ENCUENTRO.
Cuando recibí la invitación a participar nuevamente en la
revista, hecho que me alegró profundamente, decidí que esta vez sí enviaría un
artículo mesurado, analítico, ordenado en su secuencia temporal, coherente y
desapasionado. Debo confesar, no sin pudor, que lo intenté y que me sirvió para
comprender el valor y la dimensión de los cambios que el manejo informático ha
producido en mi modo de trabajo. Tuve una destreza significativa para
desempeñarme con la máquina de escribir común pero nunca me sirvió para
expresarme en lo creativo: no me hacía bien tener que depender de alguna
persona para ir releyendo. Trabajaba en Braille y luego transcribía en la
máquina. Muchos de esos trabajos nunca fueron pasados a tinta y finalmente se
perdieron, por desaliento, por falta de tiempo o, no es posible negarlo, por
pereza. En estos días previos en los que nada de lo que escribía me conformaba,
realicé ese acto supremo de libertad que para mí es borrar. Para dar con
una comparación más o menos acertada, diría que escribir en Braille es como
esculpir en mármol; lo hecho es muy poco susceptible de ser corregido. Escribir
en la computadora es como moldear arcilla, con sólo mover las manos la esfera
se transforma en una manzana y la manzana en un racimo de uvas…. Sin embargo,
fuerza es reconocer que no me es posible escribir un poema directamente en la
computadora. Los versos viven conmigo: riegan una planta, pican una cebolla o
se estiran para colgar alguna ropa en el alambre; andan mi casa y conocen el
sabor de una mamadera y el peso tibio de un infante dormido. En el momento de
sentarme el poema ya está escrito. No hay correcciones: debo admitir que esta
manera de vivir las letras hace que me sorprenda por lo bueno o lo malo que un
poema puede ser. Lo advierto cuando lo leo un tiempo después, porque, eso sí,
apenas queda en el papel se va de mi vida y me encuentro con él descubriendo
cosas que a veces me resultan entrañables y a veces me angustian como me
angustia el dolor de un ser humano al que apenas conozco.
Como había indicado en la comunicación anterior, iba a
abordar con menos auto referenciación el tema de la inclusión. Y, en efecto lo
hice, comparé la inclusión con la integración escolar que fue el boom en las
décadas de los sesenta y de los setenta en el siglo pasado, intenté hablar
sobre los aspectos psicológicos y sociales de ambas concepciones educativas: lo
intenté, y, en ese supremo acto de libertad del que ya les hablé, borré, borré,
borré. Un intento era demasiado optimista y comprobaba que no resistía el
análisis de la realidad con la que me enfrentaba, otro intento me parecía
demasiado pesimista y no quería compartirlo.
Debo aclarar que aunque tengo algunas referencias de lo que
sucede en otros lugares, por razones de seriedad me ocupo sólo de lo que me
consta de manera directa, es decir, de lo que me es dable observar en mi
provincia que es de algún modo bastante cercano a lo que sucede en mi país. No
sé cuál es mi verdadera intención, acaso sea la de denunciar algunas cosas con
la esperanza de que alguien pueda rectificarlas al menos en parte, claro, no
soy tan ingenua como para pensar que eso pueda ocurrir. Acaso, supongo que eso
es lo más verdadero, al escribir estas cosas, es que esté buscando compartir
con ustedes mis tal vez inútiles preocupaciones. De todos modos, creo que poder
contactarnos a través de una revista digital, ya nos convierte de alguna manera
en privilegiados y eso entraña una responsabilidad, la de no callar lo que
sabemos.
Nadie puede negar que la discapacidad visual trae aparejadas
severas dificultades, nadie debería poder negar en estos tiempos que a pesar de
esas dificultades quienes la padecen pueden, merced a sus capacidades
restantes, a su esfuerzo personal, a una preparación adecuada a sus condiciones
y a sus necesidades y a la aplicación de buenas políticas en educación,
rehabilitación y oportunidad de empleo pueden, decíamos, alcanzar
mayoritariamente un nivel de vida individual y comunitaria mucho mejor del que
hoy alcanzan. Estoy persuadida de que los límites que impone la discapacidad
podrían correrse significativamente si cambiara de raíz la concepción
antropológica en la que se inscribe la concepción imperante sobre la
discapacidad que de ella emana.
La escuela de ciegos de mi provincia tenía, como casi todas
las escuelas de aquellos años, régimen de internado. Algunos niños volvían a
sus casas los fines de semana, otros, los que vivían más lejos sólo regresaban
con su familia en vacaciones. Los afortunados que se domiciliaban a menor
distancia del colegio pasaban en él una jornada de doble escolaridad pero
volvían a sus casas todos los días. La institucionalización es siempre dolorosa
y, aunque vinieran de hogares muy carenciados extrañaban su lugar, un lugar al
que debían renunciar durante gran parte de su infancia.
Por la mañana cursaban las asignaturas correspondientes al
nivel primario y, después del almuerzo recibían clases de manualidades, música,
y, una cosa informe que nunca fue real y que se denominaba pomposamente
“actividades de la vida diaria”. No puede decirse que hubiese maltrato físico
pero sí puede afirmarse que salvo honrosas excepciones que se manifestaban en
docentes de probado sentido común y de vocación robusta, ni los intereses de
los niños ni las necesidades particulares derivadas de su ceguera, ni, eso ya
hubiese sido un lujo, esa peculiaridad que proviene de ser un niño ciego, con
una historia y un origen, con esperanzas y miedos no expresados, jamás fue
tenido verdaderamente en cuenta. Sin embargo, de esto nos ocuparemos más
adelante, hubo diferentes épocas y etapas marcadamente distintas.
Como se dice que para muestra basta un botón, para mayor
claridad y aunque esta nota quede algo salpicada, voy a ensartar algunos
botones a fin de que se comprenda cuanto acabo de enunciar.
Se les enseñaba piano por años a chicos que vivían en zonas
rurales, en viviendas carentes de los servicios básicos y que acaso con mucho
esfuerzo lograran comprarse una guitarra o una flauta. A las niñas no se les
explicaba nada respecto de la menarca pero se las abochornaba si ”manchaban la
ropa”.
En las excursiones didácticas se les hacían tocar durante
dos o tres horas las más dispares piezas de un museo y luego, se quejaban
porque “los alumnos no sabían recordar bien lo que se les había mostrado”, a
nadie se le ocurrió pensar que el sentido del tacto se satura si se lo somete
ininterrumpidamente a sensaciones contradictorias y que en muchos casos
resultan, por textura, por dureza o por desconocimiento previo de lo que se
tocaba, francamente desagradables. Como compensación a veces se les ponía algo
en la mano con la advertencia: cuidado no lo toques que se va a romper….
La no permanencia en el internado ha dejado de lado algunas
de estas tristes experiencias pero las experiencias estrictamente pedagógicas
no han variado, al menos, no para bien.
Los niños ciegos con los que he tenido contacto últimamente,
preguntan por alguna característica del objeto que se les intenta mostrar, esa
característica es por lo general, de qué color es; sería fantástico si además
preguntaran por otras características o se interesaran por tomarlo en sus manos
pero eso no ocurre. Casi todos estos pequeños que no asisten a la escuela
especial excepto para recibir algún apoyo escolar, son hijos ya no de la radio
que al menos explicaba, sino de la televisión frente a la que permanecen por
horas sin que nadie contextúe lo que sucede en la pantalla. No puedo dejar de
preguntarme cuánto capta un niño sin vista de dibujos en lo que el texto no
secuencia ni describe imágenes y que para colmo es dicho por voces deformadas
que desde luego son acordes a las situaciones de la historia, es decir, son
acordes a personajes que el niño no puede ver. Entonces, dirá más de un lector,
los chicos ciegos deben estar al margen, no, por supuesto, admitiendo que
necesariamente habrá un vacío, se pueden hacer sesiones en las que se les
explique a los pequeños algo sobre la historia, en la que se represente el
personaje aclarándoles de la mejor manera posible que esos personajes no
siempre responden a lo que son en realidad, esto, claro está, es válido para
esos personajes desproporcionados y con atributos que son aditamentos derivados
de la situación en la que se mueven esos personajes. Esto es muy relativo y
bastante riesgoso para la conformación de un contexto real que ya de por sí es
difícil de armar para un niño ciego. A veces renunciar a algo tan complicado
como los dibujos animados para trabajar con historias en las que la narración
permita una comprensión cabal de su sentido y con la posibilidad de poner en
las manos del niño elementos pertenecientes a la historia y cuya simplicidad de
forma y cuya textura agradable impulse a querer más…. Nadie aprende ni disfruta
si está tan alejado de la fuente de su aprendizaje o de su goce. No dejemos de
lado el hecho de que si las representaciones, pongamos por caso, de un pájaro,
de una flor, de un muñecote o de una fruta son gratas al tacto y respetan las
condiciones que deben reunir para ser también gratas a la vista, los chicos que
ven disfrutarán con su compañero de las historias, que acaso tengan que ser un
poco menos disparatadas pero que serán probablemente, por requerimiento propio
de las circunstancias, un poco más bellas, más imaginativas por provenir de la
fantasía y no de la tecnología.
En fin, perdón por el
excursus: se me agolpan los sueños que tengo respecto del modo de incluir de
verdad a los chicos ciegos sin desmedidas exigencias y sin desnaturalizar sus
posibilidades ni incrementar innecesariamente sus limitaciones,, y me olvido de
que esto es una revista y es necesario conservar un cierto hilo en la
exposición. Ya retorno al tema, gracias.
El internado comenzó
con la escuela en 1958 y fue cerrado en 1998. No es poca cosa pensar en la
cantidad de personas ciegas que pasaron por él. Por haber sido maestra de
muchas de esas personas y por el hecho de que su permanencia en el colegio era
en la mayoría de los casos de siete u ocho años, conozco la evolución vital de un
número importante de ellas. La misma tarea docente hizo que también haya
mantenido contacto con esas otras personas que concurrían a la escuela sin
vivir en ella. He sido testigo de las primeras integraciones. El universo de
una provincia como Mendoza, aunque esté incrementado por el conocimiento de
algunas personas que venían de provincias vecinas, es desde luego pequeño pero
se torna significativo por su permanencia en el tiempo; en apoyo de mis
apreciaciones debe tenerse en cuenta que me inicié como alumna en la escuela,
que comencé mi labor docente en 1966 y que me jubilé precisamente en el año en
que se cerró el internado. Vivo a tres cuadras de la escuela y por esa razón no
es infrecuente que aún hoy se acerque alguna familia a buscar alguna orientación:
si lo están pensando están en lo cierto. Soy material de consulta… ¿será por mi
ancianidad? Esta hipótesis me hace sonreír. Mi hija dice que soy parte del
folklore, y, en una de esas tiene razón. Yo creo que además de mi edad tiene
que ver el hecho, para mí bastante triste de que ninguna persona ciega haya
decidido abrazar el magisterio. No puedo creer que en nadie se haya despertado
la vocación por la docencia, más bien creo que quienes podían pensar en esa
opción supieron lo difícil que me resultó perseverar. Sólo un joven, muy capaz
y muy inteligente realizó los estudios pertinentes para ser maestro: recuerdo
que lo acompañé a la Escuela Superior de Magisterio y me dijeron textualmente
las autoridades “sabíamos que era riesgoso dejar que te recibieras porque te
ibas a poner como antecedente”. Este joven terminó la carrera y me dijo que,
como él sabía algo de música no iba a postular para maestro de grado; eso
exigía demasiado sacrificio…. Ya no está con nosotros; no me es posible
culparlo puesto que tenía razón, pero, como les conté en nuestro primer
encuentro para mí ser maestra era una elección existencial y frente a eso no
hay mérito: las pasiones no pueden suprimirse a voluntad de quien las padece,
sí, creo que por las pasiones que se padecen, muere el corazón humano y para
ellas vive. El hecho de que acabo de hacerlos partícipes es una prueba de la
falta de inclusión. La ceguera no es un motivo para querer ejercer la docencia
con niños que no ven, es verdad, pero tampoco tiene por qué ser un impedimento.
Las trabas que se me imponían cuando ya estaba trabajando eran de índole
administrativa: había que anotar en una planilla cuadriculada la asistencia de
los alumnos que, en el mejor de los casos llegaban a seis o siete; presentes,
ausentes, total, no más de dos minutos, pues bien, se les dijo a mis compañeras
que no lo hicieran por mí, yo “debía asumir las responsabilidades inherentes a
mi cargo….” Nadie se enteró de cuantas copias mal escritas en Braille corregí a
pedido de mis compañeras, tampoco nadie se enteró de que mientras en más de un
aula los chicos no recibían un mapa, o, a lo sumo recibían uno para todos, yo
gastaba la tercera parte de mi sueldo para pagarle a una secretaria el material
didáctico que quedaba en la carpeta de cada alumno.
No, no cuento estas cosas por resentimiento, si lo sintiera
no las contaría. Lo hago porque creo que la inclusión es mucho más que
permitirle a una persona que esté en un lugar o que ocupe un cargo: es darle la
posibilidad de que esté plenamente en ese lugar y pueda desempeñar su cargo con
solvencia y con la tranquilidad de saber que no se está esperando su fracaso
sino su éxito. De todos modos no creo que las funciones propias del cargo
docente sean las que se me cuestionaban…. Por fortuna conté con el respeto y el
afecto de casi todos mis compañeros de trabajo. Sucedían cosas curiosas: no me
permitieron nunca trabajar en atención temprana y la docente que tenía la
sección a su cargo solía traerme los bebés para que los calmara cuando estaban
demasiado angustiados; eso sí, más de una vez se quejó porque mientras metía su
manita en mi boca y la soltaba para que tuvieran la vivencia de que las cosas
aparecen y desaparecen, o los arrullaba poniendo mi mejilla contra la suya y
todo su cuerpito contra el mío, solían dormirse…. Si estuvieran conmigo sabrían
que tengo los ojos húmedos. Más de una vez he pensado en estos chiquitos cuando
tengo en los brazos a uno de mis nietos. Tampoco se me permitió trabajar en
integración, y, sin embargo me hice cargo de dos integraciones, una de cuarto
grado y otra del último curso de primaria a pedido de los padres de las niñas.
En ambos casos el trabajo mancomunado con las maestras de la escuela regular
fue magnífico, yo aprendí mucho sobre las necesidades de los chicos y sobre la manera
en que entendían la ceguera, y ellas pudieron evacuar con un ciego adulto que,
precisamente por serlo tenía la posibilidad de verbalizar sus requerimientos y
sus dudas; por lo demás mi relación con las niñas integradas y con sus familias
estaba muy consolidada y eso favoreció un intercambio de experiencias realmente
inclusivo. En el caso de la pequeña de cuarto puedo garantizar que la inclusión
resultó verdadera y natural. En el caso de la otra niña la inclusión fue
sostenida “in vitro” por decirlo de algún modo: la alumna había estado
integrada a presión por las relaciones de su familia con el colegio privado en
el que habían cursado el ciclo primario las tres hermanas mayores y la
situación era francamente insostenible puesto que la pequeña portaba una
deficiencia cognitiva y afectiva muy marcada: el colegio no quería que egresara
con un certificado completo pues en el colegio nadie ignoraba que no se habían
alcanzado los contenidos mínimos para dar por concluido el nivel primario.
Mantuve largas charlas hasta que convencí a las autoridades de que la
responsabilidad les competía a ellas por haber dejado que la niña avanzara
curso tras curso sin la solvencia requerida y no les cabía el derecho de
expelerla de la institución al final de su ciclo escolar de siete años. Hablé
con las compañeritas, ya adolescentes y logramos entre todos que no se
incrementara inútilmente la cuota de sufrimiento y de frustración de una
jovencita cuya escolarización había sido mal implementada desde el comienzo, en
parte, situación nada infrecuente, porque la familia no quiso aceptar nunca que
la ceguera no era la única discapacidad de la pequeña y mucho menos que no era
la más importante en cuanto a sus fracasos de aprendizaje, en parte, porque
tanto los docentes de la escuela especial como los de la escuela común no
quisieron asumir el costo de enfrentar a la familia con una realidad muy dura
sí, pero con una realidad que asumida hubiese sido menos dura y especialmente
menos frustrante para una pequeña que por estar sometida a sobre exigencias
inútiles no vivió su infancia.
La inclusión, la verdadera inclusión es un hecho muy
complejo. Cierto es que los niños que cursaban el nivel primario en la escuela
especial carecían de un contacto permanente con chicos de su edad que no tuviesen
dificultades visuales esto no era bueno, pues no resultaban suficientes los
encuentros esporádicos que se realizaban con niños de las escuelas comunes de
la zona. Esa falta de contacto traía desajustes en el comportamiento social de
los niños. Pensé que la asistencia a establecimientos regulares solucionaría
estos problemas pero hasta donde sé no ha sido así, no al menos en la medida
deseable. Ocurre que, al no confrontar su performance con ningún niño que
utilice las mismas estrategias que ellos en la lectura, la escritura, el
cálculo y el reconocimiento de materiales requeridos por las asignaturas de
primaria, los chicos no conocen su real potencial ni constatan sus aptitudes en
un plano igualitario. Viene a mi memoria una situación que me sirvió de llamado
de atención sobre estas cuestiones: una pequeña que cursaba segundo grado no
podía ser evaluada en lectura en voz alta; escondía las manitos debajo del
banco. Preocupada su mamá la trajo a casa una tarde: después de jugar mucho
rato con ella y de leerle un cuento me preguntó cómo podía yo leer si sólo
podía leerse con los ojos. Le pregunté si ella no leía y me dijo que no, eso no
era leer porque se hacía con las manos.
Entonces me interrogué acerca de cuántas cosas los niños
tenían una idea equivocada de la que los adultos ni siquiera nos percatábamos.
Esto no sería un problema insoluble si se arbitraran los medios para que los
niños que concurren a escuelas comunes tuviesen reuniones regulares con niños
ciegos de su edad para que en encuentros programados pudiesen compartir sus
experiencias, sus dudas y sus logros. He observado con pena que niños que han
cursado desde el nivel inicial en escuelas comunes se reúnen casi
exclusivamente con personas ciegas. Es como si quisieran encontrar algo de sí mismos
o como si la exigencia a la que se sintieron expuestos los hubiese desbordado.
El desajuste social que se trató de evitar se presenta con significativa
frecuencia en la adolescencia y en la primera juventud. Las referencias que
hacen a su época de escolarización siempre se refieren a vivencias de soledad y
de frustración. En la actualidad tengo menos ocasión de hablar con los papás de
niños que estén cursando ahora su nivel primario pero observando las políticas
educativas generales de mi provincia y las políticas que se desarrollan
respecto de la discapacidad no albergo demasiadas esperanzas en que se hayan
producido cambios importantes y favorables en lo relativo a la problemática
social de los niños ciegos.
Si me lo permiten, me agradaría referirme brevemente a lo
que indiqué como épocas distintas en lo relativo al internado de la escuela.
El edificio en que comenzamos a desarrollar las actividades
escolares era una vieja casona que carecía de las comodidades casi
indispensables para el normal desenvolvimiento de la vida y de la
escolarización de los alumnos, pero, tenía las cualidades de una casa. Se
contaba con un solo cuarto de baño y era necesario hacer obras de ingeniería
para que todos se higienizaran en forma conveniente. Las aulas eran por la
noche dormitorios. Recuerdo haber impartido clases con una pequeña acostada
porque padecía anginas…. Hablábamos despacito para no molestarla y sin embargo
lo que ella, hoy ya mujer madura recuerda es que yo me acercaba a cada ratito
para tocarle la frente o darle algo de líquido y que los compañeritos se
ocupaban de traerle alguna cosita rica….
Ese viejo edificio en el que se desarrolló la primera etapa
se parece extrañamente a todas las casas en que yo he habitado, incluso a la
casa en la que ahora vivo y en la que querría morir (dentro de unos siglos,
claro). Se entra por un zaguán o por la sala y a lo largo de una galería, de un
corredor si se prefiere están dispuestas las habitaciones. En las casas algo
más nuevas, digamos de los años treinta o cuarenta, el cuarto de baño está
entre los dormitorios pero en las más viejas, como era el caso de la escuela
estaba al fondo en un patio trasero. La galería daba a un patio de tierra en el
que había un granado y un árbol de kinotos; no faltaba el horno de barro. El
comedor era grande pero no enorme, esto quiere decir que los chicos se sentían
en las horas de las comidas como una familia numerosa. Lo que faltaba en
confortabilidad se ganaba en calidez. Las primeras directoras, con sus más y
sus menos querían a los chicos. Y a mí, si bien les costó aceptar la presencia
de una maestra ciega, terminaron por respetarme y creo que, como yo a ellas, me
cobraron cariño. Lo bueno de esa época era que, como había dos profesores de
música ciegos que a su vez eran dirigentes de la asociación de ciegos, se
ocupaban de que los chicos más grandes aprendieran algún oficio, escobería,
colchonería, fabricación de trapos de piso, mimbrería, lo tradicional por
supuesto, pero los chicos recibían una pequeña remuneración y como la producción
en serie no había hecho sus maravillas y sus estragos, podían colocarla. El, o
por lo menos uno de los años más bonitos de mi carrera docente tiene que ver
con esto. Para que los jóvenes pudieran ir a los talleres por la mañana y
cursaban ya los últimos grados, debían trasladarse las clases al turno tarde.
Las docentes que llevaban esos cursos tenían niños y no querían, por razones
lógicas cambiar de turno. Yo era aún soltera y aunque me perjudicaba para mis
estudios universitarios pensé que era una buena ocasión para trabajar con
adolescentes.
Eran cuatro varones. Regresaban de los talleres transpirados
y contentos, almorzaban volando y comenzábamos las clases: en lengua
presentaban los informes de lo que estaban haciendo, sus problemas y sus
proyectos, y yo les buscaba, transcribiéndolo al Braille en copias
individuales, relatos que tuviesen que ver con sus inquietudes personales,
aunque, y sorprendentemente les gustaba la poesía; geometría iba sobre rieles
porque su trabajo les daba una solvencia importante en la concepción y en la
representación de forma; lo mejor eran las clases de cálculo, allí se ponían
como leones comparando el costo de los materiales con el precio al que podían
vender lo que fabricaban y el porcentaje de ganancia que podrían obtener…. Los
otros conocimientos entraban un poco a presión pero en fin, negociábamos…. Nada
comparable a los recreos en tardes templadas: Ignacio, un muchacho algo
aindiado que venía de no se sabía muy bien donde y con un origen que no conocí,
era, como dice Machado, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Tenía un
escaso remanente visual que utilizaba para ayudar a sus compañeros, y, de modo
especial, para hacer jugar a los pequeños. En tardes templadas, pues, nos
sentábamos en un banco de la galería; Ignacio tocaba la guitarra y cantaba con
una voz templada como la misma tarde:”eran muy dulces las uvas, como tus ojos
igual” “póngale por las hileras sin dejar ningún racimo
Hay que llenar la
bodega
Ya se está acabando el vino”.
Las niñas se peleaban
por sentarse a mi lado, los chiquitos correteaban o se quedaban acuclillados
escuchando, y mi regazo nunca estaba vacío. Mi padre les hizo un pequeño
parralito con hilos y maderitas para que pudieran reconocerlo aunque en tamaño
reducido; llevamos aceitunas que los chicos machacaron y ayudados por papá
condimentaron para consumo rápido; lo mejor fue un tramposo licor de
mandarinas: una botella era bastante suavecita para que la probaran las
autoridades de la escuela y los docentes, el otro, un poquitito más fuerte (en
secreto) para los fabricantes y, un jarabe con que de licor lo único que tenía
era que se servía en copitas para los regalones chiquitos. Al terminar su
escolaridad dos de los muchachos consiguieron empleo como colchoneros en el
área de salud, uno regresó a su hogar donde hacía algunos trabajos en mimbre.
Ignacio se mudo a otra provincia, Entre Ríos, creó la primera institución de
ciegos de una ciudad del interior de esa provincia, se casó con una maestra que
fue a ofrecerse para colaborar como voluntaria; al poco tiempo de su boda fue
arrollado por un auto y falleció. Está vivo en mi recuerdo porque supo
comprenderme como pocas personas lo han hecho. Una tarde en que coincidimos en
la asociación me pidió hablar conmigo a solas (ya no era mi alumno) y me dijo:
sé que estás saliendo con un compañero de faculta y tenés derecho a vivir tu
vida de mujer pero no te cases, viví una relación libre…. Los chicos te
necesitan, si te casas no vas a estar tan disponible y la escuela no va a ser
igual…. Supongo que no se les escapará que en esta confidencia no hay vanidad
sino ternura…. Lo siento por Ignacio pero me enamoré demasiado.
Esta época signó para mí un paradigma posible de inclusión.
Queda mucho por compartir y no quiero aburrirlos. Mi pretensión no es, ya me
convencí de ello, exponer teorías sino ofrecer postales vivas para que ustedes
infieran lo que pienso sobre este sueño de inclusión.
Les agradezco que lean mis desbarajustes y los saludo otra
vez con ojos húmedos pero también con una sonrisa comprensiva por esta anciana
parlanchina en la que me estoy convirtiendo…
Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.