Esclavos en nuestra casa.
Es sumamente notoria la crisis
económica que vive nuestro país, y ello se refleja en todos los ámbitos de la
vida, desde los más palpables hasta los más nimios, no tanto porque carezcan de
importancia como por pasar desapercibidos, es decir, no sólo afecta a nuestro
trabajo y a los aspectos más visibles de nuestra economía, sino que condiciona
también nuestros hábitos más insignificantes (piénsese por ejemplo cuánta gente
asiste a los espectáculos, qué gustos se da y en qué gasta su sueldo en
general).
Merece pues la pena detenerse,
aunque sólo sea unos instantes, en uno de los aspectos más acuciantes a los que
nos afecta.
Es sabido por todos que la
economía funciona mal a nivel mundial, no tanto porque no haya riqueza
suficiente para vivir como porque está mal repartida, lo que hace que tanta
gente, en los mal llamados “países del tercer mundo” o “países
subdesarrollados” y cuantos términos quiera aplicárseles, viva en la pobreza
más absoluta y que, como es de suponer, paguen siempre los más débiles, por
carecer de defensas materiales. Ante este panorama no cabe pensar en algo tan
esencial, pero a la vez tan secundario como un trabajo, y mucho menos en
cuestiones de ocio, pues, si bien ambas cosas son derechos fundamentales y
necesidades inherentes a la especie humana, no es menos cierto que no todo el
mundo tiene garantizados ni siquiera los más básicos.
Pero no hace falta cruzar el
océano o pasar al otro lado del mediterráneo para ver esta acuciante realidad,
sino que, aquí mismo, en nuestro propio país, y en los que como éste se llaman
desarrollados, a nuestra vista, se dan situaciones que, en ocasiones no deben
de ser muy distintas a las ocurridas allende (piénsese por ejemplo en quien, con
voz quebrada y peor aspecto solicita ayuda, simplemente para sobrevivir, en las
calles de las grandes ciudades y en el transporte público, que, tristemente,
siempre son venidos de aquellos países, donde se supone que malviven, pero que
también se puede encontrar a uno de los nuestros en situaciones similares).
Ante esta trágica realidad tampoco
cabe pensar en los citados derechos fundamentales, pues un puesto de trabajo,
es, en estos casos tan secundario, que provoca la risa y hasta el asco, ya no
de quienes tienen mínimamente lo suficiente para cubrir sus necesidades, sino
también de quien piensa con sensatez, con la vista fijada en esta realidad,
dado que demasiados problemas tiene ya la gente como para atender las
necesidades ajenas.
Es, como decimos, el derecho al
trabajo tan fundamental y razonable, que está contemplado en todos los textos
legales sobre esta materia, y en nuestra Carta Magna, ley de leyes, y asimismo,
a nivel igualmente genérico, ninguna ley hace distinción individual por
cualquier razón que podamos imaginar, como mucho subraya ciertos aspectos, no
tanto para diferenciarlos como para regularlos, pues casi siempre hacen
referencia a condiciones humanas y/o sociales que afectan a colectivos muy
concretos, y ante las cuales, quien no las vive, no sólo no las conoce, sino
que tiende a distinguirlas y a prejuzgar a estos colectivos afectados por
ellas, dándose en nuestros entornos más próximos situaciones de desempleo, con
todo lo que esto supone socialmente (vergüenza, repudio y hasta marginación y
exclusión), cuando se trata, no ya de gentes foráneas, sino de compatriotas que
adquieren esta condición cuando a esta acuciante lacra se suma una
discapacidad, y, lo que aún es más lacerante, cuando las instituciones que
deben garantizar este derecho al cien por cien, no sólo no lo hacen, sino que,
en el mejor de los casos, lo infravaloran, convirtiéndolo en mero pasatiempo,
necesario para ellas, sí, pero inhstrumentalizado en estas personas, y comprado
a muy bajo precio, no diferenciándose demasiado de los esclavos de otros
tiempos, pues tanto ayer como hoy, por mucho que los cortes del vestido hayan
cambiado de forma, no ha sido así con el fondo, de suerte que hay que
cuestionarse seriamente qué serán en casa ajena, quienes en la suya son
esclavos, y con qué prisma se los mirará desde fuera, si dentro, a mayor precio
son comprados hasta los foráneos.
Extranjeros son pues, en público y
en privado, para quien legisla y para quienes son legislados, pues aquéllos
cada noche sueñan que sus protectores los llevan siempre de la mano, les evitan
tropezar, y, como cuando eran niños, no les piden nada a cambio, pues no salen
a la calle con el rostro descubierto, y, por mucho que lo vean, nunca creerán
en esos “diferentes” que caminan por el mundo cada día como cualquier
ciudadano, para buscar su propia supervivencia sin necesidad de ser menos que
esclavos, lo cual, llega un momento en el que no se sabe si es deseo o derecho,
pero que, en cualquier caso, muy pocas veces se tiene en cuenta, de forma que
andan a la deriva, llegando a ser el único derecho para el que son
privilegiados, siempre, claro está, a cambio del módico precio de que otros
vivan cómodamente, sin hacer demasiados esfuerzos.
Este entramado de ideas, plasmado
a veces en un juego de palabras, es una realidad tan cierta como la vida que
existe, por pequeña que sea y con independencia de sus condiciones sociales o
personales. “primero yo, a cualquier precio”, es uno de los lemas más palpables
de los países supuestamente desarrollados, en los que, a quien tiene más
difícil la vida se lo llama “ciudadano del IV mundo”, siendo el primero el de
unos pocos que tienen todas las comodidades a su alcance, la tecnología más
actual y los medios más que suficientes para vivir, privilegio que conciben
como derecho legítimo, incuestionable, y por ende, intocable y exclusivo para
sí mismos. Los gobernantes y jueces, conocedores de esta lacra, miran y pasan.
La vida sigue. Doña Vergüenza está ausente y Doña Codicia en el banquete, el
cual, para que a la sazón no le falte ni un momento, satisfacen a diario los
indigentes de etiqueta.
Queremos pues con esto hacer un
llamamiento, una amonestación si se quiere, a quien se digne a meditar sobre
estas humildes reflexiones con intenciones sanas, para trascenderlas y tratar
de encontrar juntos la solución a este denigrante problema. ¡Pero demasiados
tiene la gente!, somos conscientes de ello, y por lo tanto puede ser una
utopía, quizá de tanta magnitud como poner puertas al campo (tampoco se nos
oculta), pero no creemos que haya que perder la esperanza, pues será de las
pocas cosas que nos mantendrá firmes en nuestra lucha. Quizá algún día alguien
abra los ojos y despertará al resto, y, aunque seguro que a primera vista no
encuentren paliativo a este dolor, si alguien actúa con sabiduría e intenciones
rectas, tendrá una guerra ganada, pues las armas de quienes, con nuestra ayuda,
luchan día a día por defender su campamento, no deben de ser lo suficientemente
potentes, o bien somos muy pocos los que las usamos, de forma pacífica, está
claro, pero siempre contra los intereses de la mayoría, pues a quien no le
afecta esta realidad no reconoce sus propios derechos para los demás, salvo con
la boca pequeña, pues hay que ser políticamente correcto para no perder
inmediatamente la ciudadanía, por supuesto.
Pero sólo este humilde gesto de
despertar, como decíamos, con la mirada fija en el mundo que nos rodea, servirá
de acicate para atraer la atención de los otros, y de aliento para nosotros al
comprender que no estamos solos... Si alguien se digna a reflexionar sobre
esto, insistimos, de antemano se lo agradecemos.
Autora: Cristina Ruíz. Madrid, España.