EL YUYO.
Era
un crepúsculo como todos. Nada diferente a los otros del campo agreste. El sol
se ponía adormecido y la tierra arrojaba sus aromas a mojado. Los jarillares
hacían lo suyo acompañando a la brisa con sus aromas característicos. Ellos estaban
más allá, con sus guitarras somnolientas tratando de arrancar de sus cuerdas
endebles, canciones viejas y tristonas. El charango las acompañaba y un bombo
martillaba los tonos más acompasados. Un rumor cadencioso imitaba un ritmo
ininteligible… que parecía un folklore de ebrios padecientes y llorosos.
Sentada sobre piedras húmedas y algo frías, con mis manos rodeando mis piernas
y el mentón apoyado sobre mis rodillas, escuchaba pero indiferente al entorno
diluido. El humo de carne asada a las brasas, movía sus volutas al son de la
ventisca caprichosa que se había decidido a bailar con el ritmo que las cuerdas
emitían desde el fogón. Arrimados al fuego, el grupo continuaba afanoso con sus
cánticos adormecedores. Las brasas en el rescoldo de la parrilla y las chapas
calentaban tortas con chicharrones que estimulaban los hocicos de los perros
hambrientos y esmirriados. Su voz se aproximó lentamente. Le
reconocí porque el viento la traía en modo intermitente a medida que él se
acercaba. Parado cerca de mí, me dijo secamente: _Sin él, ya todo se ha
terminado. Esto ya ha perdido el sentido. Es hora de irme. –Comenzó a soplar un
viento más intenso y ahora agitaba los yuyos amarrados a la tierra seca y
sedienta, mientras levantaba polvo cuya suciedad opacaba las pocas superficies
que la luz mortecina permitía vislumbrar. Me quedé observando los verdes y
grises de esos plantines salvajes y resilientes. Mirándolos… me extrañó de
repente descubrir yuyales secos, pero aún vivos, con sus hojarasquillas
achicharradas por el sol ardiente de las siestas impías del verano y la falta
de lluvias en los terruños hostigados. Sin embargo, se erguían orgullosos, muy
resistentes, indomables e inquebrantables. Mostraban apenas algunos minúsculos
capullos violáceos de sus tímidas florecillas muy salvajes. Tan bucólicas como
las espinosas ramas que con orgullo brotaban de sus moribundos tallos,
pretendiendo sus derechos a la supervivencia, casi negada por el azaroso
destino cruel.
Él
continuó al captar mi indiferencia: _Ya es la hora Jacinta… me tengo que ir.
Por favor no llorisquees, pues ya lo he decidido y me voy. Esto nunca funcionó
y ahora que el chiquillo no está más, con más razón, “me pego la vuelta”.
–Continué mirando al yuyo más próximo y tomé conciencia que había sobrevivido a
las pisoteadas de los gauchos, a las jaurías de perros mastines, y a la falta
total de agua. Habían pretendido sobrevivir en las tierras yermas no regadas ni
por hombres ni lluvias ausentes desde vaya a saber cuántos meses. Es que por
esos espacios el cielo había olvidado sus funciones y, carente de piedad, había
privado de aguas balsámicas y secado hasta las lágrimas de los sufrientes.
Sin
más palabras que agregar, girando sobre sí, él se marchó cansino sin hacer
ruido. Me dí cuenta de su ausencia cuando no sentí más su olor a tabaco rancio.
Sin darle importancia alguna, no dejé de mirar los otros yuyos más cercanos al
conjunto. El capataz se me acercó inquiriendo: _¿Gusta un mate doñita? Mire que
se lo cebé yo mismo. –Pero su voz estaba demasiado lejana como para que yo
pudiera oírla. Confieso que el aroma de la carne asándose, de las tortitas al
rescoldo, el perfume de los jarillares humedeciéndose apenas con el rocío que
cubría lentamente la tierra y los yuyos sedientos, mientras el sol apagaba sus
últimos rayos y la luna salía a cumplir su posta… acaparaban toda mi atención.
Supongo
que el capataz se habría retirado invitando a su ronda de mateadas, a los
folkloristas que entusiasmados, rascaban enérgicamente sus instrumentos roncos,
mientras yacían a sus pies, varias botellas de vino sacadas de la bodeguita del
Zoilo. Rico producto del vino nuevo casero, y de las pisadas de las uvas en la
melesca de la última vendimia…
El
trote del alazán que llevaba en su monta al padre de mi hijo recientemente
muerto, retumbaba debajo de mis pies mientras vibraba la tierra por sus pasos a
galope rumbo al nunca más. Yo seguía subyugada con el fuego y la belleza de las
brasas enrojecidas. Cubos encendidos y humeantes que, además de calor, daban
sensación de protección. Me incorporé de la piedra que ofrecía su superficie
para mis asentaderas, atraída por el tizón y lo levanté para remover el fuego y
separar más brasas para el rescoldo. Magnetizada por el rojo intenso de su
largo filo punzante, me sentía hipnotizada por su calor envolvente y su
intensidad iridiscente. Miré al yuyo que agitaba sus débiles hojillas mustias
como avisando que su resistencia no duraría ya hasta mañana si alguien gentil o
bondadoso no regaba sus raíces sedientas. Pude presentir a los guitarreros
quienes tocaban una triste melodía que se escapaba con el viento. Pude ver al
capataz quien todavía sostenía al mate con su mano derecha y cuya bombilla,
maravillaba con el brillo de los primeros haces lunares atrevidos; mientras que
con la otra intentaba gesticular imponiendo actitud con alguna palabra
comprensiva y sugerente.
Fue
demasiado caliente e intensamente doloroso, pero solo fugaz. El viento vino a
buscarme y mientras la sangre borboteaba tibia sobre mi vientre cayendo sobre
mis muslos fríos, regando la tierra pulverulenta y resquebrajada por la sequía,
alcancé a ver al yuyo feliz, pues su abrazo acarició mi rostro y partió conmigo
hacia la luna plateada que a esas alturas de la noche nueva ya había teñido de
plata con sus rayos incipientes sellando por fin… lo inevitable.
Copyright 2015 - Renée Escape
Autora: Dra. Renée Adriana Escape.
Mendoza, Argentina