LA CAPILLA.
Los pasos de Ana eran
lentos. Hacían eco y el sonido le volvía con el mensaje de los cristales de los
vitraux.
Ingresar todas las tardes al
recinto sagrado era un ritual inevitable los últimos años. Ya estaba muy sola y
su único recurso era la compañía de las figuras religiosas de los altares
apuntillados. La penumbra traslucía los dibujos del piso y sus arabescos esa
tarde le parecían más alegres. Esto la sorprendió porque nada era divertido en
sus días siempre grises. Continuó su marcha, para depositar su ramo en la
repisa de San Antonio… esta vez eligió nardos recién cortados. Giró para
ubicarse en el centro y cerca del altar, para pedir y agradecer, pero notó que
no estaba sola. Una mujer lloraba sobre un gran pañuelo oscuro. Tímidamente
decidió ubicarse un poco más atrás esta vez. Los espasmos sollozantes de la
infeliz, no le dejaban concentrarse en sus habituales oraciones. Decidió
acercársele y le tomó un hombro mientras le interrogaba si necesitaba algo o si
ella podía hacer alguna cosa. La mujer la miró angustiada y levantándose se
marchó con rapidez. Sorprendida, Ana trató de olvidar el incidente y se reclinó
ante el altar cuya blancura le sirvió de concentración para la meditación.
Las ventanas de ambas naves laterales se
abrieron repentinamente juntas, haciendo que el frío ingresara helando la piel
de la implorante. Asombrada Ana se incorporó y miró que no había más nadie en
el templo. Se encendieron todas las luminarias y los nardos que antes
depositara, se multiplicaron por cientos en todos los floreros impregnando su
aroma, todo el espacioso ambiente. Desde el atrio, una alfombra roja rodó a lo
largo del pasillo central desenrrollándose al completo ante sus pies. La puerta
de la nave central hizo la apertura de sus dos hojas y un hombre alto y
atractivo le enviaba su mirada romántica desde lo profundo de sus ojos azules.
Ana vibraba de emoción… pero un sudor empapó su rostro y cuerpo temblorosos. Un
sofocón ahogaba su garganta mientras se sentaba al borde de su cama angosta,
que colocada cerca de la pared, hacía mas grande aún la habitación casi vacía.
Percibió un viento fresco y penetrante. Lo tomó como causal de la apertura de
la ventana de la pared opuesta. Se levantó a cerrarla y notó que la cortina
había arrojado el florerito cerámico derramando el agua y los nardos sobre el
mueble y el piso. Descorrió los visillos y miró hacia el amanecer todavía
oscuro y gélido. El campanario de la iglesia de la esquina, le observaba burlón
y los árboles desnudos del invierno le mostraban su intimidad impúdica.
Molesta, cerró su escote de frisa gruesa y girando su encorvado caminar, se
dirigió hacia la mesilla de noche, para tomar los comprimidos de la mañana. El
vaso tapado con la servilletita bordada reflejaba en su agua el rostro agrio…el
de una vulgar vida solitaria.
Autora: Dra. Renée Adriana
Escape. Mendoza, Argentina