INCLUSIÓN.

Argentina es un país extenso cuya población relativamente escasa se concentra en las grandes ciudades, por lo tanto, es natural que el INSTITUTO NACIONAL DE CIEGOS se haya creado en Buenos Aires con la modalidad de internado. Ya en el siglo XIX, después de un viaje por los Estados Unidos, Domingo Faustino Sarmiento había propuesto que se iniciara la educación formal de los ciegos que podían ser ciudadanos útiles puesto que eran capaces de leer. Sin embargo, el instituto recién abrió sus puertas en el año 1902. Muy lentamente y bajo el mismo régimen fueron creándose otros colegios en algunas ciudades importantes del país.

En mi provincia, Mendoza, la escuela Luis Braille, hoy Helen Keller, inició sus actividades recién en 1958.

Por entonces yo era ya una adolescente cuya atípica instrucción tuvo que ver con la empecinada decisión de mamá que no quiso que me internaran en Buenos Aires y con la amorosa paciencia de papá y de mis hermanos que me ayudaron a aprehender todo cuanto se encontraba dentro de las posibilidades del entorno familiar. Deliberadamente he escrito “aprehender” y no aprender porque lo que ellos querían era que me apropiara de la porción de mundo que estaba a nuestro alcance.

Como en mis ojos no se presentó ninguna señal que lo hiciera presumir, mi ceguera fue confirmada cuando yo tenía más de seis meses y aún sin certeza de que se tratara de una pérdida total de visión; eso me ayudó a vivir los primeros tiempos de lactante con normalidad. La certeza llegó cuando mi familia ya sabía que tenía un bebé capaz de jugar, de sonreír y de reclamar toda la gama de mimos que exige el amor.

Las leyendas no desmentidas ni confirmadas dicen que mamá, aunque todos le decían que yo veía, por lo menos algo, me llevó a un una especie de escuela para adultos y que le dijeron que era imposible que un bebé de pocos meses aprendiera a leer. Lo cierto es que, junto a los denodados esfuerzos para obtener al menos un diagnóstico que hiciera presumir siquiera la posibilidad de curación, mi instrucción archi informal se inició a los tres años, momento en el que comencé sin mayores dificultades a leer y escribir en Braille –por cierto que me ha dado más trabajo la informática, acaso porque tengo setenta años más….-

Corría la década del cuarenta. Un ciego catalán y otro italiano buscaron a algunos voluntarios y congregaron a algunas personas ciegas. Allí, a ese lugar prestado, con compañeros que me bautizaron como su mascotita, con la colaboración más que amorosa de una señorita casi vieja, salida de un cuento inglés, con sólo dos niños varones que me llevaban diez años, con dos encuentros semanales, apenas recibí una enseñanza asistemática, desorganizada y maravillosa. Allí, en la falda de mi dama de cuento comencé a tocar el piano, a devorar puntitos como decía mi abuela, y, por sobre todas las cosas a descubrir que sólo quería Ser

Maestra, pianista y escritora. Demasiado ¿no?

Siempre fui más pequeña que mis sueños. Al piano me dediqué con pasión hasta que al comenzar mi carrera en la Facultad de Filosofía y Letras se resintió mi memoria musical tal vez por el abuso que había hecho de ella y por el esfuerzo excesivo al que me vi sometida. Sé que no era mala intérprete pero comprendí, tal vez sin entenderlo demasiado aún, que prefería “crear” y eso sólo me sería dado a través de la palabra. Por eso, y aún cuando nunca me decidí a serlo de tiempo completo, sigo intentando al menos sentirme escritora. Como ven, uno de mis sueños se frustró, el otro es todavía una lucha por la que literalmente vivo y muero. Pero una de las decisiones que había tomado a los cinco o seis años era la de ser maestra ¿recuerdan? Bueno, ese sueño sí se cumplió y es ahora un vivo y cálido rincón de mi memoria que reflorece cada vez que alguno de los que fueron mis alumnos me convoca y también, fuerza es decirlo, cada vez que me entero de algo relacionado con la educación de niños ciegos.

Es de ese sueño cumplido y latente en mis preocupaciones que quiero hablarles: sobre su génesis, sobre el camino que anduve por y con él, y, aunque no lo agotemos, sobre lo que desde ese sueño que se convirtió en mi profesión de vida y de fe advierto en relación al desarrollo de lo que en la actualidad se denomina con justeza “pasión”

 

GENESIS

 Quien se ha sentido vocado por el deseo de enseñar debe saber que para enseñar algo es necesario haber experimentado antes la urgencia imperiosa de aprender. Era el marzo o el abril de una tarde muy soleada. Mamá estaba ordenando el dormitorio de mi hermano; había allí una cómoda de mi abuela que hoy está en el estudio de mi esposo. Naturalmente yo estaba donde estaba mamá: cansándola o divirtiéndola con mi incesante “cotorreo” y toqueteando cuanto se encontraba al alcance de mis manos. La cómoda era casi de mi estatura: qué casualidad… sobre el mueble había un pedacito de papel con puntitos alineados de varias maneras. Desde luego comencé a recorrerlo con mis dedos. Mamá hizo una pregunta que para cualquier persona inadvertida resultaría extraña ¿te gustan esos puntitos? La respuesta no parece menos insólita: sí, mucho. Entonces vas a poder leer solita el “quiquiriquí”. Se trataba del libro que mi hermana leía en primer grado y que yo le pedía que me leyera todas las noches.

Mamá me explicó que iría a una escuela donde los alumnos eran más grandes pero que yo llevaría las mismas galletitas que mis hermanos para la merienda: suficiente.

El primer día, la señorita Celina se opuso por primera y creo que por última vez, a don Américo Brega, el señor ciego que había introducido el Braille en la provincia. “A la nena le voy a enseñar a leer yo”. No valieron las protestas: mamá pretextó una salida y me dejó en la falda de mi improvisada maestra con el célebre paquetito de galletas.

Según papá que anotaba en un cuaderno que lamentablemente se ha perdido, aprendí a leer en 36 lecciones…. Desafiando todas las reglas, la señorita Celina no me hizo deletrear. Me escribía palabras como pera o papa, después me daba esos objetos con la tarjetita: por supuesto yo reconocía el objeto y decía que lo había leído: tramposa la niña…. A veces la tarjetita no se correspondía con el objeto y yo no quería equivocarme así es que con el juego repetido pero variado mi aprendizaje fue sobre rieles.

Vino a clase un señor muy bueno que había perdido la vista por un accidente en sus labores de agricultor. Las manos de don Manuel eran inmensas y no se sabía cómo guiarlo. A la señorita Celina se le ocurrió que yo me sentara en las rodillas del alumno y le ubicara los dedos. Aún no sé qué sentí. Tenía alrededor de cinco años y llegué a casa diciéndole a papá que quería ser maestra para enseñar a leer. Él calló. Luego escuché que decía cómo va a ser maestra si ni siquiera va a una verdadera escuela

 

Ya dije que la escuela Luis Braille inició su labor en 1958 y que yo era ya una adolescente, también dije que mi instrucción había sido totalmente desorganizada, y en efecto así fue: recitaba las coplas de Jorge Manrique, conocía las aventuras de Sierra Maestra, admiraba a Gabriela Mistral y a Borges…. Pero, aunque sabía el nombre de las principales capitales del mundo, nunca había tenido en las manos un buen mapa de Argentina y no sabía dividir por dos cifras: como la escuela comenzó a funcionar en setiembre, sus autoridades decidieron que yo rindiera ese año primer grado y que luego cursara todo el nivel primario en forma regular. No volveré a la escuela, anuncié, y mi familia me apoyó. En los meses de octubre y noviembre rendí hasta cuarto grado y al final de ese período lectivo, junto a cinco compañeros: cuatro de ellos no habían podido completar la primaria por el incremento de su déficit visual y uno era el chico que, cosa bastante natural me seguía llevando diez años, fuimos examinados por las autoridades escolares de la provincia para que pudiéramos aprobar el quinto grado como alumnos libres (espero que en alguna oportunidad pueda narrarles lo que fue esa prueba). En 1959 cursé por decisión propia el último grado del nivel primario de forma completa y al año siguiente quise ingresar a la Escuela Normal en la que se seguía la carrera docente…. No se podía ser maestro si se tenía visión reducida, me inscribí en el Liceo de Señoritas donde se egresaba con el título de bachiller.

PROCESO

 Cuando en 1927 se creó Hacia la Luz, la primera publicación en Braille de América Latina, algunos egresados del Instituto Nacional de Ciegos iniciaron el nivel secundario. Ante las dificultades que se presentaban para proveerlos del material didáctico adecuado se promulgó un decreto por el que se los eximía de Ciencias Exactas, de Geografía y de Artes Plásticas. Yo me inscribí en el Liceo de Señoritas en 1960 pero en Mendoza era la primera experiencia con un estudiante ciego. La rectora del colegio me permitió cursar mientras esperaba la respuesta del Ministerio de Educación. Había transcurrido un mes de clase cuando esa información llegó. Aún estaba vigente y era utilizado por todos los estudiantes el decreto de eximición. Simplemente dije que si me obligaban a aceptar ese decreto abandonaría el colegio: aún recuerdo el abrazo de varios de mis profesores que, según manifestaron no era necesario en absoluto.

Los primeros días de clase mi padre me preguntaba si regresaría al colegio al día siguiente…. Después me lo preguntaba una vez por semana. Siempre repetía lo mismo: quiero que seas feliz. Acababa de terminar el segundo curso cuando me invitaron a un campamento de la Acción Católica Juvenil. Esa experiencia transformó mi vida. Unos cuarenta jóvenes y algunos profesores fuimos a la cordillera a pasar tres semanas. Naturalmente compartíamos bromas, confidencias y sueños. El mío había sido ser maestra pero no sería posible ¿por qué? La Universidad Nacional de Cuyo tenía, y tiene aún, en la provincia un colegio especializado: la Escuela de Magisterio y ese establecimiento no se regía por la normativa de la nación ya que la universidad era y es autónoma…. Las autoridades del colegio se negaron pero el Concejo Superior de la universidad ante quien expuso mi situación un profesor de lenguas clásicas que conocí durante el campamento estudiantil al que me he referido, dispuso que se me permitiera cursar la carrera docente. Nuevamente debí esperar. Cuando ya estaba cursando tercer año llegó la resolución: podía estudiar para ser maestra. Eso sí, sin tiempo, creo que por ciencia infusa logré aprobar los dos cursos de latín que no eran materia de estudio en el

 liceo. Confieso que mis ilusiones corrían parejas con mis miedos. Me había enterado de que las cosas no habían sido sencillas en el concejo universitario: mi entrada al colegio se decidió por una votación ya que no fue espontáneamente aceptada por el claustro. Por fortuna en ese tiempo presidía el concejo el esposo de mi profesora de piano…. La votación resultó empatada y el voto del presidente que valía doble en esos casos me favoreció…. El prestigio de las personas que se habían jugado por mí, el cambio a una institución de mayor exigencia y el hecho de jugar también yo: sí, jugar mi sueño en el aula cada día, me condicionaban como nada me había condicionado nunca antes.

Al parecer, al discutir mi ingreso a la institución pensaron en las dificultades del cursado pero no en que tendrían que otorgarme el título: si me daban el certificado de maestra normal, yo podría, horror de los horrores, intentar ejercer en un establecimiento común…. Pero ¿cómo iban a darme el título de “maestra de ciegos” cuando yo había cursado las mismas asignaturas que mis compañeras y las había aprobado sin mayores problemas? La universidad de la que como ya he comentado dependía el colegio, contrató a una maestra de la escuela de ciegos para que me diera una “especialización”. La pobre señora no sabía qué explicarme…. Me comentó algunos folletos de uso en los años 60 que tenían una marcada influencia norteamericana y… como no pudieron hacerle ningún recorte, mi título tuvo un añadido, pues reza: “maestra normal bachiller especializada en ciegos”. Desde luego que no postulé para la enseñanza común pero esto no ocurrió por todos los inútiles consejos, advertencias y hasta presiones más o menos sutiles que recibí. Postulé a la escuela de ciegos porque eso era lo que quería hacer: no porque yo no viera, sino porque sabía que en la escuela común, cualquiera de mis compañeras podría hacer las cosas mejor que yo, mientras que en la escuela especial yo tenía un deseo casi congénito de ofrecerles a los niños ciegos que fueran mis alumnos: mi experiencia vivenciada, mis reflexiones, y, desde luego, la intencionalidad de enseñar basada en la prematura convicción, que aún hoy me acompaña, de que los niños ciegos están inhibidos para aprehender aquello que a la vista se ofrece y que cuando la vista falta debe ser ofrecido. Claro, el oído y el olfato también salen a nuestro encuentro pero no son suficientes, al menos no siempre, suficientes para una adecuada “contextualización en el espacio”.

Dejo que advenga a mi memoria uno de los tantos ejemplos que en ella guardo, y guardo con la misma ternura con la que guardo un chupete de mi nieto más pequeño. Una mañana de primavera íbamos a entrar al aula cuando la celadora indicó casi gritando que no lo hiciéramos porque al limpiar había entrado por la ventana un pajarito que había caído muerto…. Los chicos se quedaron medio aterrados y muy frustrados: la vida, una vez más les escamotearía una experiencia, un contacto con ese milagro de percibir qué es la muerte cuando se está vivo. Pregunté si el pajarito estaba magullado o se veía que tuviese algo desagradable al tocarlo, y como la celadora dijo que no, les dije a los chicos que esperaran un momento y que alguno fuera a buscar un papel. Tomé el pichoncito entre mis manos y verifiqué que estaba yerto, muy dormido…. Los niños eran cuatro. ¿Alguno quiere tocarlo? Recordemos que al no ver, los chicos requieren de nuestro ofrecimiento amoroso para reconocer por el tacto aquello que está lejos de ellos. Bueno, el que quiera sentir el peso del pichoncito puede poner el papel en su mano y yo coloco allí el pajarito; ¿pero seño, no podemos tocarlo sin el papel? Claro que sí…. Tres lo tocaron, el otro ni siquiera lo quiso sentir sobre el papel…. Tocar o no ciertas cosas es un acto de libertad…. Fuimos al patio: el varoncito del curso se encargó de cavar un hoyito, pequeño como el pájaro. Las nenas buscaron flores para hacerle un ramillete: seño, podemos rezar por él. Les expliqué que era un ser vivo pero que no tenía alma y que lo de rezar por las personas que habían muerto no era obligatorio sino que dependía de lo que cada uno creyera; yo sabía que no en todas las familias se profesaban las mismas creencias. Algunos, no obstante lo que les había dicho quisieron rezar, por las dudas. Eso sí, le inventaron una canción: era lo justo. El pajarito había cantado muchas veces para ellos. Muchos años después supe que los chicos habían hablado sobre el tema y que había sido para ellos un momento de plenitud que los empujó, no sé si todos lo lograron, a querer tener entre las manos un avecita viva.

Cada vez que sucedía algo análogo yo sentía que mi sueño era un poquito más real. ¿Qué decir del placer que sentía cuando un niño aprendía a leer? Un niño que había sido alumno mío y que me decía señorita braila, le explicaba así las cosas a un compañerito nuevo: la seño te sienta en su falda y te dice que tenés que andar por el caminito que está en la hoja, que te lleva los dedos a pasear, no le creás, te está enseñando “a ler”; me divirtió mucho el comentario, tanto que no me enojé porque no hubiese dicho “a leer”.

Pero, volvamos a la cuestión. Los ingenuos daban por sentado que en la escuela de ciegos estarían felices por mi ingreso al plantel docente. Grave error. Cada jornada escolar pagaba con lágrimas la dicha de estar con los chicos en el aula. Fui suplente varios años. En el momento en que debían titularizarme, misteriosamente se perdía el legajo de mis antecedentes…. Aún me cansa pensar en lo que costó que se lo “encontrara”. La suerte una vez más estuvo de mi lado ya que el ministro de educación de la provincia había sido mi profesor de geografía en segundo año del liceo: supongo que era mago pues, misteriosamente también, el legajo reapareció, no sin que tuviese que pedir una audiencia con él, y, sin que se me presionara para que, ya que lo que me interesaba era trabajar en la escuela de ciegos y mi legajo se había extraviado, firmara una nota en la que se expresaba que por mi ceguera yo tenía “experiencia en la educación de niños ciegos”, es decir, yo nunca había cursado magisterio ni había estudiado nada…un miembro de Dirección General de Escuelas se atrevió a presionar sobre mi padre diciéndole que esa firma era la única posibilidad de que yo fuese titularizada en el cargo ya que se había perdido el expediente original de mi título y naturalmente la copia que estaba en mi poder no podía ser autenticada sin que se presentara el título original…. Conseguida la audiencia con el ministro que, según me contaron, se puso pálido como un muerto cuando me abrazó y me dijo, “la pucha Vadell, otro atropello, sólo por querer luchar”. Nunca es tarde para reiterar un agradecimiento del que el profesor Marzo no se enterara.

 Así, seis años después de haberme recibido de maestra logré la titularidad en el cargo. A partir de allí las cosas fueron algo diferentes ya que no era cuestión de que les molestara la presencia de un docente ciego en la escuela y pudieran jugar con la posibilidad de no renovar la suplencia: ahora, como yo solía decir, tendrán que demostrar que soy irresponsable o que no sé desempeñarme en el aula y eso ya me corresponde a mí. Desde la titularización en el cargo sólo por inconducta o por ineptitud profesional podrían separarme de la escuela.

Recién en este momento, y, quedará para otra comunicación puedo hablar de ”inclusión”.

Estar incluido no es lo mismo que estar integrado. La integración supone que todos los elementos de un conjunto son iguales. Si preparamos una torta, debemos mezclar los ingredientes para que su fusión completa nos permita degustarla como una unidad. En cambio, si tenemos un conjunto de botones azules y un conjunto de botones rojos, aunque los incluyamos en el conjunto “botones” los botones azules seguirán siendo azules y los rojos seguirán siendo rojos. Yo me sentía y me sabía parte del conjunto social al que pertenecía, no quería hacer nada para lo cual mi ceguera fuese un impedimento absoluto: sólo quería desempeñar las funciones para las que me encontraba apta. Para lograr esto nunca me integré. La integración hubiese supuesto ignorar lo que yo era.

Por eso, para mí la inclusión de un niño ciego consiste en que sin olvidar que lo es, le sea permitido el disfrute de todo aquello que le es accesible por naturaleza pero también de muchas cosas que por su falta de visión no serían accesibles para él si no se desarrollaran estrategias adecuadas para que lo sean.

Esto ha sido un comienzo en el que nada nuevo he expuesto. De momento sólo quise estar junto a ustedes con la mínima esperanza de que me hayan sentido próxima y hayan percibido al leerlo la emoción que me embargó al escribirlo. Estoy dispuesta para lo que quieran convocarme.

 

Autora: Lic. Margarita Vadell. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

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