Entre las principales causas del sufrimiento
se encuentra la culpabilidad. La culpa es una palabra que ocupa un espacio muy
importante en nuestro lenguaje cotidiano y hacemos uso de ella cuando queremos controlar.
Cuando hablamos de culpabilidad aceptamos que hay un juez y una persona o cosa
juzgada. Ese juez tiene a su vez algún tipo de autoridad y a partir de ese
hecho establecerá un criterio que normará y determinará la conducta de los
demás. Ese criterio puede ejercerse sobre prácticamente todas las cosas que
atañen al mundo que nos rodea y de ahí, a modo de veredicto, se construyen
ideas y normas acerca de lo correcto, lo incorrecto, lo moral y lo inmoral,
conceptos que con asombrosa facilidad avalamos.
Para
reforzar esos conceptos recurrimos a eso que llamamos "la opinión
pública".Sin embargo, no hay que perder de vista que el poder, mediante el
Estado y las religiones autoritarias norma opiniones. Somos sumisos y
obedientes ante las imposiciones que bajo la idea de un supuesto "orden
moral ", son en realidad efectivos mecanismos de control social que tienen
como finalidad someternos. La estrategia de control es que dejemos de pensar y
de indagar, poniendo nuestra libertad en manos que no son las nuestras
Estas imposiciones son resultado del
pensamiento acumulado en el pasado, del tiempo bajo la forma de memoria, en la
tradición y creencias. Obedecemos para ser aceptados y formar parte de la
“normalidad”. En caso contrario, la etiqueta será de "anormales", por
estar en contra o al margen de la norma, de lo estipulado como válido para un
contexto social determinado. Lo normal se construye a partir de lo conocido,
del pasado, de la memoria individual y social, a partir del tiempo psicológico.
Eso que llamamos normal no puede ser nuevo, es repetición y costumbre. En lo
normal está la huella de los que nos precedieron y que determinaron los
distintos valores que deben regirnos. Valores a los que a cada momento damos
vigencia en nuestro culto al pasado. Esta es una muestra de que no vivimos en
el presente sino controlados por el pasado que es precisamente el reino de la
culpa.
En estos
mecanismos de regulación y control inherentes al concepto de normalidad, está
presente la culpa. De hecho, es uno de los resortes psicológicos más efectivos
y que tocamos muy bien cuando queremos someter, imponer, chantajear, controlar
y aniquilar. Si alguien se atreve a ser diferente (anormal), a pensar, sentir y
comportarse de acuerdo a sus propias ideas, entrando en desacuerdo con las de
los demás, enfrentará una avalancha de culpabilidad porque con su conducta
desafiante, cuestiona estructuras rígidas con intereses poderosos. Una persona
pensante y que indaga, se convierte en un peligro que a toda costa hay que
eliminar.
En este sometimiento que tiene como sustento
la culpa, la palabra y el concepto de normalidad es promovida y explotada de
muy diversas maneras: desde el púlpito, la universidad, la escuela de nuestros
niños y jóvenes, las organizaciones civiles alineadas con la Iglesia y el
Poder, lo "espiritual" y de manera especial, por cierta forma de
psicología que tiene como meta la adaptación. De hecho, muchas personas
tiemblan cuando un psicólogo las etiqueta de "anormales" o de
"inadaptados" y se angustian ante la duda de si podrán o no algún día
ser "normales “, llegar a ser como los demás. Pero olvidan preguntarse a
sí mismos o a quienes los etiquetan: ¿normalidad según qué o quién? Si no caen
en estas trampas de la adaptación emprenderán de inmediato y sin temores el
camino de la transformación, sintiéndose orgullosamente "anormales"
La culpa es una camisa de fuerza ideológica
que amarra al espíritu que quiere volar a la libertad. Desde etapas tempranas
la culpa es inoculada a los niños que con su conducta diferente o
"anormal” denuncian una problemática de los padres. Niños a quienes con
suma facilidad colgamos el letrero de "problemáticos" que es
confirmado por algún psicólogo "adaptador". La culpa es adorada en
escuelas en donde el que no aprende o no se adapta a la neurosis de los
maestros, es humillado o castigado como una cruel manera de hacerlo normal
convirtiéndolo en una marioneta.
¿Por qué tememos ser
anormales? Ese deseo de ser como todos y renunciar a nuestra individualidad, es
una manera de evitar la culpa bajo la forma del ridículo, que sentimos en la
mirada de los demás cuando pensamos, sentimos o actuamos diferente. La cultura
que a diario creamos es particularmente intolerante ante los rebeldes a quienes
se mira con desconfianza y a la primera oportunidad se le castiga
administrándoles una gran dosis de culpabilidad. Esto lo palpamos en las
diferentes manifestaciones de la sociedad: partidos políticos que marginan a
los disidentes, religiones que excomulgan acusando de herejes o de ateos a los
que indagan la verdad, en las universidades con quienes no se doblegan al
autoritarismo académico.
La culpa y las religiones
autoritarias que la administran, encuentra en la sexualidad el terreno propicio
para decidir que es lo que debe ser y lo que no, que se permite y que no,
decisiones que se toman pasando por alto los deseos, intereses y preferencias
de quienes viven o quieren ejercer el derecho de vivir su sexualidad con
libertad. La sexualidad es considerada un serio peligro por aquellas religiones
que con sus moralinas presionan, controlan y atemorizan con las ideas de pecado
e infierno a niños y jóvenes que como parte de un proceso de maduración la
exploran, preguntan y desean apropiarse de algo que les pertenece, pero que al
través de la culpa se les quiere arrebatar. Una cantidad de problemas
emocionales están relacionados con estas ideas cargadas de culpabilidad que se
imponen sobre una de los aspectos más importantes de la vida humana: la sexualidad.
La culpa es una de las profundas raíces del suicidio.
Es oportuno reflexionar: ¿Por qué reconocemos
el poder de quienes se han erigido en tribunal y ejercen el derecho de decidir
sobre la vida de los demás e imponen culpas y castigos? Ejemplos del poder de
la culpa son la pena de muerte, el puritanismo, la persecución y marginación
fanática de homosexuales, las campañas moraloides. Todo ello apunta hacia un
lado nuestro que con gran habilidad es explotado: la culpabilidad. Bajo esa
bandera justiciera es muy fácil justificar un sinnúmero de atrocidades, guerras
y genocidios.
El reino de la culpa se encuentra en eso que
llamamos el pasado; ahí están una inconmensurable cantidad de imágenes,
sentimientos e ideas que bajo la forma de recuerdos actualizamos a cada
momento. Imágenes que en realidad no son pasados sino presentes, pues hoy
sufrimos con intensidad lo que cronológicamente sucedió hace meses y tal vez
mucho tiempo atrás. Por ejemplo, traemos de eso que llamamos el pasado, las
imágenes de aquellos que murieron y, con especial cuidado, recordamos una y
otra vez detalles de su vida, su voz, risas, modos de caminar que a veces
deformamos en ese nuestro deseo de actualizar el ayer.
¿Por qué deseamos intensificar la memoria de
un muerto, existirá en nosotros un sentimiento de culpa por algo que creemos
que hicimos o dejamos de hacer? La tendencia a retener por largo tiempo la
imagen de un muerto y llorar exageradamente por él, es a veces la expresión de
nuestros sentimientos de culpa que no hemos podido resolver. ¿Hasta dónde
lloramos por él y hasta dónde lloramos por nosotros mismos? En esto hay
culpabilidad.
El reino de la
culpa está en nuestra mente, nosotros mismos lo edificamos validando la
autoridad y el poder de quienes se ostentan con el derecho de juzgar y
enjuiciar en el nombre de Dios o de lo que sea. La permanencia en el reino de
la culpa es un serio obstáculo para dar inicio a nuestra revolución interior.
Esta revolución significa una ruptura drástica en la manera de mirarnos a nosotros
mismos y lo que nos rodea, con la frescura del presente, sin las cargas del
ayer, sin miedos del mañana. Esta transformación revolucionaria significa
comprender y terminar con el sufrimiento que ocasiona el sentirse culpable.
(Disponible en www.drbaquedano.com)
Autor: Dr. Gaspar
Baquedano López. Mérida, Yucatán. México.