VISITA
A LA ESTACIÓN
Ya eran muchas las visitas hechas a la
estación de trenes durante mi corta vida. Tanto mi padre como mi madre, juntos
o por separado, solían viajar a menudo en tren. Ellos podían hacerlo a Buenos
Aires, por entonces a la Capital Federal, para sus exposiciones de esculturas y
pinturas en galerías céntricas de arte de Metrópolis. Tenían familiares en la
vecina provincia de San Juan, por lo que era costumbre, cada tantos meses,
subirse a esos vagones misteriosos. Cuando con mi hermano, los despedíamos en
la Estación, quedábamos viendo su perderse con el sonar de la gran locomotora,
con sus bocinas atronadoras y su ritmo tan peculiar, desdibujándose en un
horizonte cada vez más indefinido.
Con mi hermano, nos llevaban a visitar a
nuestros tíos sanjuaninos, de tanto en tanto, como dos o tres veces al año y
siempre en tren.
Pero era más habitual despedir a nuestros
padres mientras nosotros quedábamos viéndolos mezclarse -a través de las
grandes ventanillas- con el gentío del interior del vagón, que acomodaba sus
bultos y valijas en los compartimientos superiores a la fila de asientos. En
los viajes largos, nuestros padres, pagaban mucho más para poder viajar en
“Pullman”, categoría muy cómoda, con asientos butacas revestidos en terciopelo
azul y fundas blancas en sus cabezales. En este sector más privilegiado, cuando
el tren tomaba su rumbo, un guarda, distribuía por cada asiento una almohada
enfundada también de tela de hilo blanco bien almidonado. En épocas de paseo a
la provincia vecina de San Juan, en visita a nuestros tíos, podíamos viajar en
el sector intermedio. Era bastante más económico y llamado “Primera Clase”.
Tenía asientos blandos tapizados en bratina verde oscuro, con pisos y
revestimientos internos en los vagones de color marrón claro.
Mientras el rumbo por las vías hacía su
movimiento pausado con su ritmo de vaivén característico, con mi hermano, no
perdíamos oportunidad de correr por los vagones, de deslizarnos por sus
encastres y abrir las compuertas o escotillas para pasar a los otros módulos y
así, valorar como las categorías diferentes mostraban sus distintas vistas. Era
ingresar a la magia de un túnel concéntrico, donde las imágenes cada vez más
empequeñecidas observadas a través del gran ojo de buey de cristal que las
puertas, a su vez, a cada extremo de los vagones, ofrecían. El aspecto visual
interior dentro de cada vagón, hasta convertirse esa imagen en un punto
indescifrable, lo considerábamos apasionante. Era un acto intrépido, temible y
atrapante, el pasar de un vagón a otro debido a sus enganches, con un fuelle
misterioso que daba miedo y despertaba imaginaciones monstruosas como las que
mostraban las películas de la tele. Pasar al baño me costaba demasiado de niña,
era un coche vagón muy movedizo. Tenía que armarme de varias maniobras para
poder sujetarme con una puerta que tendía a abrirse pareciendo batiente porque
su cerrojo era, para mí, indescifrable. En el habitáculo helado a menudo y a la
vez ventoso, había una boca de excusado cuyo fin era un boquete, ruidoso y
maloliente que denotaba la sensación de tragarse a cualquier humano que
intentara eliminar allí sus excreciones urgentes… Esto me provocaba llanto que
a menudo debía ser asistido por mi madre, quien a la vez debía sujetarme y,
mientras me sentía asegurada, podía evacuar más tranquila mientras yo le
acometía mis consabidas preguntas… -¿A dónde va mi “popó”? -ante la respuesta
-Las necesidades sólidas caen sobre las vías-.
Cada vez que con mis amigos, o hermano,
atravesábamos, caminando cerca de mi casa, o circulando en auto, alguna vía, me
esforzaba para mirar entre los yuyales que crecían abigarrados envolviendo los
durmientes, por si encontraba alguna muestra de esas posibles defecaciones de
pasajeros numerosos que a diario viajarían y por ende pasarían por esas rutas
de rieles…
En ocasiones, las visitas a mis tíos de la
vecina provincia, eran efectuadas en un tren nocturno donde la noche pintaba
con otro color esos viajes. Como a las 10 p.m. nos desplazábamos al coche
comedor para cenar… Era muy divertido, porque olía a café, a comida rica,
mientras pegábamos nuestras ñatas al vidrio de las ventanillas con marcos
metálicos de bordes inferiores bien bajos donde las mesas se le adherían. El
afuera, permitía apreciar, observándolo en las noches de luna, una leve
claridad, con luces mortecinas, que se perdían a lo lejos. Las estampas
nocturnas ofrecían imágenes, también, de yuyales y grupos de árboles a los que
ambos niños saludábamos. Imposible que mi mente pequeña de niña de siete años, no
sufriera ante el pensamiento de algún arbolito solitario, perdido en pleno
campo durante las noches, mientras nosotros pasábamos y paseábamos, contentos
desde el interior de un comedor caliente y luminoso, sintiendo la soledad y el
abandono del vegetal al borde de las vías del camino. Inevitable las preguntas
a mi madre sobre quién regaría y cuidaría de esos árboles agrupados y
solitarios. Pero tranquilizaba mi corazón y cerebro inquietos, cuando mi madre
me contentaba con que la naturaleza era sabia, que llovía bastante en los
campos y que a los árboles les gustaba mucho la soledad, al igual que a los
arroyos, a los pájaros y a las nubes. No eran viajes largos, porque solo tres
horas y media separaban entre las vías, a las dos ciudades vecinas de Mendoza y
San Juan, sin embargo, para mí y para mi hermano mayor, esos viajes
significaban toda una aventura, toda una novedad y gran experiencia de
aprendizajes, distracción y alegría.
Esa tarde fue muy distinta. Nadie viajaba en
mi familia, ni recibían tampoco a ningún conocido al cual esperar. Pero mi
padre nos dejó a los dos, sentaditos en unos bancos de madera ubicados en el
andén. Tenía que hacer unas compras en una farmacia cercana y entrevistarse con
un abogado de una de las calles linderas para ofrecerle sus obras de arte a la
espera de vender alguno de sus cuadros. Era víspera de Navidad y hacían falta
unos pesos. Como éramos obedientes, no nos opusimos a quedarnos en el andén de
la estación ferrocarril, para apreciar el interesante movimiento que allí se generaba.
La llegada de los trenes por los diferentes carriles, los pasajeros subiendo y
bajando, los valijeros que cargaban vagones, los portadores de valijas con sus
carros y sus propinas, los vendedores de diarios, los que ofrecían sus ventas
de golosinas o café, las vestimentas de los distintos grupos sociales, que
despertaban el juego divertido de adivinar a cuál categoría de vagón subirían.
Pasábamos los minutos apostando, según su indumentaria, apelando tanto yo como
mi hermano a la observación escudriñada, de esos viajantes afortunados, sin
perdernos detalles de los sombreros, bolsos, valijas, tapados, sobretodos,
calzados. De estas características dependían nuestras adivinanzas sobre el
vagón al que arribarían según su condición social… en fin, era demasiado
atractivo para nosotros esperar a nuestro padre, que deseábamos demorara
suficiente, hasta quedarnos satisfechos de tantos estímulos que nos parecían
sumamente interesantes. Como nuestro papá conocía también nuestros deseos y
caprichos, en cada paseo o salida, se nos adelantó comprándonos chocolatines,
un chupetín flautín a cada uno y unas galletitas “Manon” pequeñas de cinco
unidades cada paquete, para entretener nuestras dentaduras mientras nos
deleitábamos con el paisaje tan movedizo.
Esa tarde fue distinta… y vaya que lo fue, al
menos en esa etapa de mi vida. Los dos niños nos encontrábamos sentados en una
de las bancas de madera, de listones lustrados, trabados por gruesos bulones y
patas de hierro. Sobre nuestras cabezas se erigía el gran parlante que
anunciaba la llegada y las partidas de los diferentes trenes de larga
distancia. Las locomotoras funcionaban a combustible, y pesadísimas circulaban
de colores rojo y amarillo, u otros tonos con verde, pero sus máquinas hacían
vibrar el piso del andén mientras maniobraban el enganche con la fila de
vagones. Sus bocinas atronadoras sobresaltaban nuestros frágiles cuerpos
pequeños. Éramos dos hermanos subyugados con semejantes movimientos y
desplazamientos. El gentío esa tarde era el máximo, pues ya eran cerca de las
19 horas, y se trataba de un horario pico para la llegada y partida de los
distintos trenes con destinos diferentes. Corrían los años 70 y el ferrocarril
era fundamental para conectar ciudades importantes con pueblos que, de otra
manera, desaparecerían… pues dependían totalmente de estos trenes para su
abastecimiento y comercio de sus productos manufacturados, como de otros
fabricados en el país o de importación. En un visor luminoso, no me perdía los
destinos variados… Resistencia, San Martín de los Andes, Catamarca, San Miguel
de Tucumán, Santiago del Estero, Capital Federal, Córdoba… Todos lugares que no
conocía aún y me parecían más recónditos así en su lectura que en sus mapas
escolares.
Era invierno, y hacía poco que los árboles se
habían quedado desnudos. Al bajar el sol vespertino, el frío comenzó a molestar
mi cuello delgado obligándome a enrollar sobre él, mi bufanda de lana rayada y
colorida. Tanto mis ojos como los de mi hermano, no perdían detalle. El tren
con destino a Concordia, ciudad litoraleña argentina, estaba ahora posicionado
frente a nosotros. Su locomotora miraba al este y sus vagones, ya enganchados,
habían completado su carga humana. Las ventanillas lucían muy luminosas con el
contraste oscuro del andén que ya recortaba sus siluetas sobre el cielo
nocturno y gélido. Habíamos terminado ya de consumir las golosinas y estábamos
incómodos, pues yo tenía deseos de hacer pis y el trasero de mi hermano estaba
dolorido de tanto permanecer sentados en la banca de madera. Dirigí mi mirada
hacia las ventanillas del tren próximo a partir, y le comenté a mi hermano que
faltaría poco para que ese tren, cuando se encontrare ya en plena marcha,
llenaría su comedor con riquísimas comidas ofrecidas a sus pasajeros
emprendidos en tan largo viaje. Esa ciudad le parecía lejanísima y los
pasajeros llegarían con seguridad al día siguiente, cruzando campos, urbes
desconocidas y pueblos humildes con otras estaciones más precarias donde el
tren continuaría cargando más pasajeros y bultos, cartas y encomiendas para
otros destinos…así me contaba mi mami, cuando yo le interrogaba acerca de
historias sobre los trenes cada vez que mis padres regresaban de viajes desde
la Capital del País. Volví a girar mi mirada hacia las ventanillas y tomé
conciencia que un hombrecito bastante pequeño, al menos lo parecía, comparado
con el resto que todavía deambulaba por el interior de los vagones en busca de
sus asientos y de las bodegas para sus bultos, me miraba con la nariz adherida
al vidrio desde el interior del vagón. Tenía un sombrero negro armadito con
alas chicas, y un saco que a mí me parecía oscuro, verde con marrón o quizás
haya sido también negro, con camisa desprendida al cuello color crema y un
pañuelo claro. Me miraba fijo y, asombrada, le avisé a mi hermano pero él no lo
podía ver por más que yo se lo describiera y él intentara, a su vez,
discriminarlo entre el gentío. El hombrecillo me hizo señas con sus manos, como
llamándome a que me acercara a la ventanilla del vagón… Sin darme cuenta, como
hipnotizada, fui aproximándome, desoyendo los llamados de mi hermano mayor…
Estaba totalmente atraída por una sensación intensa de desear el ingreso al
tren tan próximo a partir. Lentamente, fui penetrando al murmullo del interior
del vagón, impregnándome de su íntima esencia viajera. El espacio seguía
poblándose, acomodándose y yo absorbiendo lentamente sus aromas, en mezclilla
con perfumes, cueros, maderas, y los rumores allí reinantes se hacían cada vez
más y más intensos. Me encontré a mí misma en el interior, ubicándome en un
asiento junto a la ventanilla cerca de la mitad del coche vagón. Mi hermano
golpeaba el vidrio para llamarme, yo no lo escuchaba, continuaba atraída por la
música suave de un radio de alguien del interior quizás asientos más adelante. Las
risas, los llantos de algunos bebes, las voces de las conversaciones, el olor a
tinta de revistas y diarios, aroma a vainilla de galletas, y lavanda de algunos
de los recién afeitados…dominaban todos mis sentidos y atención. Tampoco
recordé más al hombrecillo invitante, pues me hallaba inconscientemente cómoda
en mi asiento. A mi lado se acomodó una señora bien obesa, con tapado gris y
cuello de piel de potrillo negro. Llevaba un bolso de cuero corrugado, con
borlas grandes de baquelita. En su cabeza, un bombín gris topo, mostraba dos
coloridas flores de felpa. Me sonrió con su rouge carmín y la perlada completa
en su boca que olía a menta. –Creo que éste es mi sitio, querida – Adujo sin
borrar su sonrisa. Yo ignoraba el número de asiento suyo, y mucho menos podía
ayudar a la señora a confirmar su sitio. Tomé conciencia que el tren había
comenzado a avanzar… y fue en esos instantes cuando giré mi rostro hacia el
andén, dándome cuenta que estaba partiendo sin mi hermano, sin mi padre, sin
permiso y sin saber el destino exacto al que me dirigía ni el por qué. -¿Cómo
había ingresado a ese vagón?- Me preguntaba ahora atormentada, desconociendo
totalmente los hechos acaecidos. El andén no mostraba nada, pues ofrecía
imágenes desconocidas para mis ojos, y mientras sentía desplazarse lento al
vagón, no encontraba con mi mirada, ni a mi hermano, ni al parlante, ni al
visor que marcaba los destinos… solo un andén desolado en una absoluta
oscuridad, con unos kioscos de persianas cerradas que antes nunca había visto. Sentí
miedo y mi corazón comenzó a latir como deseando volar fuera de mi pecho,
mientras las lágrimas brotaban de mis ojos llorosos borroneando las imágenes
apenas percibidas. La señora de sombrero gris ya había retirado de su osamenta
el tapado gris y cuello de piel y lo había dispuesto arriba en el valijero. Al
verme llorosa, me preguntó lo sucedido y cayó rápidamente en la cuenta de que
estaba, según su apreciación, muy sola. Mientras el tren avanzaba con el sonar
intenso de la potente locomotora, y el vaivén zarandeaba rítmicamente al vagón,
podía percibir un golpeteo intermitente en mi lado izquierdo ocasionado por el
abultado cuerpo de mi acompañante, quien con un sweater muy grueso negro y una
capa de gris topo de angora, rozaban y golpeaban mis hombro y brazo izquierdos,
y cada tanto también mi rostro. Esto hacía sentirme muy empequeñecida y como
hundida en mi butaca, mientras percibía que la mujer obesa, ocupaba toda la
completud del asiento… hasta me parecía lo hacía en todo el vagón. Cada tanto me
sentía examinada, o husmeada por esa inoportuna compañera. Notándome tan
solitaria e incómoda, la mujer obesa rompió el silencio conmigo preguntándome
-¿Quieres una galletita niña?- Pero la angustia era demasiada y atiné solo a
girar lateralmente mi cabeza en mostración de negación. Con el movimiento
acompasado del vehículo sorpresivo, y el calor albergante, comencé a
adormecerme. Tenía mis ojos entreabiertos y pude observar como el interior del
vagón transformaba sus tonos azules de las butacas, subiéndolos al cielo,
quedando los verdes intensos impregnados sobre unos árboles muy forestados que
bordeaban el camino mientras una fresca brisa movía agitadamente sus copas
frondosas. El caballo blanco con manchas café, enjaezadas con libreas, trotaba
rápido por el sendero tirando del carro, mientras me encontré mirando
maravillada el suelo ya que el camino estaba todo bordeado de florecillas
silvestres bastante coloridas. El aire campestre era demasiado fresco y Octavia
me interrogó si quería un abrigo. Miré a Octavia quien, muy obesa, me sonreía
desde sus labios rojos y la reconocí como a una tía… Esta vez le contesté con
automatismo –No, gracias tía Octavia-.
Tía Octavia me aseguró que pronto llegaríamos
a la casa del tío Manuel. De inmediato se divisó al final del sendero una
casita igualita a la de mi libro de cuentos que yacía en mi biblioteca desde el
cumpleaños aquél, cuando me lo obsequiara mamá hacía ya más de dos años. Cuando
ingresamos, la tía llevaba una valija, y en sus brazos colgaba un tapado gris topo
y comencé a tomar conciencia que esa pariente era la mismísima compañera de
asiento en el tren. Enmudecida me decidí a esperar a que los hechos se
sucedieran, pues el estupor era demasiado y la confusión, me habían desarmado.
El tío Manuel se nos acercó y nos invitó a tomar el té en el comedor. Me miró
fijamente preguntándome por mi padre… Asustada comencé a llorar y adherida al
piso no deseaba moverme sino que a gritillos histéricos pedía ayuda. Solo
quería en forma desesperada que pronto apareciera mi papá y mi hermano.
Interrogaba angustiada dónde estaban mis familiares. Pronto, sin que hubiera
sucedido casi nada de tiempo, en el salón, se presentaron unos hombrecillos,
encabezados por el individuo pequeño invitante quien me había llamado desde el
interior del vagón. Eran varios, a los que rápidamente, conté como cinco.
Vestidos en colores raros, parecían antiguos, de azul, marrones y verdes, me
aseguraron tratarse de ser los duendes de los trenes. Comentaron que los
ferrocarriles están ocupados por muchos elementales con diversidad de misiones
y que los habitan para que esas tareas consistan en solucionar las urgencias de
cada viajero. Asombrada, les pregunté el porqué me habían llevado allí, a esa
casita. pero los duendes, me dijeron que el tío Manuel y la tía Octavia, eran
los encargados de trasladar a cada sufriente, para que ellos en su laboratorio,
realizaran los análisis de las problemáticas de cada pasajero, y después en su
taller, confeccionaban sábanas balsámicas y construían pociones energéticas
emocionales, para que cada uno de los pasajeros de trenes, le encontrara a sus
problemas soluciones… o al menos que no le afectaran tales conflictos. Sin
embargo, insistí en que a los problemas hay que resolverlos y que quizás, ellos
podían dedicarse a realizar semejantes obras en la vida de cada uno que subiera
y viajara en los ferrocarriles. Ante ese cuestionamiento, los duendes del tren,
me dijeron que los problemas no existen en la realidad. Simplemente son
fantasías de las personas humanas. Ellos, solo detectan y modifican esas
fantasías que son las conductas ante lo que creen problemático. Hacen un giro
de visión y ya lo que les aquejaba, no les afecta más, porque les enseñan a ver
las cosas con otros telescopios vitales, del modo que se les incremente su
alegría de vivir… Una vez solucionados los que consideraban como conflictos, se
los hacía volver al tren. Pasadas estas explicaciones, yo permanecía en la sala
todavía, en el mismo sitio y de pie, como aferrada al suelo. El tío Manuel y la
tía Octavia, estaban sentados junto a la mesa del comedor bebiendo su te,
comiendo masas, y bizcochos, de a dos por cada mano… pues la tía era
insaciable, sin embargo se la veía muy contenta, siempre con su sonrisa perlada
en un marco rojo carmín. Los duendes me observaban en fila uno al lado del
otro, esperando mi reacción. Aproveché para observarlos bien y capté que eran
de diferentes tamaños y sus ojos brillaban como las estrellas del cielo,
irradiando bondad y veracidad. Aproveché, tras tranquilizarme bastante, pues
sentía una atmósfera pacífica y reconfortante rodeándome, para interrogar el
por qué del motivo que había sido yo trasladada a la casa del tío Manuel, si no
tenía conflictos… o al menos no me eran conscientes. Los hombrecillos, algo
consternados, se miraron unos a otros y me respondieron con una actitud firme
fijando sus cinco pares de ojitos sobre los míos con miradas luminosas y
demasiado penetrantes. Sentí una atracción extraña, como si a través de sus
pupilas, todo mi destino hasta entonces, se viera reflejado. Creo que no me
hablaron con palabras articuladas, sino que me transmitieron el sentido de mi
transitorio traslado. Comprendí que con mis nueve años, todavía no había
superado emocionalmente, la muerte de mi madre. Mi papá y hermano eran geniales
conmigo pero yo debía subirme a un tren sin bajarme hasta mi adultez. Me
transmitieron que bajarse en cualquier andén, no era recomendable por los
imprevistos desagradables, y que los viajes tampoco eran siempre llanos, con
paisajes maravillosos a través de los ventanales de ocasión. Comprendí por
ellos que debía ser fuerte, prudente, para sobrellevar una conducta permanente,
llevando el estandarte de la ética para evitar errores humanos que dañaran a
otras especies o a otros humanos. Me explicaron que los viajes en tren eran muy
venturosos, imprevisibles, pero que nunca los iniciara sin la emoción que
merecían. También aprendí que la locomotora que arrastrara los vagones, no
siempre tendría la misma templanza, ni la misma fuerza poderosa, porque los combustibles,
o las posiciones en el vagón que yo eligiera, podrían variar demasiado… pero
que quitara todo temor. Finalmente, se me informó, que habrían muchos viajes
con distintas locomotoras, con diferentes pasajeros, con climas variables, y
vagones más o menos nuevos, pero los viajes siempre serían hacia adelante,
hacia un futuro esperanzado.
Estando yo absorta con esta conexión
energética de áurea radiante, la voz del hombrecillo de negro, el invitante, me
sobresaltó… -Algún día, los trenes ya no estarán más en tu vida, y aprenderás
otros rumbos, o al menos a transitar caminos con otros modos de locomoción,
querida Lenka-. Sorprendida, sentí angustia, pero la de no comprender mucho lo
transmitido verbalmente. Prosiguió -No interesa si no comprendes ahora, solo
fija en tu memoria todo lo recibido en estos instantes, y cuando sea el
momento, tendrás los recuerdos oportunos para aplicarlos en su justo curso. –
Noté como el Tío Manuel se incorporó de su
silla y lo acompañó en el acto la tía Octavia. Ambos se acercaron afectivos y
ayudé a colocarse el tapado con cuello de potrillo negro a la tía. Pregunté
dubitativa -¿Nos vamos tía Octavia?-Los dos asintieron con un beso, pero quise
girar hacia la puerta de la casa, aunque mis pies entumecidos que, hasta el momento
no se habían todavía movido de su sitio, no me dejaban avanzar. Solo atiné a
lateralizar mi rostro observando cómo los cinco hombrecitos me observaban con
ternura luminosa, mientras se desdibujaban descoloridamente. Traté de
acomodarme para salir en un nuevo intento pero noté que el tren estaba
frenando… el vaivén se estaba endenteciendo y me asomé a la ventanilla, dándome
cuenta que nos acercábamos a una estación importante, y pensé estar llegando a
una estación de un pueblo cercano para cargar encomiendas y la comida para la
cena de las diez pm. El cese del movimiento, fue despertando mi somnolencia.
Miré a mi lado y la señora gorda no estaba, pues su asiento estaba vacío. Me
levanté y miré en el porta equipaje de arriba para buscar el tapado gris topo
que caía un poco desbordando debido a su gran tamaño, pero nada estaba guardado
allí. En el interior del vagón todo parecía normal. Me acerqué a la escotilla
para mirar por la ventana circular de cristal, y el guarda venía hacia el vagón
donde me encontraba abriendo la puerta. Le interrogué por mi familia. Le dije
que no entendía por qué estaba dentro del tren, que permanecía todavía
detenido, y le pregunté por el nombre del lugar donde estábamos varados. El
guarda me dijo que en la estación central del ferrocarril San Martín…
Sorprendida, miré por detrás de la puerta abierta, y encontré parado en los
escalones del estribo a mi hermano mayor. -¡Vamos, Lenka! ¡Bajá ya que el tren
va a arrancar en cualquier momento!… Molesto el guarda nos regañó, aduciendo que
no se podía subir a los trenes si no éramos pasajeros, que los trenes no eran
para jugar y nos advirtió de su peligrosidad, que pronto partía hacia
Concordia. Bajé apurada y muy nerviosa, más bien demasiado emocionada. Me
abracé a mi hermano con un llanto mezclado entre angustia y alegría. Mi hermano
no comprendía nada pero seguro interpretó mi reacción por el reto reciente del
guarda. Mientras caminábamos por el andén buscando la banqueta de listones de
madera con bulones y patas de hierro, nuestro padre se nos acercaba con el
rostro muy sonriente y luminoso. En una mano portaba un paquete de la
rotisería, mientras en la otra, dos bolsas repletas de juguetes… -¡Vamos
chicos, vamos rápido a casa! Pediré un taxi y vamos a casa a festejar la
nochebuena, pues mañana partimos para los tíos de San Juan! ¡Y en Pullman! Y
bien tempranito, pues… mañana es ¡Navidad! ¡ya saqué los tres pasajes!
Esa mañana, el diario ingresó misterioso por
debajo de la puerta, con mis 25 años, sentía bastante frío ese invierno que corrían
en 1991. Tenía que terminar unos artículos para la facultad. Preparaba la tesis
para mi profesorado en ciencias biológicas. Era mi costumbre levantar el diario
y leer sus titulares aunque más no sea para salir informada. Mientras sostenía
con una mano mi café, levanté con la otra el periódico. Tenía temor de leer los
titulares del “Los Andes” pues había sufrido insomnio durante una gran parte de
la noche, al escuchar por el radio, la noticia de la eliminación por parte del
Gobierno Nacional, de las redes de ferrocarriles. El tomar conciencia, de que
eliminarían para siempre, los recorridos por los trenes a las ciudades del
interior del país dejando muchos pueblos aislados, sin comercialización
posible, obligándolos a migrar, me producía pesadillas. El pensar en esos
pueblos fantasmas y muchos repartidos por las grandes pampas argentinas, sin
comunicación posible. Finalmente me decidí a levantar el diario y leer los
titulares… ”Finalización de ferrocarriles en Argentina. Ferrocarriles
Argentinos, fue desarticulado en vistas de concesiones de las redes
ferroviarias, posteriormente serán concesionados a empresas privadas en algunas
ciudades provinciales para solo trenes de carga, los gobiernos provinciales, no
continuarán con los servicios interurbanos, por falta de recursos.
Ferrocarriles argentinos, operaba tanto trenes de carga como de pasajeros,
estos últimos de todo tipo: de larga distancia hacia gran parte de la
Argentina, urbanos en el área metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, e
interurbanos entre ciudades del interior del país”. Quedé absorta mientras se
enfriaba el café. Hojas más adelante continuaba el relato con la idea de que se
verán de reemplazar algunas rutas, modificando trazas en las empresas de
ómnibus. Algunos pueblos chicos del interior del país, quedarán como fantasmas,
sin correspondencia ni modo de comercializar sus manufacturas ni de adquirir
progreso alguno…
Todo lo sucedido en esa tarde en mi visita
acompañada de mi hermano a la Estación Ferrocarril, se me hizo totalmente presente.
La evocación de un puñado de ayudantes en el tren difícil de mi vida era un
hecho innegable. Ahora ¿dónde estarían esos seres elementales diminutos sin
esos vagones, sin esas locomotoras poderosas, que comunicaban culturas, vidas y
costumbres? Sonreí triste, a una tía Octavia, engrosando las butacas de un
ómnibus de larga distancia… rumbo a ayudar a otras vidas en su tren interior.
Obedecí consciente e inconscientemente durante toda mi existencia, en tratar de
mantenerme calma ante las tempestades que azotaban mis viajes por los sinuosos
y espinosos transitares… pero nunca bajé en algún andén, al menos mientras mi
tren se dirigía hasta el final de mis destinos. Pensé que lo que había sucedido
en aquellos tiempos infantiles era producto fantasioso de una niña adormilada.
Razoné en la angustiosa orfandad reciente de aquellos tiempos. y ahora ya nada
más permanecía… ni siquiera los absurdos trenes de mi vida. Sin embargo me
quedaba poco para recibirme y meditaba, mientras cambiaba mi café por otro bien
caliente… mirando las volutas del vapor al trasluz de la ventana en el
incipiente amanecer, preguntándome: ¿qué ómnibus tomaría para continuar mi
ruta… la ruta que me conduciría finalmente el resto de mi vida?
©Renée Escape – 2014-
Autora: Dra. Renée Adriana Escape.
Mendoza, Argentina