Con el fuego encendido.

 

Lo que hoy voy a contarles, ocurrió en un pueblito enclavado en una estrecha ladera de la Cordillera de los Andes, a muchos metros sobre el nivel del mar. Unas pocas casitas resistían los crudos inviernos, guarecidas por el espeso bosque de árboles añejos. Altos ejemplares de follaje perennes en su mayoría, cubrían montañas y valles.

 El paisaje embellecía miradas atónitas de sus escasos pobladores, parecía sacado de un libro de cuentos.

  Allí nada estaba contaminado, todo era naturalmente hermoso y pulcro, allí la mano del creador se percibía al igual que maravillosos cuadros en movimientos suaves y persistentes, envueltos en brisas frescas, conmovidos por música originalmente única, pintados por artistas de otros siglos.

  Los caminos que comunicaban las cabañas entre sí, estaban tallados sobre un terreno pedregoso y firme como si manos anónimas, los hubiesen esculpido ¡Sabe Dios, en que inmemoriales tiempos!

El agua transparente bajaba por los peñascos, a los costados del poblado, entonando su canción eterna y cobrando fuerza en su carrera por alimentar al lago, un kilómetro más abajo.

  En ese pueblito de gente simple, de buenas costumbres, de sanos principios, la única institución pública era una prolija escuelita de frontera, rodeada por altos cercos de madera dura, como protección de los jabalíes, pumas, y otros animales que ocasionalmente bajaban de las heladas montañas en los crudos inviernos, en busca de comida.

Por esta misma razón, cada una de las viviendas tenía el mismo estilo de cerco protector, alrededor del total perímetro de sus terrenos y dentro de ellos se encontraban las distintas parcelas, que dividían la huerta de los árboles frutales, gallineros, criaderos de cabras, cerdos, vacunos, caballos y las infaltables casillas de los blancos perros Dogos Argentinos. Estos canes que se ocupaban, para proteger los hogares soltándolos durante la noche dentro del cerco perimetral de cada residencia y además eran indispensables para la cacería de jabalíes, durante la época de nieve, cuando los animales bajaban de las alturas, corridos por el hambre.

Estas circunstancias naturales, eran aprovechadas en cada temporada invernal, por los lugareños, se juntaban para salir a cazar todo tipo de animales autóctonos, y en especial: jabalíes que luego se faenaban, para así: tener provisiones durante el resto del año. Las caserías duraban algunas jornadas, durante las cuales sólo las mujeres con los niños quedaban en sus hogares, y los hombres salían a buscar el tradicional alimento para su familia.

  Allí, en ese poblado, para el que ninguna expresión literaria alcanza a describir las cualidades extraordinarias del lugar y de su gente, vivía Rosario, una niña de diez años, junto a su madre y su hermanito menor llamado Joaquín, de seis años. Joaquín era un tierno niño de rizados cabellos castaños, enmarcando su rostro inocente de grandes ojos verdes, cursaba el primer grado en la escuela del pueblo, siempre acompañado por su hermana mayor, quien obediente lo asistía en todas sus necesidades escolares desde su quinto grado, cursado como mejor alumna y mejor compañera.

  Rosario lucía larga cabellera negra, siempre prolijamente peinada en trenzas gruesas, terminadas en dos moños blancos, que su madre organizaba con esmero cada mañana.

  Sus laboriosas manitas ayudaban en los quehaceres de la casa, como todos los niños del lugar.

  Rosario y Joaquín, no tenían juguetes como los chicos de la ciudad, jugaban con ramitas, latitas vacías y con su prodigiosa imaginación, lograban maravillas. Nadie podría representar la magnitud de sus sueños, nadie podría igualar lo ficticio en sus juegos cotidianos, eran niños felices a pesar de la humildad en la que vivían y a pesar del papá ausente, el que muriera antes del nacimiento de Joaquín, en un siniestro accidente de cacería.

  Era costumbre cotidiana en los fines de semana, cuando el clima lo permitía, mamá daba permiso a sus hijos para visitar el lago.

  Desde el pueblo hasta el lago, había un largo sendero abierto entre los árboles del bosque. Un camino que zigzagueaba montaña abajo, entre hojas y ramitas secas, plagado de musgos, hiedras y helechos silvestres colgando de los troncos. Allí abundaban los búhos que desde su escondite vigilaban todo movimiento, las curiosas ardillas saltando de árbol en árbol a cualquier hora del día, los arces tan mansos como las mascotas y un millar de mariposas multicolores, embellecían el paisaje de maravillas.

  Los niños disfrutaban de estos únicos paseos con gran alegría, recolectando flores, que la sabia naturaleza dejaba fluir desde la superficie húmeda. Se comunicaba con los pájaros y soñaban con lo irreal en toda su dimensión. Las horas se volaban en sus recorridos, conocían cada rincón del camino y sus bellos contornos.

  Una tarde de sábado, llegaron hasta el espejado lago. Las montañas convertida en cofre, guardaban toda la desconocida profundidad azul del lago ¡tan azul como el mismo cielo!...Era primavera, brillaba el sol  sobre las aguas formando pequeños destellos en la superficie casi quieta, la rivera alfombrada en pequeñísimos pedregullos en todos los tonos de grises, los invitaba a recrearse en esa jornada vestida de mil colores.

  Una gran piedra gris oscura, maciza y fría asomada en la orilla, sirvió de asiento a Rosario y a Joaquín, desde allí apreciaron la música apenas perceptible de la brisa fresca, formando minúsculas olas en mágica afonía.

  Algo nuevo y diferente, llamó la atención de Rosario. Una niña vestida con una túnica rosa, se acercaba a ellos como volando suavemente, sobre la superficie del lago. Sus brazos estirados hacia arriba, se movían como alas y sus pies colgaban rozando el agua, como la cola de un delfín. Traía algo brillante en su mano derecha, algo que simulaba a una estrella y muchas flores formaban coronitas sobre su rubia cabellera.

  -Mira hermano, mira esa niña que viene hacia nosotros- le decía a Joaquín, mientras tocaba insistente el brazo de su hermano que la miraba atormentado por desconocer lo que Rosario quería expresar. Rosario seguía insistiendo sin apartar ni por un instante, la vista de la maravillosa imagen que la subyugaba.

  -¿Qué debo mirar hermana?- respondió Joaquín, algo impaciente.

  -¡Esa niña, se parece a un hada sirena, está marchando sobre el agua y viene hacia nosotros! ¡Qué hermosa es! Mira, mira... ¿No logras verla?-

  Mientras tanto, Rosario veía que la imagen se acercaba y se acercaba, hasta casi tocarlos. Había una sonrisa virginal en su rostro.

  -¡Yo no veo nada! ¡Dime, dime!... ¿Qué ves tú? Insistía Joaquín.

  -Bueno ya está llegando, parece que nos invita a flotar con ella… instaba Rosario -Prepárate a dar un paseo sobre el lago Joaquín. -¡Dame tu mano! Apremiaba entusiasmada, mientras se levantaba de la piedra, como hipnotizada y se tomaba de la mano, que supuestamente la sostendría.

  Joaquín se sentía muy confundido, el temor lo invadía esta vez y no se animaba a obedecer a Rosario. A Joaquín le habían enseñado desde que tuvo memoria, que los hombres no lloraban, él se sentía un hombre, pequeño aún, pero hombre al fin.

  Con mucha inquietud y desasosiego, ve a su hermana internarse en el lago sin hundirse. ¡Había quedado abandonado en la orilla! Desesperado y sólo, por primera vez en su vida.

  Rosario parecía flotar sobre la superficie, con su delgado brazo estirado y su mano agarrada a la nada, como si alguien la llevara suspendida en el aire… Se alejaba feliz, mientras seguía llamándolo -¡Joaquín, Joaquín vamos! No te quedes hermano, vamos conmigo…

  El niño veía a su adorada hermana alejarse feliz en un paseo sobre las aguas con su voz perdiéndose en la distancia.

  Fue entonces, cuando intentó seguirla y con desesperado grito, la llamó repetidas veces -¡Rosario vuelve, Rosario espérame, ven, no me dejes!...

  Pero Rosario ya estaba lejos para oírlo, o no pudo volver a buscarlo, y aunque Joaquín siguió llamándola, no tuvo respuesta. Su hermana se había ido con esa otra niña, a la que él no pudo ver.

..De pronto decidió ir tras ella, estaba desamparado y no pudo soportar la sola idea de quedarse solo. ¡Corrió y corrió por la escueta playa! Se internó en las aguas cristalinas, con la esperanza de alcanzar a Rosario.

  Joaquín corrió con su resto de valor, con la inseguridad desequilibrada y con la impotencia del miedo. Envistió al espejo líquido… ¡Tan limpio! ¡Tan suave! ¡Tan puro y tranquilo en apariencia!

Con su pequeño pecho empujaba la resistencia del agua, hasta que la profundidad fue más alta que él...

  Al atardecer, su madre los esperaba, como todas las tardes, con el fuego encendido…

 

Autora: Clara Sofía Santana Miranda. Paraná, Entre Ríos, Argentina.

clarasofiasant@hotmail.com

 

 

 

Regresar.

 

 

Lo que hoy voy a contarles, ocurrió en un pueblito enclavado en una estrecha ladera de la Cordillera de los Andes, a muchos metros sobre el nivel del mar. Unas pocas casitas resistían los crudos inviernos, guarecidas por el espeso bosque de árboles añejos. Altos ejemplares de follaje perennes en su mayoría, cubrían montañas y valles.

 El paisaje embellecía miradas atónitas de sus escasos pobladores, parecía sacado de un libro de cuentos.

  Allí nada estaba contaminado, todo era naturalmente hermoso y pulcro, allí la mano del creador se percibía al igual que maravillosos cuadros en movimientos suaves y persistentes, envueltos en brisas frescas, conmovidos por música originalmente única, pintados por artistas de otros siglos.

  Los caminos que comunicaban las cabañas entre sí, estaban tallados sobre un terreno pedregoso y firme como si manos anónimas, los hubiesen esculpido ¡Sabe Dios, en que inmemoriales tiempos!

El agua transparente bajaba por los peñascos, a los costados del poblado, entonando su canción eterna y cobrando fuerza en su carrera por alimentar al lago, un kilómetro más abajo.

  En ese pueblito de gente simple, de buenas costumbres, de sanos principios, la única institución pública era una prolija escuelita de frontera, rodeada por altos cercos de madera dura, como protección de los jabalíes, pumas, y otros animales que ocasionalmente bajaban de las heladas montañas en los crudos inviernos, en busca de comida.

Por esta misma razón, cada una de las viviendas tenía el mismo estilo de cerco protector, alrededor del total perímetro de sus terrenos y dentro de ellos se encontraban las distintas parcelas, que dividían la huerta de los árboles frutales, gallineros, criaderos de cabras, cerdos, vacunos, caballos y las infaltables casillas de los blancos perros Dogos Argentinos. Estos canes que se ocupaban, para proteger los hogares soltándolos durante la noche dentro del cerco perimetral de cada residencia y además eran indispensables para la cacería de jabalíes, durante la época de nieve, cuando los animales bajaban de las alturas, corridos por el hambre.

Estas circunstancias naturales, eran aprovechadas en cada temporada invernal, por los lugareños, se juntaban para salir a cazar todo tipo de animales autóctonos, y en especial: jabalíes que luego se faenaban, para así: tener provisiones durante el resto del año. Las caserías duraban algunas jornadas, durante las cuales sólo las mujeres con los niños quedaban en sus hogares, y los hombres salían a buscar el tradicional alimento para su familia.

  Allí, en ese poblado, para el que ninguna expresión literaria alcanza a describir las cualidades extraordinarias del lugar y de su gente, vivía Rosario, una niña de diez años, junto a su madre y su hermanito menor llamado Joaquín, de seis años. Joaquín era un tierno niño de rizados cabellos castaños, enmarcando su rostro inocente de grandes ojos verdes, cursaba el primer grado en la escuela del pueblo, siempre acompañado por su hermana mayor, quien obediente lo asistía en todas sus necesidades escolares desde su quinto grado, cursado como mejor alumna y mejor compañera.

  Rosario lucía larga cabellera negra, siempre prolijamente peinada en trenzas gruesas, terminadas en dos moños blancos, que su madre organizaba con esmero cada mañana.

  Sus laboriosas manitas ayudaban en los quehaceres de la casa, como todos los niños del lugar.

  Rosario y Joaquín, no tenían juguetes como los chicos de la ciudad, jugaban con ramitas, latitas vacías y con su prodigiosa imaginación, lograban maravillas. Nadie podría representar la magnitud de sus sueños, nadie podría igualar lo ficticio en sus juegos cotidianos, eran niños felices a pesar de la humildad en la que vivían y a pesar del papá ausente, el que muriera antes del nacimiento de Joaquín, en un siniestro accidente de cacería.

  Era costumbre cotidiana en los fines de semana, cuando el clima lo permitía, mamá daba permiso a sus hijos para visitar el lago.

  Desde el pueblo hasta el lago, había un largo sendero abierto entre los árboles del bosque. Un camino que zigzagueaba montaña abajo, entre hojas y ramitas secas, plagado de musgos, hiedras y helechos silvestres colgando de los troncos. Allí abundaban los búhos que desde su escondite vigilaban todo movimiento, las curiosas ardillas saltando de árbol en árbol a cualquier hora del día, los arces tan mansos como las mascotas y un millar de mariposas multicolores, embellecían el paisaje de maravillas.

  Los niños disfrutaban de estos únicos paseos con gran alegría, recolectando flores, que la sabia naturaleza dejaba fluir desde la superficie húmeda. Se comunicaba con los pájaros y soñaban con lo irreal en toda su dimensión. Las horas se volaban en sus recorridos, conocían cada rincón del camino y sus bellos contornos.

  Una tarde de sábado, llegaron hasta el espejado lago. Las montañas convertida en cofre, guardaban toda la desconocida profundidad azul del lago ¡tan azul como el mismo cielo!...Era primavera, brillaba el sol  sobre las aguas formando pequeños destellos en la superficie casi quieta, la rivera alfombrada en pequeñísimos pedregullos en todos los tonos de grises, los invitaba a recrearse en esa jornada vestida de mil colores.

  Una gran piedra gris oscura, maciza y fría asomada en la orilla, sirvió de asiento a Rosario y a Joaquín, desde allí apreciaron la música apenas perceptible de la brisa fresca, formando minúsculas olas en mágica afonía.

  Algo nuevo y diferente, llamó la atención de Rosario. Una niña vestida con una túnica rosa, se acercaba a ellos como volando suavemente, sobre la superficie del lago. Sus brazos estirados hacia arriba, se movían como alas y sus pies colgaban rozando el agua, como la cola de un delfín. Traía algo brillante en su mano derecha, algo que simulaba a una estrella y muchas flores formaban coronitas sobre su rubia cabellera.

  -Mira hermano, mira esa niña que viene hacia nosotros- le decía a Joaquín, mientras tocaba insistente el brazo de su hermano que la miraba atormentado por desconocer lo que Rosario quería expresar. Rosario seguía insistiendo sin apartar ni por un instante, la vista de la maravillosa imagen que la subyugaba.

  -¿Qué debo mirar hermana?- respondió Joaquín, algo impaciente.

  -¡Esa niña, se parece a un hada sirena, está marchando sobre el agua y viene hacia nosotros! ¡Qué hermosa es! Mira, mira... ¿No logras verla?-

  Mientras tanto, Rosario veía que la imagen se acercaba y se acercaba, hasta casi tocarlos. Había una sonrisa virginal en su rostro.

  -¡Yo no veo nada! ¡Dime, dime!... ¿Qué ves tú? Insistía Joaquín.

  -Bueno ya está llegando, parece que nos invita a flotar con ella… instaba Rosario -Prepárate a dar un paseo sobre el lago Joaquín. -¡Dame tu mano! Apremiaba entusiasmada, mientras se levantaba de la piedra, como hipnotizada y se tomaba de la mano, que supuestamente la sostendría.

  Joaquín se sentía muy confundido, el temor lo invadía esta vez y no se animaba a obedecer a Rosario. A Joaquín le habían enseñado desde que tuvo memoria, que los hombres no lloraban, él se sentía un hombre, pequeño aún, pero hombre al fin.

  Con mucha inquietud y desasosiego, ve a su hermana internarse en el lago sin hundirse. ¡Había quedado abandonado en la orilla! Desesperado y sólo, por primera vez en su vida.

  Rosario parecía flotar sobre la superficie, con su delgado brazo estirado y su mano agarrada a la nada, como si alguien la llevara suspendida en el aire… Se alejaba feliz, mientras seguía llamándolo -¡Joaquín, Joaquín vamos! No te quedes hermano, vamos conmigo…

  El niño veía a su adorada hermana alejarse feliz en un paseo sobre las aguas con su voz perdiéndose en la distancia.

  Fue entonces, cuando intentó seguirla y con desesperado grito, la llamó repetidas veces -¡Rosario vuelve, Rosario espérame, ven, no me dejes!...

  Pero Rosario ya estaba lejos para oírlo, o no pudo volver a buscarlo, y aunque Joaquín siguió llamándola, no tuvo respuesta. Su hermana se había ido con esa otra niña, a la que él no pudo ver.

..De pronto decidió ir tras ella, estaba desamparado y no pudo soportar la sola idea de quedarse solo. ¡Corrió y corrió por la escueta playa! Se internó en las aguas cristalinas, con la esperanza de alcanzar a Rosario.

  Joaquín corrió con su resto de valor, con la inseguridad desequilibrada y con la impotencia del miedo. Envistió al espejo líquido… ¡Tan limpio! ¡Tan suave! ¡Tan puro y tranquilo en apariencia!

Con su pequeño pecho empujaba la resistencia del agua, hasta que la profundidad fue más alta que él...

  Al atardecer, su madre los esperaba, como todas las tardes, con el fuego encendido…

 

Autora: Clara Sofía Santana Miranda. Paraná, Entre Ríos, Argentina.

clarasofiasant@hotmail.com

 

 

 

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