HISTORIAS DE UN VIEJO
CASINO.
Confieso que estoy
completamente agotado con tanta crítica política realizada últimamente. Lo he
manifestado en alguna ocasión y lo repito: la práctica del espíritu crítico, tan
cartesiana ella, debe empezar por la propia autocrítica. Dicho está. Y en el
presente momento de cansancio vienen a la mente una serie de simpáticas
curiosidades, a manera de simples hechos ocurridos en la cotidianeidad de la
vida.
Resulta que más que mediados
los años setenta del pasado siglo, cuando la todavía España se dirigía confiada
hacia un ilusionante futuro, cuando Manolo Rodríguez Bueno, con gran visión
reformista de la realidad, intuía, meditaba y creaba la Asociación “Amigos de
La Palma”, aquel proyecto realista en el que colaboramos tan buenos amigos,
cuando la revista “Corumbel” iniciaba su andadura…; el que esto suscribe era,
además, Corresponsal local del diario ABC de Sevilla. Recuerdo que, por
aquellos días, recibí un escrito del jefe de corresponsales en el que sugería
enviara información sobre la situación del Casino de La Palma, carta que,
simultáneamente, fue enviada a los corresponsales de los pueblos más punteros
de toda Andalucía. La verdad es que nuestra respuesta, plasmada en sendos
artículos, fue coincidente. Los Casinos se hallaban en pleno declive fruto del
cambio patente que la sociedad en su conjunto estaba experimentando, lo que se
traducía en descenso en el número de socios, bajas constantes de los mismos y,
principalmente, falta de interés de la nueva juventud, a lo que ya empezaba a
no entusiasmarle entrar en sociedades caducas. Por consiguiente disminuyeron
los ingresos por cuotas, decayeron las actividades culturales o lúdicas y, la
práctica totalidad de los ancianos Casinos, salvo honrosas excepciones,
penetraron en ese estado vegetativo antesala, más o menos prolongada, de segura
desaparición.
Si alguno de los lectores
del Condado ha visto representada alguna vez la genial comedia de Carlos
Arniches titulada “La Señorita de Trevélez”, seguro que podrá relacionar el
ambiente de romas pesadas de Casino que en dicha obra se refleja, con el relato
de este hecho que tuve ocasión de presenciar.
Calculo que sería a comienzos de los felices
sesenta, aquella “década prodigiosa” de lento despertar social y divertidos
guateques juveniles. Unos jóvenes de apenas diecisiete años, recién “apuntados”
socios, nos encontrábamos charlando alrededor de una mesa del gran salón
central. En la camilla contigua un grupo de maduros señores parecían tramar
algo entre cómico y misterioso. Como la curiosidad juvenil no tiene límites,
intrigadísimos, dirigíamos toda nuestra atención hacia la “conspiración” de tan
sesudos varones.
Debo decir que eran días
previos a la Semana Santa y sobre algo relativo a ella discutían nuestros
vecinos. El caso es que hablaban, sin duda, de gastar una broma a un amigo
–cuyo nombre omito, así como el de todos los bromistas contertulios-, miembro
muy principal de la Junta de Gobierno de una de las Hermandades de nuestra
Semana Mayor. Se mostraba, aquel buen señor, muy preocupado porque no
encontraba banda de música para acompañar a los pasos de su querida hermandad
por lo que uno de los conversadores, aprovechando la ausencia del sujeto de
este verídico relato, propuso una ingeniosa acción, aceptada con entusiasmo por
todos: “Cuando venga por aquí le damos un papelito con este número de teléfono
para que llame desde la cabina del Casino y le decimos que pregunte por el
maestro trompeta”. La pega consistía en que el citado numerito telefónico
correspondía al de una casa de señoritas, ya me entienden, de no muy buena
reputación. No se hizo esperar el preocupado capillita al que, nada más llegar,
el portavoz o cabecilla de los “peligrosos” burladores le hizo entrega del
preciado documento, dándole todas las instrucciones de lo que debía hacer y
decir. Deshaciéndose en agradecimientos, el recién llegado marchó directamente
hacia el lugar indicado –cabina- seguido inmediatamente por el pleno de los
guasones con cara de circunstancias.
-“¡Oiga!, ¿es la casa del
maestro trompeta? Puedo asegurar que la exclamación de la “señora” al otro lado
de la línea no es para ser transcrita, pero sí ser imaginada por los
inteligentes lectores. En aquel preciso momento estalló la hilaridad, cambió la
cara del burlado, mientras los chistosos le daban palmadas amistosas en la
espalda animándolo: “¡C…!, ¡no te pongas así, ha sido una simple broma”. La
cosa concluyó con unas copas en el bar del centro, desde luego, invitando los
bromistas para aplacar la lógica ira del engañado.
Esto ocurrió “antihié” –como
se dice por estos pagos. Hoy se gastan otro tipo de bromas. Eso sí, en otros
lugares y de mucho mayor calibre. Más que bromas hay cosas que están pasando
que parecen pesadillas.
Autor: José
Mª Dabrio Pérez. Huelva,
Andalucía, España.