Los venerados.
Como saben todos los que me
conocen desde hace tiempo, yo era un hombre común y corriente hasta hace tres
meses. Un hombre más o menos joven, con más o menos el dinero suficiente para
mantenerme vivo y darme algún gusto de vez en cuando, con más o menos el nivel
básico de instrucción y cultura y… más o menos una existencia relativamente
tranquila, cómoda e interesante. Todo así, más o menos bien en teoría, sin
cuestionarme nada sobre mí ni sobre nadie. Después de todo: Para qué hacerlo si
la simple existencia, por contradictorio que suene, ya es bastante complicada
sin salirse
del rebaño y sus arbitrarias
incluso a veces absurdas reglas parejas e inalterables, Todos sabemos que el
mundo está loco, que siempre lo estuvo y que al parecer no hay gran cosa que se
pueda hacer para corregir su locura, porque lo dominamos y monopolizamos
nosotros, la especie más loca que lo haya habitado. Así que: qué podía hacer
yo, excepto notar esa plaga de locura no siempre bendita y bienvenida,
adaptarme a ella como el yeso a un molde y callar, asentir y obedecer aunque
notara, cada tanto,
una que otra mirada cómplice
que compartía mi parecer y me consolaba con esa confesión, ya que uno siempre
está disculpado para lo que sea una vez que se entera de que no es el único,
con lo cual queda autorizado para salirse de ese molde, de ese rebaño
rebuznante y rumiante, de la monótona y aburrida rutina? No cuestionaba ni
juzgaba nada ni a nadie, no me inmiscuía en grandes discusiones filosóficas ni
debates y, si lo hacía, era más para presumir calladamente de mi ecuanimidad,
comodidad, neutralidad o, como la llamaban algunos de los más temperamentales
oradores de café, falta de compromiso y cobardía. Y, créanlo o no, ni siquiera
eso me afectaba demasiado, ya fuera dicho por lo bajo o en mi propia cara,
como conviene a los
verdaderos valientes. No tenía mucho que perder. Es más: Desde mi punto de
vista personal, cabía destacar y valorar que yo no me engañaba. Me sabía, me
sentía, me reconocía y me aceptaba solo, perdido y desterrado. Por eso sabía
que los demás también están perdidos, solos y desterrados, pero hacen lo que
sea para fingir que no, para comparar su vida con la de los otros y para
robarse pequeños momentos de euforia pasajera que les vuelven más amarga su
soledad y tristeza de siempre. Por eso no los molestaba.
También por mi natural
apertura a cualquier cosa nueva que me entretuviera por un
rato, pude aceptar con menos
melodrama y más curiosidad y sentido del humor el acontecimiento que cambió mi
vida, a saber: Mi muerte.
Sí… ¡Mi muerte cambió mi
vida! ¡Ríanse si quieren! Mi inesperada, repentina, cómica y
nada literaria muerte. Fue
gracioso cómo ocurrió: Yo me dirigía a la parada del colectivo que me llevaría,
como todas las mañanas, a mi aburrida oficina. Justo al cruzar la calle
anterior, me distraje mirando a una linda chica rubia, no tanto porque fuera
linda y rubia, sino porque ella parecía ser otra de mis cómplices ya
mencionadas antes. No ocultaba su sensación de soledad y exilio, sino que la
dejaba salir por sus ojos, su actitud algo despistada y hasta su sonrisa
casual, irónica pero más nostálgica que alegre. Ella también me miró al sentir
mi mirada, y en cuanto nuestras miradas se cruzaron no pudimos desconectarlas,
si bien en ese momento no supe qué había visto ella en mí. ¿Me habría
reconocido también? No tuvimos tiempo de averiguarlo porque dos autos pasaron a
toda velocidad por enfrente de mí, salpicando barro y chirriando mientras ella
y yo continuábamos empapándonos sin remedio por culpa de una de esas repentinas
lluvias de verano. Yo noté que el semáforo había vuelto a cambiar y avancé para
cruzar la calle, todavía manteniendo uno de mis ojos fijos en el dulce rostro
de mi nueva compañera de exilio, con lo cual no vi. otro auto que patinó
ruidosa y velozmente por la calle mientras pasaba en su camino con todo lo que
se le interpusiera, incluyendo un hombre distraído de expresión atontada, como
la de algunos personajes graciosos de la tele. De ahí en adelante no sé
bien qué pasó: caí al suelo,
vi. una rueda pasando por encima de una pierna y un brazo
salté para arriba, como un
resorte, intentando evitar un dolor insoportable. Salté tan
alto que terminé sentado en
el techo de una tienda de artículos regionales, justo mirando
una vitrina llena de licores.
Volví a mirar a la calle y el auto criminal ya no estaba, la
chica rubia lloraba mientras
señalaba un despojo humano tirado en un charco de barro y
agua ensangrentada, una
ambulancia se lo llevaba a toda velocidad y muchos curiosos
preguntaban y gesticulaban,
algunos atosigando a la pobre testigo ocular del siniestro.
Por suerte, otro señor
uniformado le habló con más calma y se fue con ella a algún lugar que no pude
ver. Me pareció muy extraño notar que yo andaba volando por los techos,
abriendo los brazos y saltando o nadando en el aire, como en los sueños. Era
muy divertido, pero yo sabía que algo no andaba bien. ¿Qué podía ser? Me llevó
algún tiempo recordar que el
hombre tirado en la calle
era… yo había sido yo. Es decir, que me ¡faltaba mi cuerpo! Al principio tuve
miedo. Miedo de verdad. Después, comenzando a atar cabos, me di
cuenta de que ahora tenía
otro cuerpo, aquel con el que podía saltar metros de altura sin
que me pasara nada. ¡Aquel
con el que podía volar! Pocos segundos después volví a tener miedo, no por la
apariencia invulnerable de mi nuevo cuerpo, sino por el significado real de lo
que me estaba pasando: ¡yo estaba viviendo nada menos que mi muerte! ¿cómo
podía ser eso? –Pero si morirse es otra de esas cosas que les pasan a los
demás – decía agitado uno de
mis yos, el observador--. – ¿estás seguro? – Inquirió el más lúcido, al que
conocía como la vos de mi conciencia--. – ¡sí! Todos nos morimos, es
cierto, pero una muerte tan
¡chistosa no le pasa a cualquiera! – ¡qué chistosa ni chistosa! –
terció el pitufo gruñón--.
¡Con todo lo que me quedaba por hacer! –se quejó con desesperación el
melancólico, que casi nunca hacía nada por temor a las consecuencias de sus
actos u omisiones--. Podría seguir dando más detalles de mi discusión conmigo
mismo, pero no es necesario porque, si ustedes se observan bien, verán que
también las tienen casi todo el tiempo y que pueden tener tantos personajes
como yo o más. Mientras me adaptaba a ese extraño diálogo, decidí buscar otra
vez mi
cuerpo para averiguar su
situación.
Me concentré en su imagen y
lo Encontré en una camilla dentro de un hospital, rumbo a una mesa de
operaciones. Lo seguí hasta allá y observé todo lo que los profesionales hacían
y decían de él, hasta que por alguna causa
desconocida el corazón dejó
de latir.
Entonces algo me empujó y
volví a saltar, esta vez como un cohete recién despegado hacia el espacio,
hasta entrar en un gran espiral
negro, negro como los
agujeros que dejan las estrellas, en cuyo final había un puntito luminoso, como
una lucecita parpadeante de muchos colores. No sé por qué, pero no tenía miedo
dentro de ese espiral, aunque prefería llegar cuanto antes al puntito de luz,
que me parecía cálido y
tranquilo, hasta que me fui acercando y cambió de puntito a
bolita, a pelota, a globo, a
esfera de tamaño humano y finalmente a toda una galería de luz de todos los
colores, donde ninguna palabra humana puede describir lo que se ve y lo que se
siente. Además, no es tan importante lo que sucedió en la galería de luz como
lo que sucedió en el lugar a
donde esa luz me llevó: Una especie de ciudad rodeada por jardines y arroyos,
llena de gente que aparecía y desaparecía en menos de un segundo dentro de
edificios o casas, además de otros seres que viajaban por túneles de luz más o
menos intensa, que llevaban a más ciudades más o menos mundanas. Aquella en la
que
yo estaba era algo
intermedio entre lo celestial y lo terrenal. Yo no sabía con quién hablar,
hasta que un viejo amigo de la infancia me llamó por mi nombre, nos
saludamos con gran alegría y
luego él me informó en tono confidencial: --te están
esperando. – ¿Para qué? –
No, todavía no es tu hora, pero te están esperando para darte
un mensaje para los de allá
abajo. --¿quién? –Muchas personas que tienen algo que
pedirles a ustedes. – Bueno,
vamos. Y lo seguí hasta quedar junto a un arrollo, sentados en una gran piedra
redonda y totalmente azul. Me pregunté quiénes me estaban esperando y con qué
finalidad exacta, ya que la respuesta de mi amigo no había sido muy clara.
Además, al centrar mi atención en las personas que me rodeaban, comprendí que
eran tantas y de tan diversa apariencia que
me era literalmente
imposible contarlas. Luego vi a otras personas muy diferentes a las
que yo estaba acostumbrado a
ver, por lo que supuse que eran extraterrestres o algo
parecido, si bien muchos de
los allí presentes me recordaron a muchos dioses antiguos.
·
Bueno, ahora que ya estamos
todos, comencemos –dijo uno de ellos con su profunda
voz y su enigmática
expresión de misterio. –Podrían comenzar por decirme si son dioses o
extraterrestres –pensé, recordando un tema de mucho interés y controversia en
mi mundo cotidiano--.
Oí una infinidad de risas a
mi alrededor y entonces supe que
todos me habían escuchado.
–digamos, para resumir un tema complicado, que casi todos los que ustedes
interpretaron y veneraron como dioses, somos (aunque esto no convenga a ninguna
mitología) personas extraterrestres, es decir, humanos, tanto en lo
mejor o lo peor que eso
pueda implicar –me respondió una mujer de apariencia joven,
con voz tranquila y sonrisa
comprensiva--. –Yo te he visto en algún lado –casi le aseguré--.
¿cuál es tu nombre? –Yo soy
Isis –contestó ella como si nada--. –Isis, la madre de Cleopatra, o al menos
eso era lo que ella quería que el mundo creyera –agregó otra
mujer muy terrícola,
destilando acidez, sin darme tiempo a salir de mi asombro--. De
nuevo un coro de risas
adornó su observación. –sí, claro. ¡Otra vez usted hablando de Historia
antigua! ¿No tendrá algún otro asunto más actual por el cual enfurecerse o
quejarse? –inquirió otra mujer vestida con gran lujo, sonriendo con definitiva
ironía, sin
apartar de ella su mirada
desafiante y decidida--. – quién dijo eso –me pregunté, todavía
demasiado tímido y
confuso--. –Yo, Cleopatra, última reina de Egipto –me respondió
ella, sonriendo orgullosa--.
–No pareces muy Cleopatra que digamos –comenté, notando que la gran belleza
física que las leyendas le habían atribuido distaba bastante de su figura y
porte, propios de una mujer tan interesante como cualquier otra, según el ánimo
del observador. Nada parecido a una mujer fatal--. Hubo quien temió que se
ofendiera por tamaña impertinencia. Sin embargo ella, mirándome fijo aunque sin
el menor asomo de disgusto, más bien con irritante condescendencia, me explicó:
--Lo sé y es lo que más me divierte de ustedes, los hombres. Creen que una
mujer sólo puede ser atractiva si su cuerpo se parece lo más posible al de una
diosa, descartando casi de inmediato cualquier otra dote espiritual, social,
emocional, intelectual, artística, etc.
Iba a decir mucho más pero,
sin mediar intervención de nadie, suavizó su expresión y
cambió de tema: Disculpa si
en algún momento te traté de forma incorrecta e injusta. Como siempre, pagan
los inocentes por los… habladores machacadores. –Bueno, eso sí que es
sorprendente –comenté sin fingimientos--. Por mí ya está todo bien. Además, yo
también le pegaría a esa mujer aunque fuera mi hermana si todo el tiempo fuera
igual
de pesada. Muchos de los
demás manifestaron estar de acuerdo conmigo.
Sin embargo, Cleopatra se
había quedado mirando el arroyito con una expresión conmovedoramente triste que
intentaba atenuar, lo cual la hacía mucho más evidente.
Pocos segundos después pidió
disculpas y desapareció en una nube blanca o plateada.
Como yo volví a preguntarme
para qué se me requería en aquella reunión, el personaje que la había iniciado
me lo explicó: --Decidimos invitarte a esta humilde asamblea
interplanetaria para
mostrarte una posible respuesta a tus grandes interrogantes sobre el
por qué de la soledad de la
gente de tu mundo. Acabas de ver un ejemplo práctico e ilustrativo de lo que ya
sabes: que, sin importar en qué condiciones y bajo que suerte y
con qué dones lleguen a tu
mundo, la mayoría de ustedes se sienten solos y atrapados en los roles que
deben interpretar. Los iguala a todos su soledad y desconcierto, así
como lo que conocen como
“muerte”. A esta revelación siguieron otras similares que
muchas personas confirmaron
con diferentes declaraciones que me conmovieron. Pero me conmovió más todavía
otra mujer jovencita que para entonces no podía contener las lágrimas en modo
alguno, a quien un hombre de su misma edad, casi un niño, le acariciaba las
manos con una ternura que parecía inconcebible para la gente con la que yo
solía tratar. Estuve a punto de juzgar a esa gente en medio de mi propia
emoción agónica, hasta que noté que allí casi nadie se había librado de mi
mismo dolor y comprendí que en mi mundo tampoco. Que, tal como yo suponía, cada
mala cara, agresión, injusticia o cualquier actitud considerada mala, eran
todos pedidos desesperados de algo inefable que todos buscábamos y nadie
encontraba, en la mayoría de los casos. –Eso se debe a que buscan afuera lo que
siempre tuvieron adentro –me explicó Isis, todavía con la voz algo
entrecortada--. --¿Y qué es eso? – Pregunté sin disimular mi ansiedad--. –Es la
capacidad de amar. Amar por sobre todo –contestó ella, adoptando una expresión
tan pacífica que me dejé caer en sus hipnóticos ojos—.
Entonces vi un montón de
imágenes olvidadas de diferentes momentos de mi vida en los que me había
sentido feliz, pleno, como si fuera uno con el universo. Al principio no quería
volver a recordarlos porque la mayoría de ellos los viví durante mi niñez y no
me gustaba comparar quién creía ser yo en esa época y quién creía ser a los
treinta y cinco años. Una vez superado el dolor, me di cuenta de que en esos
años era feliz sin saberlo porque era libre. ¿Y por qué era libre? Porque podía
amar a quien quisiera sin importarme nada más. Por eso no necesitaba nada de
ninguno de aquellos a quienes amaba; mis familiares y amigos. Me pregunté qué
sucedió entre esa época y la que en ese momento era mi presente más puro y
perfecto. –Lo mismo que a todos o la mayoría de la gente de tu mundo –contestó
Isis con su pasmosa comprensión--. Te hicieron crecer mucho el intelecto y muy
poco el corazón. Pero nunca es tarde para nada en esta
vida o en cualquier otra.
Ese es el verdadero error: creer que ya es demasiado tarde y entregarse a una
existencia vacía.
En ese momento recuperé del
todo la lucidez y vi que Cleopatra había vuelto a sentarse en su lugar sin
disimular en lo más mínimo la emoción que a todos nos había acometido. Volví a
fijarme como estaban todos los demás y noté que cada uno llevaba su propio
proceso a su propio ritmo. Me detuve en la parejita que había detonado sin
premeditación ese aluvión de autenticidad emocional y vi que ya estaban tan
tranquilos como si nunca hubiera pasado nada. --¿Quiénes son ellos? – pregunté
sin poder contener más la curiosidad--. Los dos parecieron tomarse algunos
segundos para decidir si responder o no a mi pregunta. --¿será por no querer
develar su identidad a un desconocido? –me preguntaba yo cuando él, conteniendo
la risa, replicó--: --No. Más bien nos estábamos preguntando si tendrías
dificultades para creernos si te dijéramos quiénes éramos cuando vivíamos en tu
mundo. --¿Y qué podría ser tan terrible? Que fueras Tutankamón? –arriesgué
entre divertido y desafiante--. Porque… tan jovencito y con esa pinta de faraón
aunque sin actitud de faraón…… Y todas mis suposiciones se congelaron al ver
que él seguía sonriendo sin dejar de observarme con simpatía, luego de lo cual
asintió con la cabeza de forma apenas perceptible. —Me alegra que te dieras
cuenta solo porque no tenía ganas ni de volver a decir mi nombre y todos los
otros nombres que me dieron. Es muy aburrido. Además, tuve un nombre cuando
nací, otro cuando me convirtieron en faraón y una cantidad de nombres que se
les dan a todos los faraones… Entonces él me contó muchos detalles de su vida
ayudado por Anjesenamónn, quien había sido su reina y su única compañera más
fiel, con la excepción de una buena cantidad de personas que lograron verlos
más allá de la obligada apariencia. Tanto su relato como el de otros reyes,
dioses e incluso artistas, profetas y demás personalidades, me ayudaron a
entender que nosotros siempre creamos ídolos para adorar y de los cuales
depender, sin poder o querer reconocer nuestra esencia y poder olvidado,
comparable al de cualquier divinidad. Eso fue lo que vinieron a recordarnos
Jesús y Buda entre otros. Este último señaló la importancia de que cada uno sea
su propio maestro, vea todo como parte de la unidad y se incluya dentro de ella.
Jesús me explicó que todos somos tan hijos de dios como él, pero no lo
entendemos. Me alegró en ese
momento comprender la
importancia de vivir el eterno presente y supe que, tal como acababan de
explicarme, el poder está en cada uno de nosotros.
·
gracias –dije sin encontrar
ninguna palabra que expresara mi alivio y sensación de haber recuperado una
gran sabiduría antigua que tal vez yo también había descartado en algún momento
y que ahora volvía a reclamar--. Y cambiando de tema: ¿cómo se supone que voy a
volver allá? Porque la última vez que me vi. estaba tan molido y estrujado… …
--Otra vez tuviste suerte –me sopló una vocecita sutil--. Pasaste un momento
nada divertido y lo que te espera tampoco lo es, a no ser que elijas una
actitud positiva y adoptes el sentido del humor como forma de vida. Es tu
decisión. Quedarte y recuperar la unidad absoluta de tu ser, o volver y
compartir tu conocimiento con los que más lo necesitan, mientras decidan
aceptarlo –siguió diciendo la vocecita sutil por sobre mi cabeza--. –Lo que
acabo de vivir valió mucho la pena como para no querer compartirlo
–reflexioné--. Voy a volver pero les pido que me sigan acompañando porque los
voy a extrañar. No tuve que agregar ninguna palabra para que ellos supieran lo
bien que me había hecho esa reunión y ellos me demostraron que tampoco tenían
que seguir hablando para comunicarme que les alegraba haberme ayudado en algo y
sería más agradable poder seguir compartiendo su conocimiento y su energía
conmigo ahora que tenía que regresar a mi supuesta “realidad más real”. Como yo
también supe que no hacía falta seguir complicándonos con palabras, me senté
sobre los talones, cerré los ojos del alma y entré en una especie de sueño
profundo.
Me despertó un fuerte tirón
de algo que me empujaba hacia abajo. Algo que me hizo pasar en menos de un
segundo por la ciudad intemporal, la galería de luz, el espiral negro, la calle
iluminada, un edificio gris con algunas paredes descascaradas, un pasillo, una
habitación y finalmente un cuerpo maltrecho lleno de aparatos y cables, todavía
con cara atontada y mirada ingenua, distraída, casi de niño.
Me sorprendió ver a mis
padres sentados junto a la puerta de esa habitación y a mi hermano, que siempre
parecía el fuerte, el poderoso e intocable, llorando como un animalito herido.
Pero lo que más me sorprendió, conmovió y emocionó, fue encontrar a la chica
rubia sentada al lado de mi madre intentando concentrarse en la lectura de un
libro mientras las lágrimas y la angustia seguían apoderándose de su cuerpo y
de su alma.
Todos lloraron cuando un
médico salió y les comunicó que Fabián Ernesto Giles ya había pasado lo peor,
que si continuaba estable durante los próximos dos días lo pasarían a terapia
intermedia y que había que destacar la rapidez de la única testigo del
accidente (también mi pareja desde hace dos meses), sin mencionar que todos nos
beneficiaríamos del dinero que recibiéramos del juicio al irresponsable que
seguro ganaríamos… después de dicho eso último nadie le prestó más atención. Ni
siquiera yo, que consideré oportuno cerrar los ojos y dormirme hasta cuando mi
cuerpo decidiera despertarse.
En fin, de ahí en adelante
no es necesario relatar cómo siguió mi historia y mi vida.
Como ya dije, desde entonces
todo cambió para mí y yo decidí buscar lo positivo en cada cosa que sucediera y
comenzar a transmitir mi mensaje a quien quisiera escucharlo. Claro que no a
todos les cuento de dónde lo saqué y quiénes me lo dieron.
Ya saben cómo es la gente a
veces, por lo que hay que tener cuidado sobre qué se le dice a quién y cómo. Es
más: ahora ustedes saben cómo ocurrió todo porque se los dije y me creen. Pero
recuerden: No tienen que creer por creer ni dudar por dudar. No tienen que
aceptar nada que no quieran. Hasta pueden fingir que yo no les conté nada, o
que inventé mi lindo cuento en alguna noche repleta de alcohol o pipas de la
paz, lo que prefieran. Sólo yo sé lo que viví y sólo quien lo decida puede
creerme o no. Además, a pesar del poco tiempo transcurrido puedo asegurar sin
temor lo siguiente: No hace falta tener que morir para volver a nacer, ni
recibir un mensaje de los venerados para
comenzar a venerar a la vida
misma. En la tierra hay mil caminos al cielo, no todos tan drásticos y
dolorosos. Búsquenlos y no se conformen hasta haberlos ¡encontrado y atravesado!