LA TÍA ROSITA JULIÁN.
Yo ya la había visto.
Yo sabía que dos días atrás la habían abierto. ¡Como para no saberlo! Si todos
los días me enviaban al almacén de esa esquina. Justo estaba en la vereda en todo
su recorrido medio… del lado de la avenida principal, sin protección alguna.
Los montículos de tierra a los costados, tan elevados, permitían diagnosticar
su profundidad.
Ella vino como cada
domingo por medio. Nos visitaba a menudo y hacía de abuela postiza… pues no
teníamos otra. Alegre, simpática, animada, nos traía bizcochuelos, caramelos,
alguna cosa o prenda tejida al crochet. Su bolso era maravilloso porque en su
amplitud, albergaba todo lo fascinante que un niño podía descubrir. Olía en su
interior a yuyos de cedrón y burro, pues nunca faltaban ramitas para llevarle a
alguien. Contenía Pañuelos, algún juguetito de cotillón obtenido en su visita a
un cumpleaños infantil de ocasión, su monedero, alfajores de vainilla o
“maizena”, las llaves del portón de hierro, de amplísimas rejas, que abrían su
residencia. Las llaves eran varias, sostenidas por la borla de acero de la
cadena de un tanque de baño antiguo, cuyo peso y volumen, permitía encontrarlas
con rapidez en el hurgado improvisado de su cartera.
Los domingos que
llegaba a casa, nos llamaba extraños, y decía que éramos de otro planeta, pues
llegaba a las dos de la tarde, y nosotros recién nos disponíamos a almorzar.
Para esas horas, la tía Rosita Julián, ya había comido su almuerzo, dormido la siesta,
se había acicalado rápidamente y partido de visita a casa. Cuando la
invitábamos a comer, riendo decía que su merienda era la comida al mediodía con
nosotros. Cuando apenas atardecía, y las campanadas de las iglesias en derredor
daban la hora de la oración, ella quería partir. No deseaba llegar a su casa en
momentos bien entrados en la noche pues vivía sola. En realidad tenía un hijo
adulto, con el que compartía su casa antigua en Guaymallén, pero, él tenía una
discapacidad mental, secuela de una meningitis adquirida de niño, y era poco
demostrativo en sus afectos con la madre. Poroto, trabajaba en un taller
mecánico como ayudante, y los sábados se bañaba, dejaba su overol azul y
grasiento para que la tía Rosita lo lavara y se dirigía al bar de la esquina de
su casa. En “El Bamby”, donde pasaba hasta altas horas de la noche, tomaba café
y jugaba a las cartas o al billar con amigos. La soledad de la tía Rosita era
relativa, porque todos los días, ella frecuentaba a sus hermanas quienes vivían
a dos cuadras, en la Francisco de la Reta, a la que llamaba “la otra casa”, y
siempre tenía amigas o familiares para visitas en su recorrido “siestero” o
vespertino. Las mañanas las destinaba a las compras en la feria municipal y a
las fábricas de galletas o a las de fideos. Los domingos eran sagrados para que
tanto en verano como en invierno, no faltare a la misa de las ocho en punto.
Eso hacía que en varias oportunidades, en las sobre mesas, la veíamos dormitar
en su silla junto a la mesa.
¡Ay, cómo recuerdo
sus anécdotas tan cómicas! Cada domingo, era inevitable reír en familia, a
carcajadas con sus aventuras durante los días de semana. Como serían para tanto
sus historias, que mi padre, no dudaba en preguntarle, qué nueva cosa le había
sucedido y ella ante esos interrogantes, se disponía de inmediato a contar un
nuevo episodio increíble, entre llantos y risas. Le molestaban las jovenzuelas
de antaño, cuando comenzaban a concurrir a las misas con faldas muy cortas,
colorinches en sus ropajes, hombros descubiertos y desprovistas de mantillas.
Narraba horrorizada, cómo el sacerdote mientras daba el acto litúrgico, podía
visualizar las bombachas coloridas de todas las mujeres sentadas en la primera
hilera de asientos. El modo como comentaba esas vivencias, eran monólogos
demasiado jocosos. Ni qué hablar de sus historias en la fila de cobro en el
banco, de su jubilación. Siempre evocaba sobre algún caballero de ocasión, que
intentaba pretenderla o seducirla… mientras su mirada brillaba con ojos muy
claros, que revoleaba en actitud picaresca ante tales comentarios. Esta vez nos
contó, cómo Desesperada gritaba lo que había perdido su monedero. Un hombre en
la misma fila, posicionado más atrás, le hacía señas marcando debajo de su
brazo en la zona axilar con su mano. Ella molesta, creía que el individuo le
hacía señas obscenas, y su enojo y desesperación se incrementaban aún más.
Hasta que el hombre, ya molesto, se le acercó y le mostró que el monedero que
angustiosamente buscaba, se encontraba debajo de su brazo izquierdo, presionado
fuertemente contra su cuerpo perdiendo la conciencia de tal acto. Esas
situaciones, como muchas más cada domingo, en comentarios como los de bombachas
compradas en una barata, de calidad muy ordinarias, y percibir mientras
caminaba por las calles, que los elásticos de la cintura, se aflojaban, se
soltaban y ella sentía caer su ropa interior al piso. Sin poder hacer más nada,
en esa ocasión, las dejó caer sin más, levantando una pierna, luego la otra
dejando su seña colorida en el suelo de la vereda en pleno centro de la ciudad
atestada de gente. Las carcajadas de mi padre, y la alegría familiar en la
sobremesa, eran únicas, imposibles de olvidar en una infancia carente de
divertimentos o más familiares para compartir. Pasar vacaciones, aunque sean de
solo quince días, en su casa, fue tanto para mi hermano como para mí, un alivio
infantil. Era poseedora en su caserón inmenso de adobes vigados y elegante,
repleto de ventanas, rejas, puertas de arcos de medio punto, y portales con
vidrios cristaleros biselados, de un galpón grande ubicado en la parte
posterior del jardín del fondo. Ese saloncito de pisos de cemento, lavandería,
calefón a leña, armarios, mesas y sillas, tenía puertas y ventanas. Estaba
detrás de las pajareras donde al menos cincuenta canarios coloridos trinaban a
estridentes sonidos mientras nos cobijaba la sombra de dos damascos inmensos.
Al lado del galpón, había un gallinero con dos habitáculos, repletos de
gallinas y dos gallos separados ambos por dos portezuelas. En varias oportunidades,
nos enviaba a retirar huevos, cosa que nos molestaba, pues las gallinas nos
picaban los pies descubiertos, siendo más sencilla esta tarea en invierno. El
galpón, poseía además de los roperos de maderas gruesas y macizas de luna muy
grandes, un arcón de cuero flor, con candados. Todos estos armarios, contenían
abrigos pesados y gruesos, como sobretodos, tapados y sombreros de paños y
fieltros antiguos. Probablemente estos ropajes, que usábamos de disfraces,
pertenecían a diversos ancestros familiares, de a fines del siglo XIX y
comienzos del XX. Además tenía cajas con colecciones de estampas, y postales,
de todos los países, con notas escritas en letra inglesa, a pluma, de
familiares quienes describían paseos en barcos, y travesías por distintos
recorridos europeos fechados en el 1.900. Otra cosa que nos fascinaba a mi
hermano y a mí, era sus colecciones de hules coloridos. Su marido fallecido,
había tenido varios negocios, entre los que contaba con una agencia de
automóviles Ford, a principios de la década del cuarenta, como también
representaciones en fábricas de hules. Los diseños más vistosos se veían en
esos muestrarios que nos hacía perder en imaginaciones. Ella se encargaba de
alegrarnos la infancia, con disfraces, y nos hacía representaciones teatrales
con títeres que fabricaba, inventando historias jocosas y números de magia,
para nuestra edad. En una aparador muy grande de su espacioso comedor, donde
repicaba rítmicamente su reloj cucú, guardaba muchos frascos de un kilo, de
dulces de damasco, de la producción del año. En otro bargueño del mismo salón,
tenía sus juegos de porcelana con bordes ondeados de oro, y su botellita de
Fernet, como bajativo en casos de indigestiones. También era poseedora de una
tortuga muy grande, que aparecía en verano, haciendo rodar sus huevos estériles
debajo de los muebles, semejando a pelotitas de ping pong.
Ella nacida en el 1.904, para muchos figura
inolvidable, pues la tía Rosita Julián fue para Guaymallén, un pedacito de
historia regional y provinciana.
Ese domingo había
sido diferente. Ella me había pedido a mis padres, para pasar las vacaciones de
invierno que recién comenzaban. En ese domingo, en el mes de julio, se habían
hecho las nueve de la noche esta vez, pues mi madre se demoró preparando un
bolso con mis ropas, y yo me retrasé, en la preparación de mi maleta de la
escuela, para poder hacer las tareas y prácticas que nos daban para las
vacaciones de antaño. La tía se encontraba nerviosa y apurada. Salimos a la
calle casi corriendo y ella sin soltar mi mano. Al llegar a la esquina, vimos
pasar lentamente el trolebús, ómnibus eléctrico que nos dejaría en el centro y
donde tomaríamos luego otro igual para Guaymallén. Ella no se resignaba a
esperar otra oportunidad. Quería apresurarse para alcanzarlo y no lo pensó
siquiera. Conmigo tomada fuertemente de la mano, con los bolsos y yo mi maleta
en la otra, emprendimos la carrera.- ¡Trole! ¡Troooleee!-. Gritaba en la
oscuridad solitaria de la noche helada. Todo sucedió demasiado rápido como para
describirlo por etapas…aunque supongo las hubo. Solo recuerdo el haber tragado
mucha tierra y el captado cascotes cayendo sobre mis gruesos anteojos. Se
produjo un silencio que sentí casi como eterno. Hacía mucho frío y la soledad
nocturna de las calles era inevitable. Después de minutos de los que resultó
imposible saber cuántos, sentí que me preguntó desde abajo mío, si yo estaba
bien. Solo respondí que me sentía sobre un colchón, pues su cuerpo yacía
tendido debajo de mí. Nos incorporamos y mientras escupíamos mucha tierra y nos
sacudíamos algo, fue desagradable darnos cuenta, que el borde superior de la
libertad, se alzaba por encima de su cabeza y que la zanja tendría al menos dos
metros de profundidad. Corrió por dentro gritando: -¡Socorrooo!
¡Socooorrooooo!- Nadie respondió en la inmensidad de la noche gélida. Fue una
suerte que un joven pasara rápidamente por el borde de vereda embaldosada que
quedaba entre la abertura y la pared del caserío. Extrañado, observaba absorto
a la anciana gritar desesperada y a una niña llorando desde dentro de una honda
zanja abierta en esa vereda. Hizo un esfuerzo poderoso para levantarnos desde
lo profundo. Cuando mi madre abrió la puerta de casa, ante nuestros golpes al
tablero de la misma y ante los gemidos insistentes, recuerdo su rostro
asombrado y su boca abierta. Los cabellos de la tía, repasados por mi madre
antes de salir, estaban desgreñados, repletos de tierra y levantados, su tapado
negro estaba tan terroso que hubo que sacudirlo en el patio de casa. Nos fueron
propinados cepilladas, peinadas, lavadas, y tesitos de tilo para nuestra calma,
junto con las consabidas aspirinas de la usanza antigua obligatoria, ante los
dolores y lesiones traumáticas. Nos dolía todo… pero ella sacó la peor parte.
Pues cayó con su mayor peso al fondo y yo encima de ella. Mi contento era no
haber roto mis anteojos gruesos, pues sin ellos la visión era nula. Sus
cristales tallados eran demasiado onerosos y difíciles de conseguir. Además,
siempre sin dinero en casa, no los tendría por varios meses, con el riesgo de
perder el año de escuela. Mis recuerdos épocas atrás de un suceso similar, en
el cual jugando golpeé mis cristales con el filo de la arista de un ropero,
estando tres meses sin asistir a la escuela, me provocaba mayor angustia.
Finalmente, mi padre sacó de sus bolsillos algo de dinero para un taxi y se fue
hasta la esquina para buscarlo. Esa noche la pobre tía, lloró bastante de
dolor. Hematomas grandes cubrían su cuerpo anciano. Más se asustó cuando
orinaba con sangre durante los días posteriores. Mas quedó como una anécdota
más. Toda la vida de la tía Rosita, eran anécdotas en seguidillas, pues su
ansiedad, su personalidad impetuosa, su ingenuidad, su actitud atropellada,
impulsiva y alegría contagiosas, viven aún en mí. La tía Rosita Julián mantiene
su recuerdo albergado en mi alma, desde mi infancia y…para siempre.
©2015–Renée Escape.
Autora:
Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina