EL PRIMER
BELÉN
“In illo tempore” – en aquel
tiempo-, hace aproximadamente 2010 o 2014 años, para ser más exactos, una buena
parte de la humanidad, lo que hoy llamaríamos el “primer mundo”, estaba instalada
en un contexto que importantes exégetas han calificado de “expectación
universal”. En aquel “primer mundo” ostentaba el poder la persona de Octavio
César Augusto, “imperator”, “pontifex maximus”, “caesar”, “augustus”, dotado de
la “tribunitia potestas”, “padre de la patria” y cónsul, es decir, la mayor
expresión de poder –potestas- y de autoridad –auctoritas-, hasta entonces
conocidos.
La llamada “pax romana”
reinaba en todo aquel vasto imperio desde el Atlántico hasta Siria; desde el
Báltico, hasta Egipto; paz ejercida por la fuerza sojuzgadora de las legiones
dominantes desde Hispania al Ponto Euxino, Tracia o Macedonia; desde Germania a
Palestina…; paz organizada por el poderoso que somete, juzga, domina y
esclaviza cuerpo, mentes y voluntades… ¡Ah!, pero que también civiliza y
culturiza, ¡gran contraste! Era la paz de aquel “feliz” mundo romano.
Los “Idus” de marzo de 44 a.
de JC, fueron determinantes para el joven Octaviano. Antes de su muerte,
asesinado por Brutus y Casio, Julio César lo había nombrado su heredero, y ahí
empezó su vida política, el “siglo de Augusto” que habría de pasar por dos
fases bien diferenciadas: durante la primera compartió el poder con otros dos
miembros del II Triunvirato (Marco Antonio y Lépido). La segunda fase se inició
a partir de la batalla de Accio y de la muerte de Marco Antonio y Cleopatra en
Alejandría. En ese momento Octaviano quedó como dueño único de los destinos de
Roma.
Estos hechos sucedían cuando
iba a ocurrir el acontecimiento más transcendente de la Historia de la
Humanidad de todas las épocas. Un Niño estaba a punto de nacer en un apartado,
olvidado, despreciado rincón, en el extremo oriental del imperio, en aquella
Palestina tosca, ruda, llena de enorme personalidad conferida por la
depositaría de la divina revelación , un Niño que iba a tomar carne humana en
el silencio luminoso de una noche cualquiera, allá en la remotísima Belén de
Judá.
Por su parte, el que hemos
venido en llamar “primer mundo”, no era ni tosco, ni rudo, antes al contrario
estaba viviendo un auténtico renacimiento cultural o “siglo de oro”. Las obras
arquitectónicas, escultóricas, literarias y hasta las representaciones de las
monedas no eran sino manifestaciones de un programa común en el que se tendía a
recuperar los mejores valores del pasado romano y a cantar la nueva era de paz
y de prosperidad traída por Augusto bajo el amparo de los dioses del panteón
romano.
Era la época de Ovidio con
su “Arte de Amar” o “Ars Amandi”. Si el sincretismo entre la religión griega y
la romana estaba ya muy avanzado en obras como la “Metamorfosis”, dicho
sincretismo constituía ya una realidad.
Era la época de Horacio, el
enamorado del justo medio expresado en sus sátiras, églogas y epístolas.
Era la época del gran Virgilio de las “Bucólicas”
y “Geórgicas”, del Virgilio de la “Eneida” sobre el origen troyano de Roma. Del
Virgilio preferido por los autores cristianos posteriores, pues en su Égloga IV
habla del “inminente nacimiento de un niño que crearía un reino de paz en el
mundo”.
Era la época de Cayo
Mecenas, amigo de Octavio, riquísimo, que estimuló por ello a autores,
escritores y sabios.
Era también la época del
gran historiador Tito Livio, etc., etc.
Era efectivamente un tiempo
de brillantez, opulencia y poder. Contraste, enorme contraste con la ruda
Palestina del bíblico Israel, sociedad aún patriarcal, atrasada, con el
pensamiento solo puesto en sus tradiciones y su sólida fe y esperanza en la
venida de un Mesías repetidamente anunciado por unos enigmáticos profetas.
Todo empezó, pues, en BELÉN
(Beth-lehem, “casa del pan”). De ella dice la poesía popular con su profunda
carga de sencillez teológica, de la que surge este precioso villancico:
“La Casa del Pan callaba,
la hoguera estaba encendida
que el PAN se estaba cociendo
en el seno de MARÍA.
PAN blanco sería JESÚS
que los hombres cocerían,
¡BELÉN!, ¡oh, CASA DEL PAN!,
JESÚS, hogaza divina”.
Aldea rodeada de estepas
desérticas a unos siete kilómetros de Jerusalén, la capital. Ya Miqueas (cap.
5, vers 1º) lo había profetizado: “Pero tú, Belén, eres la más pequeña de las
aldeas de Judá; de ti sacaré al que ha de ser jefe de Israel…”. El evangelista
Mateo cita esta profecía con algunas correcciones: “Y tú, Belén, tierra de
Judá, no eres ni mucho menos la última de las aldeas…”; para Mateo el minúsculo
pueblecito se crece por haber sido la cuna de Jesús. No se fijó Dios en los
palacios y murallas de Jerusalén, ni en el poder deslumbrante de la Roma
imperial, sino en una aldea insignificante, cuna del rey David, humilde lugar
elegido, aunque en verdad lo que allí sucedió fue como un relámpago en la
oscuridad de la noche de la historia.
Ese fue el primer Belén del
universo. Belén fue un acontecimiento que gritaba, que grita, a los cuatro
vientos que no había derecho –que no hay derecho- a que las cosas estuvieran
como estaban, es decir, que estén como están. Aquel Belén levantó la esperanza
de los pobres, denunció la persecución organizada por los poderosos, el olvido
y desinterés de los cultos….Belén fue la manifestación de la peculiaridad del
cristianismo en relación con otras religiones o ideas filosóficas. El
fundamento del cristianismo no es un concepto abstracto, ni una decisión ética,
sino el encuentro con una PERSONA en todo semejante a nosotros.
Autor: JOSÉ Mª DABRIO PÉREZ. Huelva, Andalucía, España.