La Casa De San Telmo.
La tarde caía
inevitable. Acababa de comenzar el invierno y ese día el sol negado a
mostrarse, apenas podía iluminar sobre un crepúsculo agonizante. Mauro, en su habitación,
sentado junto a la ventana, terminaba su artículo para una revista semanal. Era
psicólogo y destinaba los jueves para esas actividades de educación para la
salud mental porque no hacía consultorio durante esas tardes. Ya casi terminada
su labor, se propuso tomar un café, pues los párpados le pesaban. No había
dormido bien durante la noche anterior y además había madrugado para hacerse
unos análisis correspondientes a su chequeo anual por la mañana. Mientras
sorbía su sabrosa y humeante infusión, se acercó a la ventana sin rejas, pero
con barandilla de arabescos de hierro forjado. Desde su séptimo piso, miraba el
movimiento del gentío desplazándose como un hormiguero en plena labor sobre las
calles. Levantó sus ojos al cielo y la luna ya se dibujaba llena tras las nubes
espesas y muy grises. Eran justo esos momentos cuando más sentía y le pesaba su
soledad. No había tenido hijos y su esposa se había marchado hacía ya más de
tres años. No le entusiasmaba nadie conocido, ni buscaba posibilidades de encaramarse
en alguna aventura. Comenzó a remontarse en sus recuerdos y éstos viraron hacia
su antigua casa con la que su matrimonio se albergaba.
En San Telmo sobre la
calle Democracia, su mujer tenía un negocio de antigüedades muy bien instalado.
Ellos vivían, traspasando el zaguán, en la parte posterior de la propiedad.
Después de la puerta cancel con vitrales dibujadas en arenado y esmerilado, se
daba paso a una galería amplia con muchos macetones pintados de rojo y blanco,
combinando con los dibujos de las baldosas y los pilotes. Las plantas de hojas
muy grandes, desbordaban en cascadas de verde intenso.
Parecían tiempos
felices, sin embargo, allí se habían vivido las mayores discusiones de la
pareja. Los temas siempre eran los mismos. Muriel no toleraba que él pasara
tantas horas leyendo para sus estudios más el del cursado y, por sobre todas
las cosas, que no proveyera de dinero al hogar. Todavía asomado a la ventana,
vio como el cielo descargaba una tenue llovizna que barnizaba el paisaje cada
vez más oscuro. Tomó el teléfono y marcó automáticamente el número sin pensarlo
siquiera. La voz del otro lado, algo disfónica, le sonó desconocida por
completo.
A pesar de ello, le
pidió no colgara y se remitió a preguntar de quién se trataba, desde cuándo
vivía allí. En realidad no le interesaba saber quién era, solo sentía un gran
vacío y la necesidad imperiosa, que fuera Muriel. El saber que no lo era, le
hizo transmitir a su interlocutora que continuara con la conversación sin negar
ningún comentario erróneo, y que le describiera su ritmo de vida imbricado con
la geografía de la casa. De esa casa inolvidable donde había depositado todo su
romanticismo y sueños… La voz desconocida fue tomando color y su calidez fue
embelesando a Mauro, a un Mauro desolado y necesitado de ese sonido de
terciopelo que compartía con él la soledad helada del anochecer incipiente.
Ambas vidas tomaron forma y las historias se volvieron canto y música para las
dos almas perdidas en el abismo sórdido de lo desconocido. Es que esa voz, del
otro lado del teléfono, no demostraba asombro ni molestias, por un Mauro quien
necesitado de comprensión, confesaba sin tapujos… que se trataba de un ciego.
Solo había emoción, porque Aún flotaba latente una esperanza dormida que
recobraba ahora… por fin, el vigor de lo anhelado.
© julio 2015-Renée
Escape
Autora: Dra. Renée
Adriana Escape. Mendoza, Argentina