“Los maderos de San Juan”

 

 

         Aquella tarde, al volver de la fuente con mi prima, me asomé como hacía muy a menudo y observé que la carbonera estaba increíblemente vacía.

 

Me gustaba comprobar todo lo que había allí. Un minúsculo reducto debajo de la pila de fregar.

 

         De una de las paredes colgaba una lata con los productos de la limpieza, esparto, asperón, bayetas. Y el badil, que recogía las barreduras de la escoba. Y sobre todo, leña; en este caso, apartábamos allí la necesaria durante un par de días sin tener que salir al corral para reponer.

        

         Cuando jugábamos a esconder algún objeto, sabíamos que allí resultaría complicado encontrarlo. Y también, cómo olvidarlo, solía quedarse allí la banqueta.

 

         La casa de mi abuela tenía un escaño y varias sillas de mimbre repartidas por las salitas. Mi casa, en cambio, disponía de asientos muy diferentes, todos ellos de madera, que nada tenían que ver con aquel mobiliario.

 

         No existía ninguna silla de mimbre ni un escaño tapizado como aquel, tan ancho que resultaba imposible que los pies nos llegaran al suelo.

 

         Mi padre trabajaba la madera, y por eso, suponía yo, nuestros asientos debían ser diferentes, especiales.

 

         Nosotros distinguíamos lo que era un banco, una banca, una banqueta, un taburete. Los tres primeros se diferenciaban por el tamaño. El taburete disponía de un respaldo formado por listoncillos unidos a dos mayores en posición vertical a manera de delgados y altos prismas que prolongaban las patas.

 

         Uno de los taburetes solía colocarse junto al fogón de la cocina; de este modo, quien se acomodara en él lo hacía en sitio preferido, sobre todo en invierno, cuando la jornada en que pasábamos fuera de la escuela debíamos disfrutarla al abrigo del calor de la lumbre.

 

         En el banco cabíamos tres o cuatro niños. En la banca quedaba espacio sólo para dos.

 

         Estos artilugios consistían en una tabla en posición horizontal, clavada con puntas sobresalientes a otras dos tablas que la sustentaban. Estas dos tablas tenían practicado un corte en forma de C en su parte inferior simulando dos patas.

 

         La banqueta era un poco más alta, se fabricaba en forma cuadrada o circular, y se empleaba para otros menesteres.

 

         Una de aquellas banquetas estaba perforada por un orificio circular en el centro, donde mi padre introducía la horma con la que reparaba el exiguo calzado. La banqueta, como ya he dicho, descansaba en la carbonera de la cocina.

 

         La carbonera siempre estaba llena de leña. También había leña en la cuadra; y sobre todo en el callejón.

 

         Nosotros sabíamos lo que era un tarugo, una tabla, una astilla. Conocíamos la roña, los piñotes, las virutas…

 

         También teníamos noción clara de la madera que debía utilizarse para encender la lumbre hasta que ardiera bien, y aquella otra que se quemaba para mantenimiento del calor. Pero estas explicaciones probablemente se conozcan con bastante exactitud; nosotros lo sabíamos porque nos sentíamos identificados con el oficio del taller de la madera.

 

         Todo aquel material nos servía para nuestro entretenimiento o diversión, en particular durante las tardes de invierno en la cocina.

Colocando dos bancas junto al fogón, construíamos un mostrador desde donde atendíamos al cliente de nuestra tienda. Los artículos los almacenábamos en la contigua despensa.

 

         Con los tarugos y las tablas edificábamos casitas con sus dependencias y todo, cimentadas sobre las frías e irregulares baldosas.

 

         Uniendo algunos trocitos en hilera, a modo de vagones, fabricábamos trenes que recorrían el pequeño reducto donde nos calentábamos, y que no estaba ocupado por la mesa y las sillas, la pila de fregar, el tránsito de mi madre y de los críos en sus faenas diversas.

         En la zona del corral denominada “el callejón”, existían dos largos palos elevados sobre dos caballetes. Cubriendo el espacio entre ambos descansaba un largo tablón sobre el cual preparábamos todo lo necesario para los juegos habituales; por ejemplo, servir de encimera de una cocina, cuyos cacharros eran latas, botes o frasquitos vacíos.

 

         Debajo de estos palos, que llamábamos “palones” se amontonaba buena cantidad de leña, donde no era difícil que alguna cosa se perdiera y no volviera a ser hallada.

 

         Cuando debíamos echar a suertes quién comenzaría los juegos o quién llevaría las de perder, decíamos aquello de: “Mi papá tenía un cajón lleno de puntas; dime, niña, cuántas son”. Y luego contábamos hasta el número que decía aquélla a quien habíamos señalado por última vez.

 

         Mis padres se sabían aquello de: “aserrín, aserrán, los maderos de San Juan; los del rey sierran bien, los de la reina también”. Y nos lo recitaban acompañado de un movimiento de balanceo rítmico mientras tenían en sus brazos a alguno de nosotros.

 

         Todo esto significaba cuanto de madera usábamos en casa de modo general, entre todos. Pero mi padre me hizo algunos regalos que no podré olvidar; porque, además de fabricarlos para mí, supusieron notable incremento del valor y consideración respecto a lo que yo, como juguetes, entonces poseía.

 

         ¿Cuál sería el motivo para haber desocupado la carbonera? Podría ocurrir que hubieran detectado algún agujero imprevisto en la pila, por donde se escaparan gotas de agua. El agua en mi casa era un bien poco abundante y costoso de acarrear desde cualquiera de los caños próximos. Las tareas relacionadas con el líquido elemento y las necesidades a cubrir requerían varios viajes durante el día. Si no fuera eso, no le hallaba explicación. Debía estar presto para resolver lo que se me presentaba como enigma.

 

         Por fin regresó del taller. Me levantó en brazos nada más abrir la puerta y me dio dos besos. Me dijo que saliera hacia la salita donde mi madre atendía a una amiga. Fueron unos segundos, lo recuerdo. Después, el desarrollo habitual de lo que quedaba de la jornada aquella.

         Lo encontré al día siguiente. Mi diversión preferida consistía en cargar de arena y vaciar una lata que yo paseaba por mi calle tirando de un cordel. Desde entonces, la forma de jugar supuso una emoción sin límites por causa de una simple sustitución del medio de acarreo.

 

         Es un remolque, me aclaró mi padre; te lo he fabricado yo como regalo por haber superado la prueba de ingreso.

 

         Se trataba de un pequeño cajón sustentado sobre dos ejes sobre los que giraban cuatro ruedas en total, todo ello de madera.

 

         La parte delantera del cajoncito estaba cortada en bisel. De la parte inferior salía una vara que terminaba en un semicírculo mayor, en el que podía retenerse el cordel necesario para ir tirando y acarrear la posible carga. Los dos ejes eran atravesados en los extremos por dos largas puntas, que impedían a las ruedas salirse de su giro normal.

 

         Mi listado de juguetes no era por entonces ni mucho menos extenso; pero aquel remolque, hecho para mí por mi padre, dedicándole mucho tiempo y mucho cariño, representó para mí un acontecimiento que elevó el rango de mis diversiones callejeras.

 

         Allí me cabía mucha mayor cantidad de arena. El ruido que hacían las ruedas de madera era muy diferente al de la lata sobre las piedras de la calle. Además, en él podía echar también guijarros y piedras dándole así mayor empaque. No podía compararse una lata ruda y poco adecuada con aquel carrito de madera perfectamente diseñado. ¡Qué gusto me producía escuchar aquel sonido sobre la acera o la calzada, avanzando pesadamente cuando lleno o rasgando veloz el terreno cuando vacío! ¡Y qué bonito era el sonido de la arena al caer desde la pala al remolque y desde éste al montón!

 

         Ahora la carbonera ampliaba sus méritos con el de haber cobijado el más preciado obsequio que yo había recibido hasta entonces, también hecho de madera.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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