Un regalo para Dios
Cuidadosamente preparaban el cumpleaños de
Dios buscando el regalo que pudiera agradarle o el objeto insólito con el que
sorprenderle. Muchas cosas, muchas le habían regalado ya en tantos años de eternidad,
pero eso no quitaba, no, para que siempre, siempre dieran con algo maravilloso
como: esas flores de fuego encontradas dentro del volcán extinguido,
inextinguibles, que tanto alumbraban en las noches de luna nueva. Aquellas
mariposas de coral de los mares de Marte. La caracola que Neptuno utilizaba
para oír sonidos de las simas submarinas más profundas. Un patinete
intergaláctico. Hasta una varita mágica del país de nunca jamás. Pero ¿qué le
regalarían esta vez? ¿Qué?
Acababan de servir el café cuando Campanilla,
muy acostumbrada a organizar fiestas, repiqueteó con vigor haciéndose oír:
--¡Atentos todos! ¡Un momento! Es el cumple de
Dios, ¿qué le regalaremos? Vamos, ideas.
Tiene
de todo.
Bueno
y qué, algo tenemos que regalarle ¿no os parece?
¡Faltaría más!
¡Naturalmente!
¿Qué
os parece el pañuelo de la reina de los mares?
Y ¿una
bolsa de canicas para jugar con la osa mayor en el gua de la estrella polar?
O
Platero.
¡Uuuum-burro! ¡Qué gracioso! no sé cómo no se
te ha ocurrido el Fantasma de la Ópera.
No es
ninguna tontería lo del burro, porque le encantan los animales y está deseando
tener un perro.
¡Aaaah!
Yo no
lo sabía.
Yo
tampoco.
Ni yo.
A ver
si ahora no sabíais nadie que Dios quería un perro.
Yo sí
lo sabía, pero es que es muy difícil; el perro que quiere Dios no creo que lo
sepa hacer el hacedor de perros porque sólo tiene modelos clásicos.
¿Qué
particularidad tiene que tener el perro de Dios?
Tiene
que ser de todas las razas; muy inteligente, capaz de comprender a Dios.
¡uuuuy!
Desde luego que vamos a tener faena, pero lo conseguiremos si Dios quiere un
perro, tendrá un perro.
Se lo
podemos encargar a un artesano.
¿Conocéis alguien a un buen artesano?
¡Sí.
Ssíííí!
Pinocho, carpintero artesano, hijo de un
carpintero artesano buenísimo que aprendió de su padre el oficio
maravillosamente, se comprometió a hacerlo: el lomo con viruta de ébano
resistente y consistente. Las patas ramas flexibles de abeto capaces de ir por
delante del viento. Los ojos dos gotas de miel que protegió con párpados de
blanda cera. Las cejas y las pestañas con pistilos de amapola. Tras afilar un
poco la cáscara de un coco le dio forma al hocico y le puso los dientes con
piñones sin pelar que blanqueó con unos toques de nieve recién caída. Las
orejas ¡ay las orejas! las recortó de una chaqueta suya que se le había quedado
pequeña, ¡preciosa! de terciopelo, negra y que estrenó en un cumpleaños de
Bamby. Al cumple de Bamby había que ir elegantísimo porque era un poco pijo:
quedaron tan suavecitas. Y quedaba el rabo. ¿Con qué lo haría? Piensa Pinocho.
Tenía que ser de un material que transmitiera energía, vida, sentimientos.
Entonces se acercó hasta el sol y le pidió, por favor, uno de sus rayos para
hacer el rabo. Gentilmente, el rutilante astro, le permitió que lo cogiera.
Pinocho contentísimo, lo redondeó bien y lo colocó exactamente donde
correspondía.
Increíble. Quedaron asombrados.
Es
justo lo que queríamos.
Seguro
que es este el perro que desea Dios.
¡Es
bellísimo!
¡Parece como sacado de un cuento!
¿Es
mágico?
A mí
me parece que le falta algo, -comentó el elefante tras observarle de cerca-.
¿El
qué? ¡si es perfecto!
--No,
ya sé, –volvió a decir el elefante-, le falta mi inteligencia, mi memoria para
ser perfecto y único. Pongo a su disposición estas cualidades mías; no me
duelen prendas. Se trata de un regalo para Dios y no hay que escatimar nada de
nada.
Todos
le dieron las gracias efusivamente. No cabe duda; sólo una inteligencia y una
memoria como las tuyas pueden estar a la altura de la de Dios.
Amanecía en paz a todo lo ancho y largo del
universo. Ni la teoría del caos ni el barullo cósmico perturbaban la calma de
aquella mañana. Muy temprano Dios, como acostumbraba, se fue hasta el quinto
pino, lugar desde donde le gustaba recibir la aurora. Y hacia allí, en alegre y
desordenado tropel, con el perro por delante, tal cual, sin envolver ni nada,
se encaminó todo el grupo a felicitarle cantando:
“estas
son las mañanitas que cantaba el rey David y hoy como es tu cumpleaños te las
cantamos a ti…..”
Nueva,
estrenada para ese día tan señalado, espléndida de esas que dan la vuelta a la
cara, era la sonrisa de Dios al divisarles en lontananza; en sus ojos no cabía
la felicidad y tuvo que colocarse alrededor de las cejas, en la frente, y de
pronto, cuando alguien no sé muy bien quién (pues todos lo intentaron al mismo
tiempo) levantó el perro para ofrecérselo como:
¡“este
es tu regalo de cumple”!
A Dios
se le deshizo el hatillo de la emoción: le temblaba la barbilla, abría y
cerraba la boca como tonto, sin saber qué decir, no daba crédito a lo que con
entusiasmo le olfateaba los pies, que ya se agarraba a sus rodillas trepando
por sus piernas.
--¡Oohhhh! ¡Lo que yo quería! ¡Lo que yo
quería! ¡Un perro! ¡Un perro así, precisamente así!
Y el
perro, cariñosísimo, le lamió la cara, le mordía suavito, cuando le levantó en
sus brazos. Pero, de improviso, ¡oh tragedia! se cree que, para marcar
territorio, con Dios hay que dejar las cosas claras desde el principio, el
perro, rápido, se deslizó hasta el suelo meándole los zapatos.
A Dios
le entró la risa y entonces todos respiraron aliviados viendo cómo se lo tomaba
a broma, riendo también a mandíbula batiente la gracia del animal.
Si
todos los cumpleaños habían sido buenos, aquél sería inolvidable, resultó
divino, aunque tratándose de Dios el que resultara divino no es de extrañar.
Claro.
Desde
entonces el perro y Dios siempre juntos a todas partes. Bien es verdad que en
alguna ocasión, mientras Dios dormía la siesta, se escapó con la Dama y el
Vagabundo y si no es porque ellos avisan.
¡Eeeeeeh! Que el perro está con nosotros
Se vuelven locos buscándole. Otras veces se
marchó solo organizando pifias tremendas, travesuras, travesuras que veréis: en
un descuido le escondió la prisa al viento, y el viento sin prisa ni era viento
ni era nada. Otra vez, se comió una bandeja entera de tocinitos de cielo que
Alicia había preparado para el té de las cinco. ¡Qué enfadada se puso! pues
cuando descubrió el desaguisado ya no le daba tiempo de cocinar nada y tuvo que
servir pastas ordinarias. Pero el colmo fue la pelota de cabello de ángel que
se hizo.
¡Bueno, bueno, bueno!
Fueron
muchas las quejas y Dios ya no pudo perderle de vista ni un instante, tuvo que
colocar una nube disuasoria delante de la puerta de sus aposentos cuando hacía
la siesta para impedir que saliera.
--¿Y
así toda una eternidad sin poder irme por ahí a contar a los 101 Dálmatas ni
poderles morder la cola a los cometas ni nada ni nada de nada? ¡Horror! ¡Qué
laaaaaarrrrgoooguauooo !
–Protestó el perro-.
--Qué
le vamos a hacer, la eternidad tiene sus desventajas. –Le dijo Dios-.
Y el
perro de Dios se aburría. Se aburría muchísimo. Y dormía. Dormía sin parar. Y
se entristecía cada día un poco más. Se entristecía.
Por
supuesto que a Dios, que no le pasa nada desapercibido, no se le pasó esto y,
tirándose al suelo a su lado le acariciaba, le rascaba la tripa diciéndole:
--¿Estás enfermo? ¿Quieres, quieres que te
cuente cuentos? ¿Quieres que no atranque la puerta con la nube? ¿Quieres ser
perro policía? ¿Quieres perseguir al conejo blanco? ¿Quieres un hueso de
dinosaurio para ti solito?
A todo
decía que no el perro de Dios con la cabeza haciendo un esfuerzo por sonreír
sin conseguirlo.
--¿Qué
te pasa, qué quieres pues? Te quiero mucho, no soporto ese rabo entristecido,
sin movimiento, inexpresivo como si fuera un mango, un mango de sartén.
Y el
perro, con los ojos muy abiertos, brillantes de lágrimas pero con firme voz le
dijo:
--Sólo
quiero ser perro guía un tiempo y volver a tu lado después.
--Si
es eso lo que quieres, sea. Ve a ser perro guía.
Y el
dueño de la luz, de la noche y las sonrisas vio feliz cómo todo se llenaba de
vida al recuperar su perro la alegría.
Picolisto.
Autora: ángeles
Sánchez Herrero. Madrid, España.