vinagre, otros vacíos y los envases eran de diversos tonos en marrones y verdes. Detrás de un botellón, encontramos una botella verde con corcho. La levantó Graciela y la destapó. Volcamos el líquido en el suelo cubierto de polvo para verificarlo y al darnos cuenta que el contenido era rojo oscuro mi hermano gritó… - ¡Sangre! -La estampida de los tres fue colosal. Graciela arrojó la botella al piso y corrimos hacia el patio en atropellada carrera muy asustados. El perro furioso no cesaba de ladrar compulsivamente y lanzaba hocicazos al aire, castañeteando sus mandíbulas en actitud de mordernos de modo furibundo. Trepamos por el tronco de la higuera como monos y pasamos al borde de la medianera casi tirándonos al piso para llegar al patio de nuestros fondos. El susto nos llevó aún a más, pues continuamos corriendo hacia la entrada de nuestra cocina, pasando por ella, por el corredor y comedor hasta la calle. Allí en la vereda, sentados sobre las verjas, comenzamos a recuperar nuestros alientos y a analizar lo que en esa casa había sucedido. Era evidente que el hombre había muerto de una enfermedad misteriosa y que su sangre, la familia la había guardado embotellada. Quedaban las posibilidades de que su espíritu fantasmal, por haber profanado su vivienda, se nos apareciera en las noches para nuestra mortificación, según opinara Jorge. Los días pasaron sin novedades relacionadas a nuestras conjeturas. Todos los días de encuentro con nuestra compañera de travesuras, Graciela, eran motivos para censurarnos con preguntas respecto si le habíamos comentado esta aventura a nuestros padres. Ninguno lo había hecho…era nuestro secreto.

Pero esa tarde sí que fue fatal. En un malicioso y delirante intento, Jorge nos invitó otra vez a la curiosidad inquietante. Nos argumentó que aquélla, no podría ser la sangre, pues había leído que la misma, pasado un tiempo se coagulaba. Sabíamos que la casa del fondo no tenía a nadie por habitante, y de vez en cuando nuestra madre pasaba la manguera hacia el otro lado para regar la generosa higuera. Pero el mastín gigante y energúmeno, no dejaba de ladrar a cada ruido nuestro, o a cada sonido proveniente de las calles. Fue inevitable que mi hermano se aventurara otra vez. Trepó con mayor agilidad y en instantes estaba ya al borde de la medianera. El perro esta vez no estaba encadenado. Nos refirió que no podríamos averiguar más nada de la casa porque el perro, estando suelto, si bajábamos nos iba a comer. Graciela quiso verlo y subió al paredón acomodándose sentada a su lado. Yo me trepé también y los tres, con las piernas colgando del otro lado, molestábamos al perro que cada vez ladraba mas intensamente. Sus fauces babeantes eran gigantes y el brillo nacarado de sus dientes filosos y grotescos emitía tarascones al aire. Sus ojos de odio estaban enrojecidos y su brillo vengativo era fulminante. Mirándolo daba miedo y recordábamos los lobos de las películas. Jorge hizo un acto valiente y se encaramó a la rama transportadora mostrando aún más su arrojo al can, quien ahora emitía saltos tratando de alcanzarlo y morderlo. Mi hermano lo provocaba más y más. Graciela hizo lo mismo y yo imitativa, y sin conciencia me envolví en la misma pasión instintiva de pretender ganarle al animal. Una vez trepados los tres sobre la rama gruesa nos movíamos agitando otras más delgadas para acercarlas, siendo éstas mordisqueadas por el perro tironeando de las mismas. Los tres lo sentimos al mismo tiempo. El crujir del quiebre en la naciente de la rama fue ineludible. Sin poder pensarlo siquiera, en instantes, caímos violentamente al piso, raspándonos con las piedras y el suelo terroso, las rodillas, codos y piernas. Apenas salíamos del aturdimiento y tomado conciencia de que estábamos en el piso y todavía vivos como el mastín gigante, de manchas negras y blancas, cabezón, con su morro bien fruncido y babeante, acercaba sus fauces en intrépida velocidad directo a nuestros rostros compungidos y aterrorizados. El pánico nos había inmovilizado y ninguno pudo incorporarse, ninguno pudo ni siquiera gritar, o emitir algún ademán de intento defensivo. El hocico de la bestia adosado a nuestras caras, brazos y piernas, bañaba de saliva nuestras ropas raídas y cubiertas de tierra. Alcanzamos a visualizar cómo el animal saltaba continuamente y sus ladridos y gruñidos, se transformaban en un gemido mimoso. Su lengua larga pasaba rápidamente lamiendo de uno al otro. Esa tarde que pudo ser trágica, con una frondosa higuera como testigo, convirtió a un solitario mastín abandonado, en un feliz animal, ahora por fin… bien acompañado.

 

©Renée Escape

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

Regresar.