Alma De Pájaro
(Pincelada de Buenos Aires)
Y
qué se yo… nada… pasó que una vez tuve
una vivencia muy especial durante un particular momento de mi vida. YO
soy un simple laburante hincha del tango y el fútbol, un tipo más o menos normal…
pero casado. Cuando contaba treinta y dos años y tenía dos hijos pequeños,
trabajaba por las mañanas como técnico en resonancias magnéticas en un hospital
neuropsiquiátrico y de taxista como un segundo recurso. O sea que luego de seis
horas diarias corriendo y luchando hasta inmovilizar a pacientes psiquiátricos
para realizar los estudios, estos vagos me dejaban con la sangre hirviendo por
no haberlos agarrados a garrotazos y hacerles resonar el mate, y encima
completaba las jornadas con otras horas al volante de un auto entre miles de
locos sueltos, que ni saben manejar ni respetar a nadie, por lo cual me las
paso reputeando a los cuatro vientos en
las calles de esta ciudad monstruosa. Una vez de regreso a casa, el cordial recibimiento de la familia
resulta casi un protocolo ceremonial… besos, gritos, quejas, abrazos, denuncias
maternas, nómina de fechorías cometidas, desobediencias, daños ocasionales… Y
siempre se inicia con un "¡Ahí llegó papá, ahora van a ver!" Como que
llega el gran verdugo justiciero… ¡yo! En fin, mi flaca ha sido siempre una buena mujer, pero entre mi casa, los
laburos y la gente toda, estaba hastiado
y viviendo en un completo calvario de la
realidad y desde donde tantas veces hubiese preferido desaparecer borrándome
por completo.
Resultó ser que en una jornada vespertina
abordó al taxi una pasajera que llamó mi atención. En ese trayecto hacia el
Palacio de los Tribunales se pasó ojeando una pila de papeles, lo que evidenció
su ocupación de abogacía. Pocas fueron las palabras que cruzamos pero el espejo
retrovisor ardía, y allí surgió espontáneamente una "simbiosis
química" muy difícil de explicar. Era una pinturita atractiva, simpática y
muy dulce al hablar. Al día siguiente y con la sana intención volví por el mismo
camino y nuevamente la encontré. Nos miramos con cierto impacto y sin ocultar
gestos de felicidad en nuestros rostros. Pero esta vez ella estaba acompañada
por un hombre, y de inmediato me indicó:
-
Buenas tardes. Por favor,
dejamos a mi esposo en Viamonte y Riobamba, luego seguimos hasta Tribunales por
Lavalle. ¿Sí?, gracias.
Asentí la indicación, pero el haberme enterado que ella tenía
marido, fue una horrible invasión de malestar anímico. Claro que era
incomprensible, todo celo era injustificado pues no existía vínculo alguno para
ello. Aunque… correspondiese o no, igual yo no dejé de reputear por lo bajo a
ese tipo. ¡No me lo banqué!
Luego con ella traté de simularlo y
entablamos una conversación. Me inventé un conflicto jurídico personal y así me
invitó a su estudio para plantearlo y planificar una posible solución. Se
produjo esa entrevista y en ningún momento pude tratarla de doctora, sino de
vos, de che, como me salía nomás. Hablamos sobre varios temas sin bajar
nuestras miradas ni un instante, hasta confesar lo que ya era inocultable.
Ambos estábamos fascinados entre sí, pero convenimos en la inviabilidad de
cualquier intento, pues tentaría con el bienestar de ambos matrimonios, las
buenas costumbres, la fidelidad debida, la convivencia y razones religiosas. No
obstante y gracias al ficticio asunto jurídico tuvimos otros encuentros,
siempre sosteniendo los mismos parámetros de cortesía… y no de mi propia
voluntad, por supuesto, ¡porque yo no me bancaba ese martirio ni ahí! Para
entonces mi vida ya había estallado como si se me hubiesen volado los pájaros
de la cabeza. Pensaba en ella durante las veinticuatro horas del día "y de
la noche también", ¡Me había atacado un raye total! Planificaba cómo
podría rescatarla y huir juntos hacia una isla imaginaria, perdida en algún
lugar recóndito del mundo, abandonando sin dudar todo el entorno de la
realidad, pues ya nada tenía valor.
Así que una madrugada cansado de dar mil
vueltas en la cama, alterado por los nervios y la ansiedad, sigilosamente me
vestí y me rajé. Arranqué el taxi sin saber a dónde iría a parar. Llegué a la
esquina donde habitualmente abordaba ella, a quien comencé a llamar
"Alma", dado que no podía delatarla y justamente esa mujer
representaba mi propia alma. El tiempo era infinito y calculaba que sería
producto de mi imaginación, pero lo estaba viviendo mientras los signos vitales
de mi organismo se agitaban. Buscaba encender un cigarrillo y manoteaba ansioso
sin hallarlo, hasta que pude recapacitar que… ¡que yo no fumo! Justito en el
preciso momento que Alma agitaba la mano en alto haciendo señas para que
detuviese el auto. Entré a temblar de emoción, pues a ella se la veía feliz, arreglándose el
cabello al tiempo que se acomodaba en el asiento del acompañante. El desenlace
era evidente, ¡se cumplía mi tan anhelado sueño!
Sonaba un tangazo del Polaco Goyeneche en
la FM Dos por Cuatro que me envalentonaba con aires de guapo ganador, entonces
lo aproveché y detuve la marcha a un par de metros del Obelisco en la Plaza de
la República, y presionándola entre mis brazos la besé con las ´ínfulas de la
pasión acumulada en mi vapuleado corazón. Además estaba tratando de que la
ciudad entera supiera que Alma ya era mía y que todo lo demás había dejado de
existir. Un mareo de emociones y una felicidad interior fueron como si se me
hubiese paralizado el universo. Entre el bullicio de las avenidas y el
desconcierto que me embargaba, sentí de pronto que tomando una autopista
navegaba a la deriva en un océano nebuloso, sobre una balsa construida con
ilusiones y un velamen de esperanzas,
hasta que la inercia de los vientos la desplazó a una playa de la isla. Era la
isla de mis sueños, pero esta vez Alma…
mi amada Alma, estaba abordo.
¡Era una visión espectacular y
fascinante! Arenas albinas contrastaban con la variada vegetación y la fauna
que reinaban en el lugar. Muchísimas rosas rojas se lucían por doquier. Tomé la
más grande de ellas y compartiéndola caminamos juntos de la mano por las
interminables playas. Éramos Alma y yo simbolizando con alegrías el éxito del
verdadero amor. Jamás había sentido tanta libertad y felicidad, incentivado por
la grata sonrisa de mi Alma, la mujer que cambió mi vida, quien me hizo
abandonar tantas desidias y encaminarme a concretar este gran sueño que me
devolvió el placer de existir. Tal vez allí se destacaba el aislamiento de la
humanidad, sin familiares ni vecinos, sin público, sin choferes ni peatones y bien lejos de mis
trastornados pacientes magnéticos.
Admirados ante tanta belleza natural, al
igual que un par de adolescentes enamorados disfrutábamos del ´paseo de
exploración. Bandadas de monos gritaban como dándonos la bienvenida, mientras
Alma aplaudía contentísima; papagayos y tucanes agitaban las alas mostrando sus
bellezas, y Alma lo disfrutaba feliz; nubes de pájaros obsequiaban melodías que
endulzaban nuestros espíritus; ciervos pacíficos se acercaban como saludando
con vistosas ornamentas, cosa que enternecía a mi querida Alma. Seguramente
habría bichitos como los insectos, tarántulas, víboras, cocodrilos y esas pavadas
selváticas que nunca faltan. También se veían gaviotas, cormoranes, búhos y
muchísimos animales más. Y ni qué hablar de la cantidad y variedad enorme de
caracolas, almejas, caparazones de galápagos y conchas marinas de todos los
tipos, por lo cual planificamos armar una interesante colección. Los frutales
tan variados y de excelente calidad nos aseguraban inicialmente, una sana alimentación natural. Observamos
cocos, chirimoyas, plátanos, gabriolas, mangos, mamones, maracuyás, ppapayas,
ananás y muchas otras dulzuras.
¡A vivir! –Gritamos al unísono.
Coincidíamos en que el contenido de ese paraíso nos serviría para subsistir por
los siempres de los siempres. Aunque de todos modos, y como lo dijo Alma, aquí
lo único importante en la vida es el amor, y lo demás será: ¡contigo pan y
cebolla! Sonaba a música poética… ¡Romanticismo puro!
Como era lógico de suponer, aquellas
distraídas arenas fueron testigos de nuestro intenso y tan fulminante amor,
como también el aire, el mar y el mismísimo cielo. Nos íbamos adaptando
paulatinamente pero felices a cada paso, según nos permitía la cruda
naturaleza. Perdimos la noción total del tiempo real, solo nos guiábamos por el
sol y la luna.
En un amanecer me senté a meditar a
orillas del mar y como un flash vino a mi mente el reciente pasado. Me parecía
increíble el significativo cambio de todos los problemas canjeados por
bienestar y placeres. La satisfacción invadía mi interior aunque algunos
pajaritos revoloteaban mi conciencia, recordando a los seres que hasta ayer habían
sido tan queridos, como mi esposa que supo brindarse sin mezquindades hacia mí
y a la familia toda, también a nuestros dos hijitos como producto de ese amor,
y todo el cariño que eso conlleva. Pero
al final una zambullida entre las frescas olas despejó mis inoportunos
remordimientos.
Fue aquella misma mañana cuando Alma, la
mujer amada de mis sueños, despertó inquieta porque al parecer habría tenido
una trágica pesadilla que le produjo ciertos
cambios en sus dulces expresiones para conmigo. Mirándome muy seriamente
al tiempo que empleaba un tono de voz y epítetos jamás usados, se quejó que
tenía contracturada la espalda por culpa de ese camastro salvaje que
compartíamos como alcoba. De inmediato eché manos a la obra para subsanar ese
drama y al juntar muchísimas hojas de plátanos y palmeras que fui entrecruzándolas armé un mullido colchón
vegetal. Mientras lo estaba terminando en detalles, Alma me reclamó muy enojada
que esos ciervos que se la dan de tan amistosos, son unos cornudos que, como
todos los cornudos solo se arriman para
cagar a nuestro alrededor, mientras señalaba las pruebas sobre el terreno. Así
que tomé fuerzas con resignación y
procedí a desarmar nuestro flamante lecho nupcial pirata y reconstruirlo a
determinada distancia, ya sin los amorosos bambis. Al finalizarlo quedé
extenuado y mi querida Alma olvidó agradecerlo, pero me incitó groseramente a
que le respondiera hasta cuándo tendría que soportar todos los santos días los
desayunos con esa putrefacta leche de cocos. Intimado en la debilidad de mis
sentimientos, traté de convertirme en un barman e innovar un brebaje exótico que satisficiera sus
deseos. Entonces abrí por arriba un ananá, batí machacando en su interior un
poco de maracuyá, plátano, porotos dulces, algas frescas, mango, cerezas, pulpa
de cocos y un huevo de gaviota. Se lo presenté con dos largos sorbetes
vegetales como si fuese el mejor coctel del mundo. Sorprendida, Almita lo
aceptó expectante… bebió un sorbo, y de inmediato lo arrojó impactando en mi
frente, al tiempo que me gritaba que me vaya a la casa de mi hermana… o algo así. Pasé ese día bastante inquieto. A
la siguiente mañana debí desplazar otra vez nuestro lecho nupcial porque según
me indicó con aspereza mi querida Almita, la cabecera había quedado justo debajo
de una rama donde posaban dos lechuzas que más allá de joderla con el
“maldiojo”, de noche solían evacuar sus hediondas pancitas. ¡Algo espantoso!
Para aquel entonces comencé a sentirme un
tanto molesto, pues algo estaba cambiando en el ambiente de la isla. Me alejé y
sentado sobre un tronco observando el horizonte oceánico, medité y medité por
un lapso prudencial. Analicé que el día anterior Alma me había tratado muy
descortésmente al decirme "tarado", y además al rato también me gritó
”¡estúpido!". Me trajo al recuerdo a mi esposa, la flaca, cuando una vez
me había dicho "tonto" y estuvimos tres días sin darnos bola, sin
hablarnos y al punto del divorcio. Entonces me pregunté… ¿Qué carajo hace un
tipo como yo en un lugar como este? Luego de dar unas vueltas finalmente opté por la calma, el sosiego. Si
esa isla era nuestro paraíso de los sueños, debíamos sostener las buenas
costumbres, e intenté su recuperación. Elegí la rosa roja más grande, la más
suave y la más aromática como símbolo universal del amor. Me acerqué a mi
querida Alma y se la ofrecí a cambio de un beso de conciliación. El entorno
ambiental era espectacular, la dorada resolana entre mariposas y las variadas
hojas verdes… aquellas suaves brisas marinas que rociaban el aire fresco con
floridos aromas… Y bueno, a decir verdad creo que fracasé en el intento. ¡De un
saque Me trató de pelotudo! Y me ordenó que cortara todas esas flores de
porquerías que se llenaban de avispas. Entonces le recordé enérgicamente que
las rosas rojas ¡emanan el polen del
amor!, Y ella levantando aún más la voz dijo que esos polvos amorosos solo
servían para atraer a los avispones de manías ninfómanas y hacerles crecer los
aguijones, los colmillos ¡y los cuernos!, a la vez que me mostraba un par de
espantosos hematomas inflamados en una nalga, que le habían estampado como
vampiros. ¡Aaah!, y en medio de su ira también me gritó que echara bien lejos a
ese oso hormiguero, luego de explicarle que es un bicho atrevido y que no
insistiera más porque ella no tenía hormiguero alguno ¡en ninguna parte!
Sin dudas que la situación se tornaba
cada vez más complicada y me invadía el desconcierto. Le recordé a mi amada que
debíamos convivir con la flora y fauna existente, con la naturaleza misma
porque de todo esto se nutría nuestro amor. Pero lamentablemente la respuesta
resultó más tediosa aún. Me acusó de ser una especie de ¡Tarzán porteño
amoquillado! y agregó que mis queridos monos que andaban gritando como locos
por las ramas ya la tenían repodrida. Y que además siempre vivían espiando
nuestras intimidades y los degenerados hacían galas de las mañas que los
caracterizaban. No supe bien a qué se estaba refiriendo Alma con eso de
llamarlos "monos pajareros", pero como ya me había irritado la
paciencia, copado por los nervios comencé a arrojarles cocos a los primates
para que se dispersaran. Ellos interpretaron que se trataba de un juego, y
entonces nos respondieron tirando montones de
mangos y plátanos sobre nuestras siluetas. ¡Fue un infierno total!
Luego de llorar un corto lapso y
recuperar la cordura, saqué pecho para acercarme a mi amada y preguntarle si se
sentía bien, –aunque era evidente la paliza frutícola que había recibido–.
Intenté minimizar y desvirtuar los hechos aludiendo que la clásica bondad que
define a los monos, hizo que ellos nos acercaran alimentos. Todo un gesto simio
solidario… –le comenté sonriendo– ¿Qué bueno, no?, ¿viste Almita?
¡Fue peor el remedio que la enfermedad!
Ella enfureció descontrolada casi por completo. A partir de ese momento se
dirigió hacia mí sin tutearme y reiterando que yo era un perfecto imbécil, un
"boludo social muy importante". Dijo que iniciaría una causa judicial
acusándome de secuestro, privación ilegítima de la libertad, sometimiento a
servidumbre, acoso sexual reiterado y que a todos los monos también los
procesaría como partícipes necesarios de tan aberrante hecho.
Creo que el asombro fue tan explosivo que
perdí la conciencia por un rato, pero no podía rendirme nunca, entregarme
jamás, siendo un varón del tango como soy yo. Dado que a mi querida Alma se le
había despertado espontáneamente su espíritu jurídico, su honorable
profesionalidad, ¡eso merecía el respeto absoluto! Aunque no llegué a
reverenciarla como "Doctora" o "Su Señoría", y antes de
recibir una carta documento, opté como estrategia defensiva hacer galas de mi
masculino aspecto, del semblante viril y le declamé unos versos de la canción
"Me gustan las mujeres con pasado" de Cacho Castaña, pues sabía que
con ello la cautivaría logrando su reconquista amorosa. Al escucharme se
aquietó por un momento… ella enmudeció… entonces presentí que ahí llegaría lo
mejor… pero insólitamente al reaccionar en medio de ese fino romanticismo,
suspiró exclamando: ¡Me duele la cabeza! Absolutamente asombrado y al no tener
con qué hacerme un harakiri de urgencia, la miré fijo y le pregunté: ¿Y ahora
quéeeee? ¿Que me duele la cabeza, me dijiste? A lo que contestó muy resuelta
que era culpa de los malditos pájaros, porque hacían tanto quilombo salvaje que
le estropeaban el cerebro.
Totalmente fastidiado, con urgencia le
recordé que desde que habíamos armado la delicada colección de cangrejos
disecados, caparazones y de tantas finas conchas de los mares, esos pájaros en
su mayoría se alejaron y habían anidado entre ellas, pues como es natural en el
mundo, que donde ellas estén siempre andarán revoloteando los pájaros. De todos
modos yo estaba dispuesto a buscar una posible solución para alejar a los
pajarracos y aliviar sus inverosímiles dolores. Así que después de pensarlo y
controlando mi estado de nervios, me dirigí a ella: A ver Almita… decime… ¿Qué
te parece si arrojo todas las conchas de la isla al mar y listo?
¡Nooo, nooo! Se levantó como un resorte y
me corrió por toda la isla con un enorme
garrote, y Anunciando con histéricos gritos que además me llevaría a los
tribunales por ensañamiento machista y violencia de género. En mi defensa solo
atinaba a gritarle que recordara eso que había dicho sobre: ¡Contigo amor, pan
y cebolla! Pero ante sus groseras y contundentes respuestas le insistía en que
mi madre no tenía nada que ver. Yo
continuaba huyendo y sin detenerme esperaba hallar una enorme planta carnívora
como la de las películas, para que se la tragara entera. Justo en ese instante
comencé a oír la sirena de un barco cercano. ¡Era mi única salvación!, entonces
corrí hacia las olas y me zambullí nadando en forma desesperada. Fue así como
me salvé, con la alarma del reloj a las seis de la mañana y chapoteando en la
alfombra de mi habitación. Reaccioné bajo la ducha, me recuperé mientras me alistaba,
saludé a la flaca y a los chicos con un beso tal como lo hago todas las mañanas
y partí al laburo. Pero antes me detuve un instante ante el espejo y
señalándome con un dedo me dije…
¡Qué tipo pelotudo que sos, che! ¿Todavía
no te avivaste que las minas están todas, todas locas?
Cuando la pluma se agita en manos de un
escritor, siempre se remueve algún polvillo de su
Autor: © Edgardo
González. Buenos Aires, Argentina.