Adolescencia.
Dista mucho de ser unánime lo que se piensa, se sabe, se
siente y se cree sobre este período de la vida humana. En culturas que me gusta
denominar primarias y no primitivas la adolescencia marca el paso biológico a
la posibilidad de engendrar; lo señalan rituales que a veces son para nuestra
mentalidad terribles, lo bendicen ceremonias que nos resultan extrañas, el paso
está dado, es tiempo de ser en la vida adulta. En nuestra cultura occidental,
al menos desde hace algunas décadas, tengo la impresión de que el consumismo,
las representaciones más o menos permisivas y a veces sosas enmascaran su
verdadera importancia. En el movimiento romántico fue responsable de obras de
arte y asimilado al arte que en su nombre se producía; fue causa de ideales y
de suicidios…. Todas estas consideraciones no logran hacerme olvidar que traté
de acompañar a punta de amor y de miedo la adolescencia de mis hijos y la de
algunos alumnos que estuvieron conmigo en esa etapa intentando reparar el
sufrimiento que entrañó para mí, un lapso de tiempo que me pareció interminable
y que fue, sin dudas el más doloroso de mi existencia. Claro que hubo en esa
existencia acontecimientos más decisivos, más trágicos si se me permite la
expresión, pero frente a esos acontecimientos, mi yo ya estaba estructurado,
tenía reservas psíquicas y morales para poder comprenderlos, enfrentarlos, o al
menos, para poder convivir con ellos en una libertad que evitara que me
anonadasen las circunstancias.
Fígaro, mi gato no hacía oír su cascabel y eso nada
significaba para mí que hacía tiempo había dejado de corretear para alcanzarlo,
por lo demás, me había enterado de que los gatos comían ratones y le tenía un
poco de asco, bien injustificado, pobre gato. Mamá se deshizo de las aves de
corral y yo no iba por la cocina porque no me gustaba ensuciarme las manos.
Como estarán imaginando la niña curiosa se iba transformando en una jovencita
algo melindrosa, reflexiva y reconcentrada. Mis primos y mis hermanos
comenzaron los estudios secundarios por lo que debían viajar al “centro” es
decir a la capital de la provincia que nosotros llamábamos Mendoza como si
viviéramos en otro sitio; ese viaje diario en ómnibus que pasaban distanciados
y las exigencias del colegio no les dejaban libre un tiempo que a mí me hubiese
sobrado si no fuese porque dedicaba muchas horas a estudiar piano y otras
tantas a leer. A la música me dedicaba con un fervor desencantado: me gustaba y
progresaba en lo técnico pero ya había advertido que mi profesor, un hombre
ciego que había estudiado en Buenos Aires sabía mucho de musicografía Braille
pero muy poco de interpretación; mi capacidad expresiva no encontraba la manera
de hacerse realidad en las obras que ejecutaba y que eran verdaderamente muchas
y muy bellas y difíciles. En cuanto a la lectura además de aprovechar todo lo
que podía de lo que estudiaban mis hermanos que me requerían para que los
escuchara cuando tenían que preparar una lección. Me la leían, yo la memorizaba
y luego se las tomaba; eso era hermoso pero esporádico. Mi otra fuente nutricia
eran los libros en Braille que pedía a Buenos Aires. Por correo solicitaba
varias obras que constaban de muchos volúmenes; me pedían que hiciera un pedido
de no menos de tres obras por las dudas de que en ese momento faltara la que yo
quería: bueno, llegaban paquetes grandísimos en los que habían tomos de una
obra, los primeros cuatro por ejemplo y en otro paquete igualmente voluminoso
estaban los tres o cuatro tomos de otra obra: en fin, era una ensalada de temas
y de puntitos; tenía que leer y enviar los libros para recibir, a veces un mes
después la próxima remesa. En ocasiones los traía el cartero después de su
reparto, y, a veces los iba a buscar papá cuando cerraba la peluquería. La
situación me entristecía pero no me amilanaba. Seguía tocando el piano sin
ilusiones, seguía leyendo en un desorden mayúsculo ya que nadie controlaba lo
que solicitaba a la biblioteca y leía cosas que no les hubiese dejado leer a
mis hijos ni a mis alumnos a esa edad: no, nada tenían que ver con cosas
escabrosas u obscenas, lo que ocurría era que eran demasiado elevados para mis
diez u once años. Por entonces ya estaba comenzando a escribir, a solas, como
quien peca, como quien delinque, como quien teme morir: en verdad no estaba
alejada del destino del escritor, pero hoy mi mirada es otra sobre esa
cuestión. Por supuesto que, ocurrió lo que debía ocurrir. A punto de cumplir
los doce años llegó mi menarca. Por aquel entonces se decía que “nos hacíamos
señoritas”, pero a mi no me lo dijeron. Cuando me sentí incómoda llamé a mamá y
ella me explicó que “eso” me sucedería todos los meses. Como yo inquirí por qué
razón, mi madre me contó que una señora había importunado a Jesús diciéndole
que todos los árboles daban fruto y las mujeres no dábamos nada… ¿castigo? no
se me dijo abiertamente pero yo lo viví como tal. Y ¿qué era eso? No supe que era simplemente
sangre; “eso” era eso. Como ignoraba que durante el embarazo se suspendía el
período menstrual, ni por asomo se me dio por amarrar la menstruación a la
concepción. Huelga decir que en Braille no existía ningún libro que abordara
estos temas y que mi educación sexual fue tanto o más despareja que mi
instrucción. De seguro que si hubiese hablado con mi padre las cosas se habrían
encaminado de otra forma pero el mandato femenino prohibía hablar de “eso” ya
que los varones no tenían que enterarse de nada.
No pensaba abiertamente en morir. Sólo quería, sin saber
cómo, desaparecer. Hoy se denomina anorexia. Fui dejando de comer, es decir,
fui dejando de tener apetito, apetitos, en realidad, no, mejor dicho, dejé de
sentir apetencia por la vida; claro está que yo no lo sabía. Mi familia llegó a
estar desesperada pero yo no acusaba recibo de esa desesperación. No era
maldad, simplemente no me daba cuenta. Llegué a no pesar más que mis huesos y
me internaron para compensarme. Me salvó la vida una dulce y amorosa monja
española que me daba una cucharadita de algún líquido o de alguna papilla cada
media hora, día y noche; así lograron sacarme el suero y regresarme a casa.
Comprendía a medias la situación; comía lo indispensable para que mis padres no
sufrieran más y mis hermanos no se preocuparan tanto por mí. Estuve varios
meses sin leer, sin tocar el piano, sin vivir supongo.
Mi padre tenía un amigo cuyo hijo era profesor de letras.
Vinieron a visitarnos y el joven profesor me preguntó a boca de jarro desde
cuando y qué cosas escribía. Pues bien, como dice Saint-Exupery en “el
principito” cuando el misterio es demasiado impresionante uno no puede
desobedecerlo. Le leí lo que estaba escribiendo, algo que no recuerdo pero que
sé que destruí. Continuó visitando la casa y además de interesarse por mis ya
retomadas lecturas supo de mi angustia por no poder progresar en la música.
Todo sucedió como en los cuentos. Me presentó a la que fue
mi maestra de piano durante cerca de ocho años. Se creó la escuela para ciegos,
y, como ya les he contado al año y medio de su inauguración inicié los estudios
secundarios. Paralelamente comencé a estudiar francés. Fui de campamento con la
Juventud Católica Universitaria, ingresé a lascuela de magisterio. Mantuve con
ese grupo una relación tan estrecha que aún hoy me trato con la que es una de
mis mejores amigas. También con mis compañeras de colegio travé amistades firmes;
¿lo están pensando? Sí, me enamoré, sí sufrí, sí, me dieron calabazas y también
las di yo; sí, fui feliz en medio del sufrimiento que entrañaban
responsabilidades que a veces creía que iban a desbordarme. Ya no estaba
enojada con la vieja importuna porque sabía que había cosas necesarias para ser
mamá. .
Si la ceguera tuvo que ver en mi eclipse, no sé de que otro
modo puedo designar ese horrible período de mi vida, lo fue no por sí misma
sino por las restricciones que a causa del desconocimiento que la sociedad
provinciana tenía acerca de las posibilidades que acompañan a una persona
privada de vista se me imponían. Bastó que una persona, el profesor de letras
al que he aludido creyera en mí para que el mundo se me abriera como una
granada. Creo que el daño más grande que se le puede hacer a quien porta una
discapacidad es no confiar en él. Desde luego, no podrá hacer todo lo que haría
sino estuviese afectado por esa carencia pero es indispensable averiguar cuales
son las cosas que puede hacer.
Si mi madre no me acompañó adecuadamente durante la pubertad
fue porque ella también era prisionera de un contexto social, como de alguna
manera lo somos todos con la diferencia de que una mayor instrucción da mayores
márgenes para la comprensión de los hechos; mi madre tenía esa capacidad
intuitiva que tanto me sirvió en la infancia y me acompañó después a lo largo
de toda la vida pero nunca pudo superar los tabúes relacionados con el sexo.
Hoy las cosas han cambiado. Sin embargo, aunque menos acuciados que los míos,
las chicas ciegas tienen problemas durante la pubertad. Esto tiene que ver
también con el hecho de que en esa edad es fundamental para una niña saber como
es físicamente, como la ven los demás, como la ve el otro. Pero, las niñas
callan, como callaba yo y nadie se ocupa de afianzarlas en su imagen corporal.
Mi intercambio con el mundo llegó al hogar: mi hermana se
hizo amiga de mis amigos; mi hermano novió con alguna de las chicas del famoso
campamento, y mamá preparaba comida para quien quisiera quedarse en casa porque
se le había hecho tarde…. En la Alianza Francesa tuve una profesora casi de mi
edad que aprendió Braille asombrosamente rápido para transcribirme los exámenes
y otros textos que necesitara leer; en la Alianza encontré compañeros espectaculares.
Los había de distintos países y de diferentes ideas; uno de ellos, un señor
catalán que venía a leerme los domingos es mi cuñado, es decir, el esposo de mi
hermana Bárbara (para nosotros Bita). Un señor belga me ayudó con latín cuando
debí rendirlo para ingresar a la Escuela de Magisterio y un señor austríaco
aprendió también el Braille para enviarme tarjetas cuando viajaba, cosa que era
muy frecuente estos contactos hicieron que mi profesora de francés dijera
graciosamente que yo había fundado la sociedad de “ex combatenti”... Por lo
demás, cuando salía del colegio, en vez de regresar a Rodeo de la Cruz, mi
pueblo que quedaba algo alejado del centro, iba a casa de una voluntaria cuyo
esposo era médico. Ella era transcriptora del flamante Centro de Copistas Santa
Rosa de Lima que todavía presta servicios en Mendoza. No sólo transcribía al
Braille sino que me ayudaba con las lecciones del colegio, aliviando en algo a
Bita, también me leía textos de filosofía oriental y algunas obras literarias.
Me acompañaba a las clases de piano o a la Alianza Francesa o a la Dante
Alighieri, escuela de italiano idioma que también se me ocurrió estudiar. Fue
tan generosa que en su casa me reunía con algunos amigos con los que debatíamos
sobre cuestiones religiosas y problemas existenciales, no olviden que era la
convulsa época de los años sesenta; ella debatía con nosotros y nos abría o
cerraba las cabezas. Los domingos que habían sido siempre días de trabajo
cambiaron de fisonomía: venía de visita un compañero de francés que, como
decíamos en aquellos lejanos tiempos, me arrastraba el ala y que para disimular
iba con algún otro AMIGO SUYO: ellos
me enseñaron a bailar. Debo confesar que no me atreví nunca a bailar en los
bailes del club a los que asistían mis hermanos, Fernando, así se llamaba, se
enojaba un poquito pero finalmente aceptaba mis condiciones porque a él tampoco
le gustaban demasiado esas reuniones. Después del primer campamento en la
montaña, vinieron otros jóvenes universitarios y, como era una época en la que
el folclore era el boom entre los jóvenes dejé de ser tan purista y aprendí a
tocar en el piano zambas, tangos y algún valsecito criollo que eran muy bien
cantados por algunos y algunas, claro, de mis compañeros andinistas. Fernando
prefería, y por cierto que lo hacía muy bien cantar las canciones de Charles
Asnabour, que no sé por qué, acaso ustedes lo adivinen, era las que más me
gustaban aunque no las tocaba en el piano. Él trabajaba en una librería
importante que organizaba presentaciones de libros o conferencias dictadas por
escritores mendocinos y eso me permitió conectarme, muy tímidamente pero con
mucho provecho con un ámbito que me fascinaba. Todavía no logro saber como me
alcanzaba el tiempo y como me iba bien en los estudios; sé dos cosas, que fue
un tiempo maravilloso y que debía, como lo fue, ser efímero. A pesar de que
tenía veintitrés años cuando inicié los estudios universitarios, recién en ese
momento en el que también inicié mi carrera docente me sentí, aunque joven, una
persona adulta, bueno, culta en la medida en que se puede llegar a serlo.
Les pido disculpas en primer término por alguna reiteración
debida a que soy la misma en todas estas comunicaciones. Y, en segundo término
porque a veces hago referencias que pueden no ser claras para quien no leyó mis
comunicaciones anteriores. Quiero hacer público mi agradecimiento a Elodia
Muñoz que fue quien sin proponérselo me otorgó la libertad que necesitaba para
abordar sin falsos pudores la problemática femenina. Si tienen el coraje y la bondad
de invitarme, en el próximo encuentro les hablaré de la experiencia en la
universidad y
A los que saben que siempre se me humedecen los ojos cuando
escribo, les digo que esta vez no sucedió. Por lo relativo a mi adolescencia
lloro un llanto de arena que me hace daño aún. Por el resto de este encuentro,
sólo sonrisas me provoca, de la formación de la familia que hoy es mi contexto
existencial.
Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.