NUESTRA PROMOCIÓN.

 

Establecí el área de acción en donde practicar mi investigación de campo. Al no parecerme en principio muy extensa, pensé que no habría de suponerme notable esfuerzo ni excesivo trabajo; más bien, se trataba de ir ampliándola o reduciéndola según los datos que en mi análisis permanente lograra obtener, y, sobre todo, mucha capacidad de observación y anotar hasta el más mínimo detalle de forma pormenorizada.

 

¿Cuántas personas podrían encontrarse en las circunstancias y haber vivido aquella situación, de las que ahora habitaban aquel contorno? Mucho tiempo había transcurrido y, por supuesto, las mutaciones y cambios producidos en cada una de ellas y en todos los aspectos, pensaba yo harían inútil esta gran pesquisa; pero lo sucedido recientemente requería por mi parte no desalentarme hasta conseguir mi propósito.

 

Por lo que yo recordaba, no serían más de media docena los intervinientes en aquella divertida aventura, más o menos los que hace poco tiempo aparecían interpretando semejante obra en diferente escenario. Muy distinto, porque sin duda nadie iba a ser capaz de retener o memorizar su papel y mucho menos repetirlo, a pesar de su breve texto.

 

Y digo diferente escenario, porque aquella vez, es decir, cuando yo transitaba camino de la fuente, lo hacía por una zona que yo en aquel momento estaba seguro de encasillar como de categoría superior a la que yo habitaba. Y el escenario ficticio de ahora nada tenía que ver ni acaso sea de interés al propósito de esta aventura.

 

Me encontré con Luisa bajando la escalera, entre el tercer y el segundo piso, cuando ya había desistido de aplicar el estruendoso llamador a aquella puerta desvencijada. Olía a humedad y, por eso, tuve la sensación de que aquella vivienda sí podría tener todos esos años. Me dijo que no paraba mucho por aquí en aquellos meses, pues tenía y sigue disfrutando ahora de un chalecito en Santander. Anoté su nombre y las características de su voz que pude discernir al vuelo.

 

Siempre he escuchado que las voces femeninas engordan el timbre con la edad, y eso me pareció que habría de considerarlo como de gran importancia. Efectivamente, tanto Luisa como Micaela tenían la voz grave, algo cascada; pero esta última, además, demasiado fuerte a mi entender. Por eso iba a descartarla cuando me abrió el portal de la casa. Pero al explicarle mi interés en desempolvar aquel asunto, después de tratarme de iluso, romántico y otras dedicatorias, me entreabrió un pequeño hueco en el muro de lo imposible: Me dijo que recordaba perfectamente una tarde, de las muchas en que salían a la calle a jugar con el saltador… ¡OH, esto se ponía algo emocionante!

 

A simple vista no distaban mucho sus edades. Sin embargo, Luisa desprendía una agradable fragancia a membrillos, y eso me hizo teorizar acerca de los gustos que con respecto a los aromas tienen las mujeres de una determinada generación. Micaela no; ella no destacaba por su estilo refinado, pues aparte las lindezas que se referían a mi recién comenzada pesquisa ilusoria, apenas se despidió como si no me conociera.

 

En la otra acera no era menester detenerse, pues los edificios, por lo que yo recordaba, se habían construido más tarde. Sólo aquel que lindaba con la Lechería acaso fuese más antiguo. Y aproveché que descorrían la reja para colarme. Al punto me detuvo Elvira, que sacaba a su perro a pasear.

 

Cuando el otro día estaba visionando la escena y escuchaba aquella ruidosa y afable aclamación, me sorprendí a mi mismo fantaseando acerca de mi infancia. La escalinata de la fuente propiciaba la animada conversación entre quienes aguardaban su turno para llenar los cántaros y los cubos. ¡Oh aquella evocación en el zaguán, mientras el perrillo, impaciente, tiraba de su dueña hasta sacarle a la acera de pavimento desportillado! Imaginé los cántaros sobre el carretillo, el frío invierno colándose por todos los rincones de mi cuerpo delgado, el precio de cada gota de agua birlada a la tacaña espita. Pero no; aquel día no iba yo a la fuente; esto quizá forme parte de esas fantasías. Sólo sé que yo deambulaba por aquella avenida y…. Me detuve a escuchar. Lo mismo que hacía ahora ella.

 

Indudablemente, debía ponerme en situación para lograr objetivos más realizables. Así que decidí reconstruir aquella escena, tal y como me la representaba yo al cabo de tanto tiempo. Sólo podía estar seguro de que sucediera al atardecer en la arbolada acera, cuando la chiquillería convertía sus diversiones en algarabías fuera de la casa que durante todo el día de verano los albergaba, al resguardo del sofocante calor. Sí, ella también estaba acostumbrada por aquellas épocas a coger el carretillo, pues en su casa no había agua corriente aún. Quedé en repetir la visita.

 

¿Tú recuerdas esta canción que suena ahora repetidamente? No hizo falta más explicación. Los dos evocábamos el Día de Reyes; y luego la escena de la bicicleta en el pinar, cuando la dejamos arrimada a uno de los gruesos pinos y desapareció por unas horas. Claro; el asunto era que no encontraba el enlace entre una y otra historia. Así que desistí de su colaboración y le hice preguntas sobre los habitantes de la zona. Efectivamente, algo descubrí por este lado, por tanto, no fue banal mi cambio de jugada.

 

Aquellas tres señoras sí se conocían, pero nada compartían ahora, salvo un reducido enclave cuyos límites yo había establecido. Acaso si los hubiese desplazado, apuntaría con tozudez algún hallazgo trascendental. Pero no estaba dispuesto a que la peripecia circundase toda la ciudad.

 

Las tres mujeres que había reconocido tenían algo en común en cuanto a su nombre: Los tres terminaban con la vocal A y los tres poseían la consonante L.

Aquello no me pareció casual y, como no disponía de nuevas pistas, me dediqué a avivar mi inquietud mirando los buzones. Allí descubrí, más bien diría ahora rescaté, el nombre de Felicidad. Subí al primero y me abrió un abuelote muy simpático.

 

No habitaba nadie en ese piso con tal nombre, pero, efectivamente, ella vivió hasta hace varios años. Y él había decidido que su recuerdo, el recuerdo de su hija fallecida prematuramente, permaneciera también de este modo asociado al momento de entrar en la vivienda. Eso sí; le recomendé que cambiara la tarjeta, pero se negó en redondo.

 

Siempre estaba contenta, era muy risueña, todos los niños querían jugar con ella. Sólo tenía un defecto: que cada uno le llamaba de diferente manera a causa de la extensión de su nombre. Le inquirí que me dijera cómo le llamaban en casa; me quedé asombrado, porque le llamaban Marisol. Sin duda, pensé, estaba delante de una chica líder entre todas aquellas. Y, acaso precisamente ella se en la escena evocada se limitaría a saltar, sin intervenir en la canción.

 

La conversación con don Luciano duró hasta casi las diez, y eso porque a mí me aguardaba un asunto de relevancia; pero, además de lo que acabo de relatar, tuve la oportunidad de analizar a posteriori una extraordinaria afirmación: su mejor amiga, Mariluz, aunque ahora residía en Bilbao, atesoraba una prodigiosa memoria. Al hombrecillo se le saltaban las lágrimas al evocar a las dos muchachas jugando juntas alrededor de los surtidores. También repetí la visita.

 

Mira; he recibido una postal de Mariluz. Hoy es mi cumpleaños. No, yo no podría evocar escenas similares, pues en la época a la que te adscribes, yo hacía la mili. Si quieres, te pongo en contacto con ella, cuando me llame por teléfono; pero has de esperar unas tres horas. Así lo hice. Nunca pude sospechar la amabilidad de aquel buen hombre que de nada me conocía y que me recibió en su casa por partida doble.

 

Mariluz se atrevió a cantarlo a través del auricular. Y yo la repetí como un eco, embelesado al escuchar el timbre de su hermosa voz, como a causa del impacto que me produjo estar a punto de la resolución de mi enigma. Sin aguardar más tiempo, y aunque ya pasaban de las once de la noche, me dirigí a la calle de Libreros. ¿Cómo no había caído en tratar esta cuestión con Angélica? me abrió la puerta nada más sonar el timbre; sin duda ya estaba avisada. Me abrió la puerta, y la casa, y toda su intimidad, con una tan cálida respuesta que me produjo la impresión de estar delante de una sacerdotisa implorando el perdón por mis gravísimas faltas. Charlamos animadamente, después de la absolución, casi hasta el canto del gallo. En tal momento, ella se retiró a sus aposentos y yo, contrito pero conmovido a la vez, fuíme por un sendero extraviado hasta donde el azar me había instalado una tienda especialmente edificada para mí.

 

Angélica no pertenecía al ámbito geográfico de mis movimientos; pero sí imperaba definitivamente en ellos. Y así, acudí el martes a casa de Felicidad, y allí nos encontramos con todas las demás. Ella, precisamente ella, cuyo nombre significaba el origen de toda aquella aventura, faltaba a la cita.

 

Don Luciano nos permitió evocar, y cantar, y aclamar con aquel himno que todos conocíamos, que alguna vez todos habíamos vuelto a escuchar, que todos habíamos aprendido cuando niños y, que por circunstancias de la vida, ahora dedicábamos a la niña ausente: ¡Marisol, Sol Sol!

¡Oh Mari, Mari, Mari, Marisol!

 

Y aquella tercera escena, que tratamos de interpretar fielmente según la habíamos visto, era en cambio tan diferente, tan personal; pero tan nueva que nos envolvió en los aromas tiernos de una infancia transcurrida allá lejos, pero evocada merced al normal devenir de las cosas, convertido en acontecimiento preñado de la vital emoción.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

               

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