Después de un fuerte aguacero los
aleros gotean, buen momento para contemplar la caída de la tarde, sentados en
sendas mecedoras de madera, gastadas como un trillo, dos hermanos sesentones
conversan del gran aguacero que acaba de pasar.
-Sentáte Víctor, cruje la silla al peso
del veterano cuerpo, -será una linda tarde.
-Después de tanta agua hombré, ya era
bueno que parara.
-Y aún así ni parecido a como llovía
antes, yo recuerdo cuando criaba a estos, las llenas y aguaceros que vivíamos.
Nubes grises empiezan su caminata por
el cielo, se van moviendo para que rayos del sol se acomoden y hagan un lugar
entre ellas, iluminando el final de tarde. Brisa fresca saluda sus caras, son
cuerpos robustos, cansados de una vida de trabajo en el campo a puro sudor.
Cuyeos cantan y bandadas de pajarillos buscan el árbol más cercano y frondoso
para pasar la noche, árboles que sirven de hostales cada final de tarde, en las
canoas, uno que otro se detiene a beber.
-Mirá la montaña Orlando.
-Bendito Dios,
vivimos en un edén.
La vista que se
les regalaba dejaba apreciar una montaña que parecía extender su alfombra verde
para que la lluvia refrescara el decorado de sus árboles y luego el sol, antes
de acostarse, lanzara sus rayos de oro hasta que la luna lo invitara a
descansar mientras ella mantendría la vigilia.
-Mirá donde vienen esos chollados,
la lengua afuera qué bonita gracia.
-Y embarrialaditicos. ¡Nena!, ¡Nenita!
-Sí señor, buenas Tío Víctor, no lo oí llegar.
-Mirá esos zaguates, quién sabe dónde se
revolcaron, llevátelos para atrás, hediondos como están ponen la casa hedionda.
Hay que bañarlos, pero ya es muy tarde.
-Hombré, ¿te acuerdas cuando íbamos a esta hora a
la cantina del Flaco Ruiz, después del jornal?
Su compañero, antes de responder, se lleva la mano
izquierda a la boca, como limpiando algo, parece saborearse el recuerdo, un
recuerdo que debe saber muy sabroso, porque sus ojos chispean.
Afuera empieza a aparecer la obra de un artista en
el cielo, celajes dignos de un marco se reflejan en las montañas que estos
conversadores tienen de frente; cada color las acaricia despacio, caricia suave
de colores en tonos pasteles hacen que el espíritu de estos dos hermanos se
vuelva melancólico y lleguen las remembranzas.
-Claro que me acuerdo. Desde conversar hasta hacer
negocios, las vaquillas las vendía a mejor precio ahí que en la subasta. Se
entretenía uno con los pleitos o se sacaba sus buenos sustos.
-Diay sí, como aquel día que le cortaron la oreja
al chino Méndez, qué brava la mujer, llegó a reclamar, lo zarandeó todo a él y
al otro chupas; como nos reímos pensando que capaz en la casa le daba sopa de
muñeco.
Carcajadas sonoras cual cataratas llenaron el
corredor de la humilde vivienda, adentro 3 mujeres afanosas sonreían, la risa había
contagiado toda la casa.
De pronto una reflexión corta la
risa.
-Ya no se oyen los congos…
- Ya no se oye ni el río, hombré.
Ambos cuerpos acomodan sus masas desacomodadas y
cansadas de descansar. Crujen de nuevo las sillas, es como un lamento que sale
de sus bocas imaginarias, una protesta ante el peso y el movimiento brusco.
-Pasó rápido el celaje, ese sol iba apurado, no ve
que ya le dio campo a la Luna.
-¿Qué estamos hoy, la llena?
-No, será mañana.
-Ah sí, mañana. Acá tiene listas unas matas pa
sembrar.
-Con permiso, ¿tío se queda pa que se coma un
gallito de arroz y frijoles?
-No, criatura, gracias, se me resienten en la casa
que seguro ya están alistando también.
-Hay matrimonio el sábado.
-¿Quiénes?
-La chiquilla de don Sebas Leitón y el mayor de los
Acuña.
-Bueno, ratón tierno pa gato viejo; él va bien
apuntado.
-Y ella, está muy sazón para ella el muchacho, pero
honrado y trabajador.
Otro silencio que de seguro da paso a recuerdos,
vuelve a cubrir a los hermanos, es como un acompañante invisible al que ellos
le dan la palabra.
La luna lanza sus brillos por la carretera de
tierra, alumbra bien los potreros y allá se resalta un cortés amarillo bien
alto y floreado.
Autores: Roberto
Sancho Álvarez. San José, Costa Rica.
y
Vanessa
González Cruz. San Carlos, Alajuela, Costa Rica.