Armonía.
Mi padre disfrutaba con la música.
Quizá tuviera algunas nociones incluso aptitudes, pero carecía de estudios
musicales.
Amaba la zarzuela; guardaba un
buen montón de cintas de casete, que contenían preludios y romanzas. Y las cantaba
muy a menudo, como interpretaba algunas coplas muy conocidas y también otras
canciones que, con seguridad, había aprendido cumpliendo el servicio militar.
Para mí esta afición enlaza con
mis recuerdos de infancia. Efectivamente, los Reyes Magos solían distinguirme
con alguna armónica o trompeta. Otras veces era algún familiar quien, con
motivo de alguna celebración, me obsequiaba con un tambor, o con una buena
armónica portuguesa de marca.
Pero quizá el regalo que más
ilusión me hizo fue una bandurria que, sin duda suponiendo a mi familia un
importante esfuerzo económico, recibí el día de Nochebuena. A propósito de este
acontecimiento que para mí lo fue, escribí posteriormente el poema que sigue:
La bandurria
Cuando vuelva en el
verano
tocaré algo para ti.
Voy a clase de bandurria,
que me da don Agustín.
Yo aprenderé enseguida
con esfuerzo y afición.
Y el regalo que me has hecho,
lo convertiré en canción.
Nunca pensé que fuera
posible
tensar las alas con las cuerdas afinadas.
¿Cómo ocurrió que, cuanto vendiste,
se tornara en un juguete para mí?
Con la tarde
adormecida,
a la hora del café,
entre soles y llovidas,
aquel año lo intenté.
Yo sabía algunas notas
de esa marcha militar;
esa música tan brava
que te gusta recordar.
Una ilusión corrió
por la casa.
Pintó de blanco las paredes como un signo.
¡Si un día tú supieras tocarla!...
Y entre mis manos, cual gorrión, se estremeció.
De la sexta hasta la
prima
rebrincaba un corazón,
con arterias siempre vivas,
arrancando el dulce son.
Del torzal al clavijero
con mis dedos recorrer,
como surcos removidos
por los brotes al nacer.
Me la compró en la
Nochebuena,
con dinero de la venta de unos pollos.
Y en mi niñez sentí cierta pena,
porque acaso no podría responder.
Hoy el tiempo se
solaza
sometiendo la altivez,
la bandurria se acobarda
entre el mueble y la pared.
Las clavijas y las cuerdas
no acompasan su sonar;
y en su funda siempre nueva,
sólo hay tedio y soledad.
A mi padre le gustaba mucho tararear
El Sitio de Zaragoza, aunque nosotros no somos originarios de esta ciudad. Y
cuando yo me enfrentaba con pocas ganas con alguno de dichos instrumentos, me
animaba a que interpretara algunos compases. Debo confesar mi frustración con
esta petición, nunca bien atendida por mi parte.
Cierto día en que yo tenía que
regresar al colegio donde estaba interno, en el compartimento del tren nos
topamos con una persona que ejercía de profesor de música en un instituto. Se
atrevió a sugerir a mi padre que me alentara en dichos estudios. Observé su
emoción en la conversación que mantenían, al entender que me estaba guiando por
el camino adecuado en este asunto de la educación musical.
Pero del resultado final de este
empeño no deseo tratar ahora, sino continuar con el gusto e interés de mi
padre. Así es que, en el lenguaje habitual, utilizaba dos vocablos muy propios:
“Entonarse” y “Armonía”
Cuando había superado algún
problemilla de salud, afirmaba estar más entonado; incluso para referirse
simplemente a mi crecimiento en el desarrollo corporal, lo hacía con el mismo
adjetivo.
El diccionario de la lengua de la
Real Academia Española incluye una acepción para el verbo: “Fortalecer,
vigorizar el organismo”. Así pues, la expresión era correcta
Referente a la palabra “Armonía”,
no sé cuál era el matiz predominante que le interesaba destacar, pero se servía
de ella en la conversación habitual.
Además, empleaba sólo el
sustantivo, no decía “armonizar” ni “armónico” o “armonioso”. Quizá hubiera
comprendido perfectamente qué significaba en la música, pero el sentido que le
daba era semejante al que parece estar más próximo al equilibrio, proporción y
correspondencia adecuada entre las cosas de un conjunto., o con el significado
de la acepción cuarta del diccionario: “Amistad y correspondencia entre
personas”.
Creo que el término equilibrio lo
trasvasaba a la convivencia en el hogar, pues en casa es cuando a mí se me ha
quedado grabada esta palabra en su boca. Pero también como sinónimo de amistad,
serenidad, paz.
La pronunciaba suavizando el
sonido erre hasta quitarle la vibración, sólo mediante el roce del ápice de la
lengua con los alvéolos; y, sin embargo, destacando mucho el acento de la I,
como si la palabra fuera ascendiendo al punto más alto para bajar hasta quedarse
en el suelo terrenal y disfrutar nosotros aquí de sus efectos.
Si por alguna razón existía cierta
tirantez en casa, recomendaba que volviéramos a estar en armonía. E igualmente
cuando observaba pequeñas discusiones entre nosotros los niños, relacionadas con
nuestros juegos o la colaboración en las tareas hogareñas.
Recuerdo muy bien cómo nos imbuía
de estos conceptos en las fiestas navideñas. Si alguien comenzaba un villancico
siempre era él. Si se trataba de buscar el momento apropiado para ser grabado
en la memoria, la Nochebuena le debió parecer una celebración perfecta, pues en
lo que a mí concierne, son bastantes las evocaciones que conectaron tales
fechas con acontecimientos felices.
Cuando en la época navideña,
después de la comida de mediodía, me llevaba a echar la partida con sus amigos,
felicitaba las Pascuas y, a la pregunta de cómo habíamos pasado la Nochebuena,
siempre añadía que “En armonía”.
Yo también participo de la idea de
que este término es uno de los más bellos, tanto fonéticamente como por su
significado, de los que existen en el idioma español. Así lo tengo reflejado en
mi lista de “Palabras más bellas”, en cuanto a su sonoridad, imperando el
carácter formal y estructural por encima de su significado propio.
Aparte, pues, de todo lo que sugieran
y prediquen, de los valores que expresen, de la relevancia o trascendencia que
en cada momento tengan unas u otras, yo creo que las palabras son bellas porque
las pronunciamos nosotros mismos con nuestra propia voz, porque las escuchamos
en boca de otros y porque las reconocemos plasmadas en el código de escritura.
Por todo eso, la palabra Armonía
me sugiere la belleza, no sólo por su significado; y acaso también porque muy
pronto entendí cuánto nos eleva a una esfera más trascendente y anhelada, ampliando
el concepto musical hacia el propiamente espiritual.
Como acostumbro a enviar para la
revista correspondiente al mes de enero, comparto estas reflexiones, en
sintonía con lo que significa para mí y tiene de evocador el periodo navideño.
Autor: Antonio
Martín Figueroa. Zaragoza (España)