VISITA A LA ESTACIÓN

 

Ya eran muchas las visitas hechas a la estación de trenes durante mi corta vida. Tanto mi padre como mi madre, juntos o por separado, solían viajar a menudo en tren. Ellos podían hacerlo a Buenos Aires, por entonces a la Capital Federal, para sus exposiciones de esculturas y pinturas en galerías céntricas de arte de Metrópolis. Tenían familiares en la vecina provincia de San Juan, por lo que era costumbre, cada tantos meses, subirse a esos vagones misteriosos. Cuando con mi hermano, los despedíamos en la Estación, quedábamos viendo su perderse con el sonar de la gran locomotora, con sus bocinas atronadoras y su ritmo tan peculiar, desdibujándose en un horizonte cada vez más indefinido.

Con mi hermano, nos llevaban a visitar a nuestros tíos sanjuaninos, de tanto en tanto, como dos o tres veces al año y siempre en tren.

Pero era más habitual despedir a nuestros padres mientras nosotros quedábamos viéndolos mezclarse -a través de las grandes ventanillas- con el gentío del interior del vagón, que acomodaba sus bultos y valijas en los compartimientos superiores a la fila de asientos. En los viajes largos, nuestros padres, pagaban mucho más para poder viajar en “Pullman”, categoría muy cómoda, con asientos butacas revestidos en terciopelo azul y fundas blancas en sus cabezales. En este sector más privilegiado, cuando el tren tomaba su rumbo, un guarda, distribuía por cada asiento una almohada enfundada también de tela de hilo blanco bien almidonado. En épocas de paseo a la provincia vecina de San Juan, en visita a nuestros tíos, podíamos viajar en el sector intermedio. Era bastante más económico y llamado “Primera Clase”. Tenía asientos blandos tapizados en bratina verde oscuro, con pisos y revestimientos internos en los vagones de color marrón claro.

Mientras el rumbo por las vías hacía su movimiento pausado con su ritmo de vaivén característico, con mi hermano, no perdíamos oportunidad de correr por los vagones, de deslizarnos por sus encastres y abrir las compuertas o escotillas para pasar a los otros módulos y así, valorar como las categorías diferentes mostraban sus distintas vistas. Era ingresar a la magia de un túnel concéntrico, donde las imágenes cada vez más empequeñecidas observadas a través del gran ojo de buey de cristal que las puertas, a su vez, a cada extremo de los vagones, ofrecían. El aspecto visual interior dentro de cada vagón, hasta convertirse esa imagen en un punto indescifrable, lo considerábamos apasionante. Era un acto intrépido, temible y atrapante, el pasar de un vagón a otro debido a sus enganches, con un fuelle misterioso que daba miedo y despertaba imaginaciones monstruosas como las que mostraban las películas de la tele. Pasar al baño me costaba demasiado de niña, era un coche vagón muy movedizo. Tenía que armarme de varias maniobras para poder sujetarme con una puerta que tendía a abrirse pareciendo batiente porque su cerrojo era, para mí, indescifrable. En el habitáculo helado a menudo y a la vez ventoso, había una boca de excusado cuyo fin era un boquete, ruidoso y maloliente que denotaba la sensación de tragarse a cualquier humano que intentara eliminar allí sus excreciones urgentes… Esto me provocaba llanto que a menudo debía ser asistido por mi madre, quien a la vez debía sujetarme y, mientras me sentía asegurada, podía evacuar más tranquila mientras yo le acometía mis consabidas preguntas… -¿A dónde va mi “popó”? -ante la respuesta -Las necesidades sólidas caen sobre las vías-.

Cada vez que con mis amigos, o hermano, atravesábamos, caminando cerca de mi casa, o circulando en auto, alguna vía, me esforzaba para mirar entre los yuyales que crecían abigarrados envolviendo los durmientes, por si encontraba alguna muestra de esas posibles defecaciones de pasajeros numerosos que a diario viajarían y por ende pasarían por esas rutas de rieles…

En ocasiones, las visitas a mis tíos de la vecina provincia, eran efectuadas en un tren nocturno donde la noche pintaba con otro color esos viajes. Como a las 10 p.m. nos desplazábamos al coche comedor para cenar… Era muy divertido, porque olía a café, a comida rica, mientras pegábamos nuestras ñatas al vidrio de las ventanillas con marcos metálicos de bordes inferiores bien bajos donde las mesas se le adherían. El afuera, permitía apreciar, observándolo en las noches de luna, una leve claridad, con luces mortecinas, que se perdían a lo lejos. Las estampas nocturnas ofrecían imágenes, también, de yuyales y grupos de árboles a los que ambos niños saludábamos. Imposible que mi mente pequeña de niña de siete años, no sufriera ante el pensamiento de algún arbolito solitario, perdido en pleno campo durante las noches, mientras nosotros pasábamos y paseábamos, contentos desde el interior de un comedor caliente y luminoso, sintiendo la soledad y el abandono del vegetal al borde de las vías del camino. Inevitable las preguntas a mi madre sobre quién regaría y cuidaría de esos árboles agrupados y solitarios. Pero tranquilizaba mi corazón y cerebro inquietos, cuando mi madre me contentaba con que la naturaleza era sabia, que llovía bastante en los campos y que a los árboles les gustaba mucho la soledad, al igual que a los arroyos, a los pájaros y a las nubes. No eran viajes largos, porque solo tres horas y media separaban entre las vías, a las dos ciudades vecinas de Mendoza y San Juan, sin embargo, para mí y para mi hermano mayor, esos viajes significaban toda una aventura, toda una novedad y gran experiencia de aprendizajes, distracción y alegría.

Esa tarde fue muy distinta. Nadie viajaba en mi familia, ni recibían tampoco a ningún conocido al cual esperar. Pero mi padre nos dejó a los dos, sentaditos en unos bancos de madera ubicados en el andén. Tenía que hacer unas compras en una farmacia cercana y entrevistarse con un abogado de una de las calles linderas para ofrecerle sus obras de arte a la espera de vender alguno de sus cuadros. Era víspera de Navidad y hacían falta unos pesos. Como éramos obedientes, no nos opusimos a quedarnos en el andén de la estación ferrocarril, para apreciar el interesante movimiento que allí se generaba. La llegada de los trenes por los diferentes carriles, los pasajeros subiendo y bajando, los valijeros que cargaban vagones, los portadores de valijas con sus carros y sus propinas, los vendedores de diarios, los que ofrecían sus ventas de golosinas o café, las vestimentas de los distintos grupos sociales, que despertaban el juego divertido de adivinar a cuál categoría de vagón subirían. Pasábamos los minutos apostando, según su indumentaria, apelando tanto yo como mi hermano a la observación escudriñada, de esos viajantes afortunados, sin perdernos detalles de los sombreros, bolsos, valijas, tapados, sobretodos, calzados. De estas características dependían nuestras adivinanzas sobre el vagón al que arribarían según su condición social… en fin, era demasiado atractivo para nosotros esperar a nuestro padre, que deseábamos demorara suficiente, hasta quedarnos satisfechos de tantos estímulos que nos parecían sumamente interesantes. Como nuestro papá conocía también nuestros deseos y caprichos, en cada paseo o salida, se nos adelantó comprándonos chocolatines, un chupetín flautín a cada uno y unas galletitas “Manon” pequeñas de cinco unidades cada paquete, para entretener nuestras dentaduras mientras nos deleitábamos con el paisaje tan movedizo.

Esa tarde fue distinta… y vaya que lo fue, al menos en esa etapa de mi vida. Los dos niños nos encontrábamos sentados en una de las bancas de madera, de listones lustrados, trabados por gruesos bulones y patas de hierro. Sobre nuestras cabezas se erigía el gran parlante que anunciaba la llegada y las partidas de los diferentes trenes de larga distancia. Las locomotoras funcionaban a combustible, y pesadísimas circulaban de colores rojo y amarillo, u otros tonos con verde, pero sus máquinas hacían vibrar el piso del andén mientras maniobraban el enganche con la fila de vagones. Sus bocinas atronadoras sobresaltaban nuestros frágiles cuerpos pequeños. Éramos dos hermanos subyugados con semejantes movimientos y desplazamientos. El gentío esa tarde era el máximo, pues ya eran cerca de las 19 horas, y se trataba de un horario pico para la llegada y partida de los distintos trenes con destinos diferentes. Corrían los años 70 y el ferrocarril era fundamental para conectar ciudades importantes con pueblos que, de otra manera, desaparecerían… pues dependían totalmente de estos trenes para su abastecimiento y comercio de sus productos manufacturados, como de otros fabricados en el país o de importación. En un visor luminoso, no me perdía los destinos variados… Resistencia, San Martín de los Andes, Catamarca, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, Capital Federal, Córdoba… Todos lugares que no conocía aún y me parecían más recónditos así en su lectura que en sus mapas escolares.

Era invierno, y hacía poco que los árboles se habían quedado desnudos. Al bajar el sol vespertino, el frío comenzó a molestar mi cuello delgado obligándome a enrollar sobre él, mi bufanda de lana rayada y colorida. Tanto mis ojos como los de mi hermano, no perdían detalle. El tren con destino a Concordia, ciudad litoraleña argentina, estaba ahora posicionado frente a nosotros. Su locomotora miraba al este y sus vagones, ya enganchados, habían completado su carga humana. Las ventanillas lucían muy luminosas con el contraste oscuro del andén que ya recortaba sus siluetas sobre el cielo nocturno y gélido. Habíamos terminado ya de consumir las golosinas y estábamos incómodos, pues yo tenía deseos de hacer pis y el trasero de mi hermano estaba dolorido de tanto permanecer sentados en la banca de madera. Dirigí mi mirada hacia las ventanillas del tren próximo a partir, y le comenté a mi hermano que faltaría poco para que ese tren, cuando se encontrare ya en plena marcha, llenaría su comedor con riquísimas comidas ofrecidas a sus pasajeros emprendidos en tan largo viaje. Esa ciudad le parecía lejanísima y los pasajeros llegarían con seguridad al día siguiente, cruzando campos, urbes desconocidas y pueblos humildes con otras estaciones más precarias donde el tren continuaría cargando más pasajeros y bultos, cartas y encomiendas para otros destinos…así me contaba mi mami, cuando yo le interrogaba acerca de historias sobre los trenes cada vez que mis padres regresaban de viajes desde la Capital del País. Volví a girar mi mirada hacia las ventanillas y tomé conciencia que un hombrecito bastante pequeño, al menos lo parecía, comparado con el resto que todavía deambulaba por el interior de los vagones en busca de sus asientos y de las bodegas para sus bultos, me miraba con la nariz adherida al vidrio desde el interior del vagón. Tenía un sombrero negro armadito con alas chicas, y un saco que a mí me parecía oscuro, verde con marrón o quizás haya sido también negro, con camisa desprendida al cuello color crema y un pañuelo claro. Me miraba fijo y, asombrada, le avisé a mi hermano pero él no lo podía ver por más que yo se lo describiera y él intentara, a su vez, discriminarlo entre el gentío. El hombrecillo me hizo señas con sus manos, como llamándome a que me acercara a la ventanilla del vagón… Sin darme cuenta, como hipnotizada, fui aproximándome, desoyendo los llamados de mi hermano mayor… Estaba totalmente atraída por una sensación intensa de desear el ingreso al tren tan próximo a partir. Lentamente, fui penetrando al murmullo del interior del vagón, impregnándome de su íntima esencia viajera. El espacio seguía poblándose, acomodándose y yo absorbiendo lentamente sus aromas, en mezclilla con perfumes, cueros, maderas, y los rumores allí reinantes se hacían cada vez más y más intensos. Me encontré a mí misma en el interior, ubicándome en un asiento junto a la ventanilla cerca de la mitad del coche vagón. Mi hermano golpeaba el vidrio para llamarme, yo no lo escuchaba, continuaba atraída por la música suave de un radio de alguien del interior quizás asientos más adelante. Las risas, los llantos de algunos bebes, las voces de las conversaciones, el olor a tinta de revistas y diarios, aroma a vainilla de galletas, y lavanda de algunos de los recién afeitados…dominaban todos mis sentidos y atención. Tampoco recordé más al hombrecillo invitante, pues me hallaba inconscientemente cómoda en mi asiento. A mi lado se acomodó una señora bien obesa, con tapado gris y cuello de piel de potrillo negro. Llevaba un bolso de cuero corrugado, con borlas grandes de baquelita. En su cabeza, un bombín gris topo, mostraba dos coloridas flores de felpa. Me sonrió con su rouge carmín y la perlada completa en su boca que olía a menta. –Creo que éste es mi sitio, querida – Adujo sin borrar su sonrisa. Yo ignoraba el número de asiento suyo, y mucho menos podía ayudar a la señora a confirmar su sitio. Tomé conciencia que el tren había comenzado a avanzar… y fue en esos instantes cuando giré mi rostro hacia el andén, dándome cuenta que estaba partiendo sin mi hermano, sin mi padre, sin permiso y sin saber el destino exacto al que me dirigía ni el por qué. -¿Cómo había ingresado a ese vagón?- Me preguntaba ahora atormentada, desconociendo totalmente los hechos acaecidos. El andén no mostraba nada, pues ofrecía imágenes desconocidas para mis ojos, y mientras sentía desplazarse lento al vagón, no encontraba con mi mirada, ni a mi hermano, ni al parlante, ni al visor que marcaba los destinos… solo un andén desolado en una absoluta oscuridad, con unos kioscos de persianas cerradas que antes nunca había visto. Sentí miedo y mi corazón comenzó a latir como deseando volar fuera de mi pecho, mientras las lágrimas brotaban de mis ojos llorosos borroneando las imágenes apenas percibidas. La señora de sombrero gris ya había retirado de su osamenta el tapado gris y cuello de piel y lo había dispuesto arriba en el valijero. Al verme llorosa, me preguntó lo sucedido y cayó rápidamente en la cuenta de que estaba, según su apreciación, muy sola. Mientras el tren avanzaba con el sonar intenso de la potente locomotora, y el vaivén zarandeaba rítmicamente al vagón, podía percibir un golpeteo intermitente en mi lado izquierdo ocasionado por el abultado cuerpo de mi acompañante, quien con un sweater muy grueso negro y una capa de gris topo de angora, rozaban y golpeaban mis hombro y brazo izquierdos, y cada tanto también mi rostro. Esto hacía sentirme muy empequeñecida y como hundida en mi butaca, mientras percibía que la mujer obesa, ocupaba toda la completud del asiento… hasta me parecía lo hacía en todo el vagón. Cada tanto me sentía examinada, o husmeada por esa inoportuna compañera. Notándome tan solitaria e incómoda, la mujer obesa rompió el silencio conmigo preguntándome -¿Quieres una galletita niña?- Pero la angustia era demasiada y atiné solo a girar lateralmente mi cabeza en mostración de negación. Con el movimiento acompasado del vehículo sorpresivo, y el calor albergante, comencé a adormecerme. Tenía mis ojos entreabiertos y pude observar como el interior del vagón transformaba sus tonos azules de las butacas, subiéndolos al cielo, quedando los verdes intensos impregnados sobre unos árboles muy forestados que bordeaban el camino mientras una fresca brisa movía agitadamente sus copas frondosas. El caballo blanco con manchas café, enjaezadas con libreas, trotaba rápido por el sendero tirando del carro, mientras me encontré mirando maravillada el suelo ya que el camino estaba todo bordeado de florecillas silvestres bastante coloridas. El aire campestre era demasiado fresco y Octavia me interrogó si quería un abrigo. Miré a Octavia quien, muy obesa, me sonreía desde sus labios rojos y la reconocí como a una tía… Esta vez le contesté con automatismo –No, gracias tía Octavia-.

Tía Octavia me aseguró que pronto llegaríamos a la casa del tío Manuel. De inmediato se divisó al final del sendero una casita igualita a la de mi libro de cuentos que yacía en mi biblioteca desde el cumpleaños aquél, cuando me lo obsequiara mamá hacía ya más de dos años. Cuando ingresamos, la tía llevaba una valija, y en sus brazos colgaba un tapado gris topo y comencé a tomar conciencia que esa pariente era la mismísima compañera de asiento en el tren. Enmudecida me decidí a esperar a que los hechos se sucedieran, pues el estupor era demasiado y la confusión, me habían desarmado. El tío Manuel se nos acercó y nos invitó a tomar el té en el comedor. Me miró fijamente preguntándome por mi padre… Asustada comencé a llorar y adherida al piso no deseaba moverme sino que a gritillos histéricos pedía ayuda. Solo quería en forma desesperada que pronto apareciera mi papá y mi hermano. Interrogaba angustiada dónde estaban mis familiares. Pronto, sin que hubiera sucedido casi nada de tiempo, en el salón, se presentaron unos hombrecillos, encabezados por el individuo pequeño invitante quien me había llamado desde el interior del vagón. Eran varios, a los que rápidamente, conté como cinco. Vestidos en colores raros, parecían antiguos, de azul, marrones y verdes, me aseguraron tratarse de ser los duendes de los trenes. Comentaron que los ferrocarriles están ocupados por muchos elementales con diversidad de misiones y que los habitan para que esas tareas consistan en solucionar las urgencias de cada viajero. Asombrada, les pregunté el porqué me habían llevado allí, a esa casita. pero los duendes, me dijeron que el tío Manuel y la tía Octavia, eran los encargados de trasladar a cada sufriente, para que ellos en su laboratorio, realizaran los análisis de las problemáticas de cada pasajero, y después en su taller, confeccionaban sábanas balsámicas y construían pociones energéticas emocionales, para que cada uno de los pasajeros de trenes, le encontrara a sus problemas soluciones… o al menos que no le afectaran tales conflictos. Sin embargo, insistí en que a los problemas hay que resolverlos y que quizás, ellos podían dedicarse a realizar semejantes obras en la vida de cada uno que subiera y viajara en los ferrocarriles. Ante ese cuestionamiento, los duendes del tren, me dijeron que los problemas no existen en la realidad. Simplemente son fantasías de las personas humanas. Ellos, solo detectan y modifican esas fantasías que son las conductas ante lo que creen problemático. Hacen un giro de visión y ya lo que les aquejaba, no les afecta más, porque les enseñan a ver las cosas con otros telescopios vitales, del modo que se les incremente su alegría de vivir… Una vez solucionados los que consideraban como conflictos, se los hacía volver al tren. Pasadas estas explicaciones, yo permanecía en la sala todavía, en el mismo sitio y de pie, como aferrada al suelo. El tío Manuel y la tía Octavia, estaban sentados junto a la mesa del comedor bebiendo su te, comiendo masas, y bizcochos, de a dos por cada mano… pues la tía era insaciable, sin embargo se la veía muy contenta, siempre con su sonrisa perlada en un marco rojo carmín. Los duendes me observaban en fila uno al lado del otro, esperando mi reacción. Aproveché para observarlos bien y capté que eran de diferentes tamaños y sus ojos brillaban como las estrellas del cielo, irradiando bondad y veracidad. Aproveché, tras tranquilizarme bastante, pues sentía una atmósfera pacífica y reconfortante rodeándome, para interrogar el por qué del motivo que había sido yo trasladada a la casa del tío Manuel, si no tenía conflictos… o al menos no me eran conscientes. Los hombrecillos, algo consternados, se miraron unos a otros y me respondieron con una actitud firme fijando sus cinco pares de ojitos sobre los míos con miradas luminosas y demasiado penetrantes. Sentí una atracción extraña, como si a través de sus pupilas, todo mi destino hasta entonces, se viera reflejado. Creo que no me hablaron con palabras articuladas, sino que me transmitieron el sentido de mi transitorio traslado. Comprendí que con mis nueve años, todavía no había superado emocionalmente, la muerte de mi madre. Mi papá y hermano eran geniales conmigo pero yo debía subirme a un tren sin bajarme hasta mi adultez. Me transmitieron que bajarse en cualquier andén, no era recomendable por los imprevistos desagradables, y que los viajes tampoco eran siempre llanos, con paisajes maravillosos a través de los ventanales de ocasión. Comprendí por ellos que debía ser fuerte, prudente, para sobrellevar una conducta permanente, llevando el estandarte de la ética para evitar errores humanos que dañaran a otras especies o a otros humanos. Me explicaron que los viajes en tren eran muy venturosos, imprevisibles, pero que nunca los iniciara sin la emoción que merecían. También aprendí que la locomotora que arrastrara los vagones, no siempre tendría la misma templanza, ni la misma fuerza poderosa, porque los combustibles, o las posiciones en el vagón que yo eligiera, podrían variar demasiado… pero que quitara todo temor. Finalmente, se me informó, que habrían muchos viajes con distintas locomotoras, con diferentes pasajeros, con climas variables, y vagones más o menos nuevos, pero los viajes siempre serían hacia adelante, hacia un futuro esperanzado.

Estando yo absorta con esta conexión energética de áurea radiante, la voz del hombrecillo de negro, el invitante, me sobresaltó… -Algún día, los trenes ya no estarán más en tu vida, y aprenderás otros rumbos, o al menos a transitar caminos con otros modos de locomoción, querida Lenka-. Sorprendida, sentí angustia, pero la de no comprender mucho lo transmitido verbalmente. Prosiguió -No interesa si no comprendes ahora, solo fija en tu memoria todo lo recibido en estos instantes, y cuando sea el momento, tendrás los recuerdos oportunos para aplicarlos en su justo curso. –

Noté como el Tío Manuel se incorporó de su silla y lo acompañó en el acto la tía Octavia. Ambos se acercaron afectivos y ayudé a colocarse el tapado con cuello de potrillo negro a la tía. Pregunté dubitativa -¿Nos vamos tía Octavia?-Los dos asintieron con un beso, pero quise girar hacia la puerta de la casa, aunque mis pies entumecidos que, hasta el momento no se habían todavía movido de su sitio, no me dejaban avanzar. Solo atiné a lateralizar mi rostro observando cómo los cinco hombrecitos me observaban con ternura luminosa, mientras se desdibujaban descoloridamente. Traté de acomodarme para salir en un nuevo intento pero noté que el tren estaba frenando… el vaivén se estaba endenteciendo y me asomé a la ventanilla, dándome cuenta que nos acercábamos a una estación importante, y pensé estar llegando a una estación de un pueblo cercano para cargar encomiendas y la comida para la cena de las diez pm. El cese del movimiento, fue despertando mi somnolencia. Miré a mi lado y la señora gorda no estaba, pues su asiento estaba vacío. Me levanté y miré en el porta equipaje de arriba para buscar el tapado gris topo que caía un poco desbordando debido a su gran tamaño, pero nada estaba guardado allí. En el interior del vagón todo parecía normal. Me acerqué a la escotilla para mirar por la ventana circular de cristal, y el guarda venía hacia el vagón donde me encontraba abriendo la puerta. Le interrogué por mi familia. Le dije que no entendía por qué estaba dentro del tren, que permanecía todavía detenido, y le pregunté por el nombre del lugar donde estábamos varados. El guarda me dijo que en la estación central del ferrocarril San Martín… Sorprendida, miré por detrás de la puerta abierta, y encontré parado en los escalones del estribo a mi hermano mayor. -¡Vamos, Lenka! ¡Bajá ya que el tren va a arrancar en cualquier momento!… Molesto el guarda nos regañó, aduciendo que no se podía subir a los trenes si no éramos pasajeros, que los trenes no eran para jugar y nos advirtió de su peligrosidad, que pronto partía hacia Concordia. Bajé apurada y muy nerviosa, más bien demasiado emocionada. Me abracé a mi hermano con un llanto mezclado entre angustia y alegría. Mi hermano no comprendía nada pero seguro interpretó mi reacción por el reto reciente del guarda. Mientras caminábamos por el andén buscando la banqueta de listones de madera con bulones y patas de hierro, nuestro padre se nos acercaba con el rostro muy sonriente y luminoso. En una mano portaba un paquete de la rotisería, mientras en la otra, dos bolsas repletas de juguetes… -¡Vamos chicos, vamos rápido a casa! Pediré un taxi y vamos a casa a festejar la nochebuena, pues mañana partimos para los tíos de San Juan! ¡Y en Pullman! Y bien tempranito, pues… mañana es ¡Navidad! ¡ya saqué los tres pasajes!

Esa mañana, el diario ingresó misterioso por debajo de la puerta, con mis 25 años, sentía bastante frío ese invierno que corrían en 1991. Tenía que terminar unos artículos para la facultad. Preparaba la tesis para mi profesorado en ciencias biológicas. Era mi costumbre levantar el diario y leer sus titulares aunque más no sea para salir informada. Mientras sostenía con una mano mi café, levanté con la otra el periódico. Tenía temor de leer los titulares del “Los Andes” pues había sufrido insomnio durante una gran parte de la noche, al escuchar por el radio, la noticia de la eliminación por parte del Gobierno Nacional, de las redes de ferrocarriles. El tomar conciencia, de que eliminarían para siempre, los recorridos por los trenes a las ciudades del interior del país dejando muchos pueblos aislados, sin comercialización posible, obligándolos a migrar, me producía pesadillas. El pensar en esos pueblos fantasmas y muchos repartidos por las grandes pampas argentinas, sin comunicación posible. Finalmente me decidí a levantar el diario y leer los titulares… ”Finalización de ferrocarriles en Argentina. Ferrocarriles Argentinos, fue desarticulado en vistas de concesiones de las redes ferroviarias, posteriormente serán concesionados a empresas privadas en algunas ciudades provinciales para solo trenes de carga, los gobiernos provinciales, no continuarán con los servicios interurbanos, por falta de recursos. Ferrocarriles argentinos, operaba tanto trenes de carga como de pasajeros, estos últimos de todo tipo: de larga distancia hacia gran parte de la Argentina, urbanos en el área metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, e interurbanos entre ciudades del interior del país”. Quedé absorta mientras se enfriaba el café. Hojas más adelante continuaba el relato con la idea de que se verán de reemplazar algunas rutas, modificando trazas en las empresas de ómnibus. Algunos pueblos chicos del interior del país, quedarán como fantasmas, sin correspondencia ni modo de comercializar sus manufacturas ni de adquirir progreso alguno…

Todo lo sucedido en esa tarde en mi visita acompañada de mi hermano a la Estación Ferrocarril, se me hizo totalmente presente. La evocación de un puñado de ayudantes en el tren difícil de mi vida era un hecho innegable. Ahora ¿dónde estarían esos seres elementales diminutos sin esos vagones, sin esas locomotoras poderosas, que comunicaban culturas, vidas y costumbres? Sonreí triste, a una tía Octavia, engrosando las butacas de un ómnibus de larga distancia… rumbo a ayudar a otras vidas en su tren interior. Obedecí consciente e inconscientemente durante toda mi existencia, en tratar de mantenerme calma ante las tempestades que azotaban mis viajes por los sinuosos y espinosos transitares… pero nunca bajé en algún andén, al menos mientras mi tren se dirigía hasta el final de mis destinos. Pensé que lo que había sucedido en aquellos tiempos infantiles era producto fantasioso de una niña adormilada. Razoné en la angustiosa orfandad reciente de aquellos tiempos. y ahora ya nada más permanecía… ni siquiera los absurdos trenes de mi vida. Sin embargo me quedaba poco para recibirme y meditaba, mientras cambiaba mi café por otro bien caliente… mirando las volutas del vapor al trasluz de la ventana en el incipiente amanecer, preguntándome: ¿qué ómnibus tomaría para continuar mi ruta… la ruta que me conduciría finalmente el resto de mi vida?

©Renée Escape – 2014-

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

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