Hacía Frío
Se sentían sus
pasos suaves haciendo leve chapoteo. Sobre los charcos escarchillados del
empedrado, se reflejaban las luces. La noche estaba muy fría, y su azul parecía
penetrarse por debajo de su piel muy helada. Había farolas luminosas a lo
lejos. Las ondanadas que tenían las callejas dejaban ver variables en el
paisaje tristón y lúgubre.
Él transitaba
por un callejón oscuro que conducía hacia abajo a una plazoleta de peldaños de
piedra. Allí había una fuente de bellas cascadas salpicantes que, con el
reflejo de la luz de la luna, transmitía aún más la sensación de gelidez.
Las esquinas de
arquitectura muy antiguas, dejaban lucir por sus ventanas luces mortecinas y
amarillentas.
El vagabundo
deseaba correr calles abajo y entrar a una de esas edificaciones.
Ansiaba subir
por sus escaleras de mármol desgastado, abrir las puertas, todas aquellas que
fueren necesarias. Deseaba ingresar por fin a una habitación penumbrosa en la
que penetrase apenas la luz de las farolas antiguas de las esquinas.
Necesitaba, o al
menos creía que lo necesitaba, sumergirse en alguna cama cómoda y mullida y
dejarse morir recordando, sólo recordando…
De esta manera
se sentiría protegido.
_Oiga... ¿me
convida un cigarrillo?
_Lo siento… no
fumo. – Asustado de su aspecto, el joven apuró el paso como disimulando.
Pensó luego… que
un pobre linyera sería incapaz de hacerle daño. – Más temibles serían, en todo
caso, los ladronzuelos, mejores vestidos, con zapatillas caras, camperas y
celulares. ¡Esos sí que sacan un “chumbo”! Y apuntan, a veces, a matar… ¡Total
con los cerebros, saturados de droga, la vida… ningún sentido tiene! – Meditó,
todavía algo asustado.
Mientras el
muchacho solitario caminaba elaboraba su pensamiento. Trataba de imaginar lo
que le habría sucedido a ese hombre como para estar en esas condiciones… ¿Qué
misterio lo cubriría?
Ya eran las 23
horas, y el frío aumentaba rigurosamente, sin esperar alguna aprobación.
Las luces de la
ciudad se iban apagando poco a poco. La luna se había escondido detrás de las
nubes que ensombrecían cada vez más el cielo. El silencio invernal y cruel se
había instalado definitivamente. El puente de la carretera encontró al errante
acurrucado junto a unos yuyos del costado de una de sus pilastras.
La somnolencia
provocada por las bajas temperaturas, transportaron al infeliz al mundillo de
las fantasías Oníricas.
Sobresalía de su
chaqueta de tweed gruesa, que le habían obsequiado de algún difunto, una
petaquita con coñac. La bebida la obtenía fácilmente. Era donación de la
sirvienta de la casa de los Bírhengan.
La modorra
provocada por el alcohol y el frío intenso, llevaron al trotamundos a
convertirse en una piedra más. Era un bulto más en la geografía de la ciudad
nocturna.
Pocos
automóviles se desplazaban por la carretera y el puente. Nadie notaba la
presencia del pobre hombre.
Así, como a un
niño, se lo veía acurrucado en la cuna de las injusticias. Solo contaba con el
abrigo y la protección de los yuyos y los puentes. Con el alimento nutritivo
del alcohol, yacía adormecido con su rostro soñador.
¿Qué sueños se
atreverían a cruzar su mente abúlica? Las historias de un hombre sin edad.
Aventuras de una vida con frustraciones y plagado de ilusiones muertas. ¿Qué querría
recordar un linyera?
Seguramente
alguna historia habría marcado el transitar del hombre, cortándole las alas, o
quizás trabando con vallas su continuar. Lo cierto es que un errante despierta
siempre interrogantes. Son seres imbuidos de misterio, y se espera detrás de
ellos alguna tragedia que explique su accionar.
Quizás no hubo
tales historias espantosas. Quizás fueron los excesos de facilidades y una
personalidad abúlica psicopática lo que lo llevó a tales conductas.
Máximo era un
joven muy alto y delgado. Orgulloso de sus títulos obtenidos en la UBA y
perfeccionados con masteres en Harvard lo hacía un verdadero triunfador.
_Hola… supe del
fallecimiento de tu abuelo, Max.
_Hola. Y, sí.
Era de esperar… el abuelo estaba muy enfermo ya.
_¿Qué vas a hacer
ahora?... ¿Te vas a ir de viaje otra vez?
_NO… de ninguna
manera. Tengo negocios que tratar.
_imagino… tu
abuelo te habrá dejado todo. Seguramente te tendrás que hacer cargo de todas
las empresas… ¿no?
_En realidad hace
tiempo que me estaba haciendo cargo, Tatiana. No olvides mis títulos.
La pedantería de
Máximo era insoportable y a veces llegaba a ser ridícula. Contador y
administrador de empresas, con alto perfeccionamiento en marketing y comercio,
hacía resaltar sus diplomas a cuantos se le cruzara en el camino.
Una vida muy
holgada, criado por la servidumbre, padres fallecidos y único heredero. Solo en
la familia, con una soberbia hipertrofiada que no le permitía alguna debilidad
o tristeza.
El romanticismo,
las nostalgias, los recuerdos, las necesidades de hogar y afectos no cabían en
su apretada agenda.
Como cualidades
más destacables, de él se rescataba el ser: Ocupadísimo, pragmático e
hiperkinético. Sus amigos lo perseguían con abierta conveniencia.
Tatiana se había
enamorado de él. Nunca imaginó en su mente ilusa, que acercarse a ese hombre
materialista podría serle fatal.
Máximo
comprendió que esa chica, que se le acercaba con tanto apego, parecía linda.
Pertenecía a una familia de un buen pasar económico y vivían en el interior del
país, por lo que no lo molestarían.
Era, entonces
conveniente continuar con el show social y aventar un casamiento oportuno.
La vana vida a
la que estuvo sometida la ilusa Tatiana, la hicieron caer en un pozo depresivo
donde la paranoia, las fobias y las angustias jugaban una danza infernal en su
cerebro frágil.
El alma de la
infeliz mujer, estaba atrapada en un ser pueril, crédulo e incapaz de resolver
alguna situación en forma voluntaria.
Mientras el
fracaso matrimonial avanzaba de manera desgraciada, Máximo aumentaba su
capacidad para los negociados que, en ocasiones se tornaban fraudulentos y
corruptos inclusive.
Las revistas,
noticieros y propagandas, lo catapultaban cada vez más al acmé de los triunfos
y brillos sociales del Yet Set nacional e internacional.
Eran las tres de
la madrugada. Pleno invierno en un Buenos Aires húmedo con temperaturas bajo
cero.
La resaca del
alcohol lo hacía sentir adormilado y con fuertes ganas de vomitar.
El chofer lo
dejó cerca de la primera escalinata de piedras de la casa. Los reflectores que
iluminaban los pinos que rodeaban la mansión le irritaban aún más los ojos.
Los perros
todavía ladraban desde sus casuchas por el alboroto que había ocasionado la
llegada de la limousine. Máximo hacía un esfuerzo por lograr un equilibrio. El
chofer desistió de ayudarlo. A todos en la casa los tenía hartos. La petulancia
y soberbia intolerables del patrón hacía que la servidumbre no simpatizara con
él limitándose solamente a cumplir sus órdenes, a veces ridículas.
Con esfuerzo
traspasó el portal tallado de madera maciza. Una vez dentro del palier, abrió
los cerrojos de las puertas de bellísimos vitraux para cruzar a la recepción.
Colocó el
sobretodo en el clóset. Y se sentó en uno de los sillones de cuero flor del
hall.
Quedó
contemplando con dificultad una escultura de Roberto Rosas. El escultor había
querido plasmar en los hierros soldados una mueca de dolor representativa de la
angustia que había percatado en las expresiones rígidas de Tatiana.
La sala lucía
varias esculturas de artistas plásticos del interior. Los plintos exhibían
obras de artistas elegidos por el gusto exquisito y refinado del espíritu
sensible y culto de Tatiana.
Máximo quedó
algo absorto contemplando el arte en pleno esplendor y desconocido para él.
Nunca se había
detenido a mirar a su alrededor. Tomó conciencia de su ignorancia frente al
medio familiar de su casa. Realmente estaba muy lejos de ser un hogar. Jamás
había intentado recalar en esos espacios junto a su esposa, apoyándola o al
menos, comprendiéndola.
¿Qué caso tenía?
Ya era tarde de todos modos. Ya no cabía importancia alguna.
Sus vidas
transitaban diferentes caminos. A él solo le interesaban los placeres, gastar
el dinero que nunca le costó obtener, conquistar el éxito que jamás le costó
conseguir.
Ella… ella no
importaba. Era una estúpida soñadora. Una pobre mujer perdedora plagada de
sentimentalismos.
Como agravante
ella estaba enferma ya, con graves trastornos psiquiátricos. Su mente estaba
vagando en los abismos de las fantasías soñadoras.
La soledad, el
abandono afectivo, le hicieron abocarse al gusto por las artes. Salas de
esculturas, salas de pinturas, salones con instrumentos musicales… hasta
antiguos inclusive, traídos de Europa.
Dos extremos. Dos
individuos en dos espacios dimensionales diferentes conviviendo… ¿Qué más da?
Se incorporó y
se dirigió a la biblioteca. Encendió las luces. La hermosísima sala, estaba
repleta de spot dirigibles de luces dicroicas, ubicados estratégicamente
dándole un aspecto misterioso y subyugante al interior.
La alfombra era
blanca y alta. Caminar sobre ella daba sensación de hacerlo en el aire. Había
entre los estantes empotrados, una pecera gigantesca correctamente iluminada
que manifestaba la belleza de especies tropicales de vivos colores, en
contraste con plantas marinas, piedras y algunos pececillos dorados de brillo
tornasolados de aspecto metálicos.
Trataba de
buscar en su mente algún espacio de lucidez mientras recorría con la mirada los
libros ordenados y alineados.
Esa noche no era
diferente de otras en las que repetía borracheras y llegadas tarde a casa. Sin
embargo él se sentía diferente. No le encontraba explicación a su estado. Pero
deseaba por primera vez consustanciarse con sus pertenencias. Necesitaba
detenerse un momento en su existencia. Quizás ella podría participar más tarde
de sus deseos de compenetración con lo suyo.
Ella consumía
mucha medicación. Su conducta depresiva, paranoide y a veces agresiva, le había
obligado a su psiquiatra a aumentarle las dosis de psicofármacos.
Ese día había
sido largo. Transcurrió en un gris invernal muy desolado. Durante esa tarde,
varias veces llamó a su analista para consultarle sobre el incremento de sus
angustias.
Ya eran las
cuatro de la madrugada. Máximo recostó su cabeza sobre el respaldar de un sofá.
Distraídamente giró la cabeza sobre la bella pecera iluminada.
Los peces
estaban inquietos. Entre las algas junto a los pececillos dorados, flotaban
suavemente los bellos rizos rubios de Tatiana.
Escondida entre
los colores diferentes de las especies marinas, yacía inerte y extremadamente
pálido el cuerpo de ella.
Dormía su sueño
eterno por fin formando parte de una hermosa y trágica estampa marina.
Máximo paralizó
todas sus funciones humanas por algo más de una hora… probablemente. El grito
desgarrador provocado por el horror, se sintió en toda las dependencias de la
casa.
La servidumbre
tuvo que hacerse cargo de la internación hospitalaria y cuidado del dueño y
patrón. El psiquiatra apeló a todos sus esfuerzos y recursos terapéuticos para
sacarlo del shock.
El tiempo pasó.
En muchas
ocasiones, con la mente en blanco contemplaba el bello paisaje que se explayaba
a su alrededor.
Se lo veía a
menudo, sentado en un banco, con la mirada perdida, observando los pinos del
parque que rodeaba la patética casona de San Isidro.
En muchas
ocasiones, el sol tímido y débil doraba los troncos de algunos árboles
desnudos.
Una tarde, de
las tantas monótonas y melancólicas, el aire frío helaba aún más su rostro
inexpresivo.
Entró a la casa
y llamó a su apoderado. El señor Bírhengan era un hombre reservado. De un
carácter seco pero muy eficiente y dispuesto. Acudió al llamado de inmediato.
Máximo le ordenó
destruir la biblioteca. Cambiar la arquitectura exterior de la casa y modificar
los ambientes.
Transcurrió
cerca de un año y todavía no podía responsabilizarse de sus actividades en las
empresas. Afortunadamente tenía profesionales muy entrenados y eficientes que
lo reemplazaban. A pesar de ello, ya no le importaba.
El invierno
transcurrió insensible, dejando entrar a una primavera, más desapercibida aún
por Máximo.
Una mañana de
verano, salió a caminar. No llevaba nada de valor. Ni la documentación. Solo
una camisa fina de seda de color gris, un pantalón de sarga al tono, zapatos de
cuero color suela. Y un pañuelo para enjugar las lágrimas para las crisis
espontáneas de llanto.
Partió sin
rumbo. Caminó y caminó.
Ya, no importaba
el dinero. Ya, no importaban las pertenencias, ni las ropas. El hambre lo
calmaba con las sobras de los restaurantes. La sed con el agua de los bebederos
de las plazas.
Los conocidos lo
negaban. Sabían de su locura y no querían quedar adheridos a una posible
relación.
Los Bírhengan se
quedaron temporalmente con sus pertenencias. La mucama le daba a veces de comer
y le proporcionaba abrigo en los inviernos.
Un hombre… o
casi hombre, errante. Un linyera que lloraba hasta dormido. ¿Qué lloraba?
Lloraba por sus fracasos, quizás. Lloraba por él mismo. Ya el cielo no lo
compadecía. Hacía frío. El sueño acompañaba a un pobre vagabundo.
Las riquezas
habían quedado abandonadas, hacia un destino sin sentido. A estas alturas,
yacía un despojo humano, restos de un hombre que quizás nunca fue lo que
aparentaba, y era en esos instantes, lo que siempre había sido.
La temperatura
continuaba bajando a medida que avanzaba la noche. El sueño aletargado hizo
eterna la realidad.
Cuando amaneció
era un despojo más entre los residuos de la gran ciudad. La municipalidad se
encargaría.
¿Dónde estaban
las grandezas humanas? ¿Dónde estaban o quedaron los brillos del esplendoroso
éxito? Un hombre arrepentido… tal vez. Un hombre cobarde que dormía en un nido.
Descansando en paz en su cuna de recuerdos y miserias humanas que no conocieron
de protecciones ni acogedoras continencias afectivas.
Hacía frío.
Un alma se
acoplaba al espacio para ser parte al fin… de un todo.
Dra.
Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina