Yo necesito escribir.
Como quien precisa caminar una hora al día. Como quien al levantarse se toma
una taza humeante de café. Como quien ama escuchar música en un momento muy
concreto.
Es una necesidad vital,
que no está motivada exclusivamente por el deseo de comunicarme, ni por el afán
de compartir. No lo tengo muy claro; pero creo que sólo es la compensación de
quien guarda algo que le ha rescatado a su interior, a reservas de lo que
quiera hacer con ello.
Escribir es un
estímulo, un acicate, un impulso que puede durar todo el día o solamente unos
minutos; lo necesario, en mi caso, para concentrarme en mi interior y desechar
cualquier emoción o pensamiento negativo.
Quiero tener siempre
en mi bolsillo, en mi mano, a mi alcance, una hoja de papel en blanco para
expresar algo, no sé qué pueda ser: una idea, una observación, una inspiración,
un sueño.
Porque a veces
quisiera tener bajo la almohada esa hoja para atrapar los detalles concretos de
un sueño del que acabo de despertar. Y se va; y se fue.
Yo doy gracias a
Louis Braille por haber inventado el sistema, con el que he escrito tanto
durante mi vida. También he leído y también leo; pero la lectura es siempre más
ensalzada que la escritura, creo yo.
Comencé a escribir
resumiendo libros de lectura, copiando textos que me interesaban; copiando
letras de canciones; y haciendo mis pinitos con el verso o los relatos.
No me he planteado si
lo hago bien a los ojos de los demás; me basta con terminar lo que he comenzado
y calificarlo yo mismo, con el mérito de conservarlo entre mis tesoros. Siempre
he sabido que, como en todos los órdenes de la vida, cuanto más escribiera me
quedaría mejor. Pero tampoco pongo demasiado esmero en lo que hago. Si llega el
caso, me dedico a corregir o dar nueva forma a textos escritos tiempo atrás.
Hubo en mi etapa de
adolescente cierto afán por expresarme en verso. Me interesaban los poetas
clásicos, y seguramente debí de hacer burdas imitaciones; fue cosa de poco,
pero lo suficiente como para decidirme sobre cuál habría de ser el género de
mis preferencias.
Siguió después la
etapa de universitario, en la que me absorbieron los estudios todo el tiempo
incluido el posible de ocio. Y tomaba apuntes a mucha velocidad utilizando la
estenografía.
Creo que para mí fue
una manera muy apropiada de estudiar, más bien de asimilar la lectura de los
textos, pues debía pasar a limpio los apuntes tomados en clase.
Y al parecer debía
recoger lo principal de las asignaturas y algo más, pues recuerdo que un
compañero de estudios, en el Colegio Mayor donde residíamos, afirmaba que le
copiaba al profesor hasta los suspiros.
Durante las
vacaciones de verano retornaba a mi necesidad de escribir, ya fueran poemas o
relatos.
Recuerdo también que
en uno de aquellos veranos, vino a casa una persona conocida que trabajaba en
una imprenta y me trajo un fajo de papel cuché. Me lo ofreció por si podía
servir a la escritura braille. Y, claro que sí; lo aproveché de maravilla,
dedicado a algo que podría ser un relato extenso que, lógicamente, no vio la
luz.
Nunca me he
caracterizado por la constancia, que acaso me hubiera llevado a embarcarme en
una novela. Seguía considerando la escritura como algo vital en el sentido de
ir plasmando en el papel las sensaciones, emociones, sentimientos que en cada
momento me embargaban.
Y lo conservaba todo;
no en el cajón ni en el desván, donde se apartan trastos viejos que no te caben
en el cuarto. Lo guardaba, lo atesoraba con el fin de rescatarlo algún día,
bien para corregirlo como antes dije, o para conocerme mejor a mí mismo, como
dictaba el filósofo.
Recuerdo en una
ocasión, mientras debieron llevar a cabo alguna mudanza en casa, que me
desaparecieron cantidad de cuadernos que contenían mis vivencias y otros textos
de estudio resumidos. Fue algo que no he olvidado; me dijeron que los habían
quemado creyendo que se trataba de cosa de menor importancia. Me imagino todo
un montón de papeles, rompiéndolos sin miramiento y echarlos poco a poco en la
lumbre del hogar, en una tarde de invierno, de esas largas, muy largas; digo
que se hacen largas por lo tediosas, pues la noche se viene encima muy pronto.
Bueno; al menos
sirvieron para calentar un poquitín mi casa de aquellos momentos.
Afortunadamente se
trataba sólo de apuntes de las asignaturas cursadas; no eran poemas ni relatos.
¡Y eso de escribir
cartas a mis amigos en las vacaciones de verano! No sé si me producía más
emoción recibirlas que escribirlas y echarlas al buzón de correos.
Y continúo
escribiendo como me apetece, igual que cuando voy al frigorífico y busco un
tentempié; por necesidad.
Hoy me decido por un
poema más o menos extenso, que me lleva algunos días. Mañana trato de componer
algunas coplas, o décimas o sonetos. Pasado escribo algún micro-relato….
Trato de aprovecharme
de cualquier idea o inspiración que surge y la anoto en mi cuaderno, digamos
Braille Hablado.
Sí, es verdad; a
menudo me planteo para qué me sirve, si apenas he publicado un par de libros,
si participo poco en concursos. Con toda certeza se desprenderán de esto cuando
yo no me percate. Pero entretanto, me parece que dedicarle diariamente un
tiempo a esta afición ha calado tan hondo en mí, que ahora me resulta imposible
sustraerme a tales impulsos. Quizá el día en que no los sienta será cuando mi
espíritu comience a requerir cuidados especiales.
Recogiendo, pues,
aquella regla ortográfica que estudiábamos, según la cual se escriben con la
letra B todos los infinitivos terminados en Bir, menos Servir, Hervir y Vivir,
digo que para mí escribir también podría llevar la letra uve, de vivir. Así
quedaría “Escrivir”, con sus derivados “Escrivida” “Escriviente”, incluso
“Escrividor”.
Autor:
Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.