Bronco.

Galardonado en el Concurso Internacional de cuentos 2013, organizado por El Centro Vasco Francés de Buenos Aires - Buenos Airesko Iparraldeko Euskal Etxea, a través de la Subcomisión de Cultura.

 

                   Amparado en fructíferas tierras se hallaba el establecimiento agrícola ganadero “La Afortunada”, en el cual podía observarse dentro de blancuzcos corrales las parvas de alfalfa carcomidas, aguardando el regreso de las vacas lecheras que habían sido arriadas de madrugada para el ordeñe. El amanecer en ese día de verano se presentaba espléndido, lo anunciaba la algazara de las aves, como el alboroto de los cerdos y bovinos acompañados por el roce de las ramas y el viento que divulgaba los mugidos provenientes del tambo. El alazán, ensillado, esperaba al patrón junto al palenque del rancho, sujeto por un rulo entre sus riendas. En la batea de roble, ya estaba Doña Martina sobando el amasijo con chicharrones que pronto sería el codiciado pan criollo. Los perros seguían a la peonada que se desplazaba con los tractores y trilladoras. El bullicio de esas actividades indicaba que la rutina campestre había comenzado.

Mientras tanto, en el granero estaba inquieto “Bronco”, aguardando a su cuidador para que lo sacara a pastorear como lo hacía últimamente, en forma habitual. Aunque ese día todo, todo sería distinto. Bronco era el nombre del toro viejo, negro hasta las pezuñas, de pecho ancho y duro como una roca, le resaltaba la penetrante mirada que manifestaba su poder, y poseía cuernos mochos tan duros como amenazantes. Lo habían traído de ternero a ese establecimiento, y siendo bastante viejo, no había perdido sus mañas, ni sus costumbres. Por voluntad ajena vivía solitario, apartado de las reses, en un corral cubierto. Diariamente lo sacaban para pastar al aire libre, por unas horas y lo volvían a encerrar.

El encargado de su atención fue siempre el capataz Iñigo Astete, más conocido como “El Vasco Iñigo”. Era un antiguo peón y hombre de confianza de la casa. Además, para ese manejo no podía ser otro porque él era el único capaz de enfrentar al animal. La rudeza del toro era conocida en la zona, el mencionar a Bronco imponía respeto. Su misión fue la de reproductor de la raza holando-argentina, y ya había cumplido con creces el ciclo que la naturaleza le permitió, aunque no se resignaba a abandonar la protección de los corrales colmados de vacunos, en su mayoría descendientes de su propia estirpe. Iñigo acostumbraba a castigarlo duramente, pretendía convertir la obstinación del toro en la docilidad de un ternero mamón, algo imposible para ese temperamento vigoroso. Poco tiempo atrás había aparecido otro macho astado, postulante a reemplazarlo pero Bronco no pudo admitirlo y en un duelo como de titanes, lo dejó tendido en el suelo. Esa actitud le costó el encierro solitario al que fue condenado. El hombre y el toro vivían en permanente relación, pero jamás simpatizaron uno con el otro. El Vasco cumplía su trabajo con rigor y Bronco con su deber, sin aceptar la sumisión. No obstante varias veces, como entendiendo esta situación, el toro le perdonó la existencia a quien consideraba su verdugo. A lo largo de su vida, Bronco había soportado muchos castigos, golpes de rebenques, ayunos prolongados y aislamientos, además de haber observado con impotencia las desagradables castraciones, yerras y destetes de las crías. En estas tareas siempre estaba presente Iñigo por ser el capataz. Bronco, cuando lo observaba, golpeaba las patas como escarbando el suelo y exhalando rencores de sus narices… En cambio el patrón del tambo, al que el toro veía muy de vez en cuando, le acariciaba el lomo como un gesto de agradecimiento por la productiva tarea cumplida.

Aquella mañana se presentó el capataz ante la puerta del corral donde permanecía Bronco. Al Iñigo le brillaban los ojos sonriendo sarcásticamente. Se trepó en las tablas y pegándole un sopapo le dijo: “¡Te llegó la hora, torito maldito!” El toro se enfureció, presintiendo que algo raro sucedía porque ya, el día anterior no lo había sacado ni le dio de comer. La elocuente mirada indicaba que no soportaba más las provocaciones de ese rudo campesino. Tironeando de una cadena sujeta a la argolla que pendía de la nariz del vacuno, El Vasco lo guió hasta una manga que lo encaminaba a la jaula de un camión, cuyo destino era el matadero. Bronco no sabía de qué se trataba, pero había visto muchísimas vacas que entraban en ella sin regresar jamás y él no estaba dispuesto a abandonar su territorio. La terquedad le costó muchos azotes que lo enfurecían aún más y no perdía de vista a su provocador, Iñigo. La situación se fue complicando porque Bronco se detuvo como maneado, sin ocultar su decisión de no avanzar, hasta que el hombre convencido de que lo subiría al transporte, recurrió a la picana y con eso el toro enloqueció. Los peones que estaban en el lugar, al observar la reacción del toro y conociéndolo, se pusieron a salvo alejándose. Con bruscos movimientos Bronco fue destruyendo las tablas que lo encerraban hasta saltar fuera de ellas. El vasco Iñigo insistió tironeándolo de la cadena y dándole azotes a la vez que no dejaba de gritar para amedrentarlo. El destino los había dejado “mano a mano”. El violento enfrentamiento culminó cuando el toro, con la fuerza de una locomotora, embistió con sus guampas y sin piedad, el abdomen de Iñigo haciéndolo volar por el aire e hiriéndolo de muerte. Cuentan que el gemido de dolor fue confuso, balbuceando el nombre de Bronco. Después, la bestia exaltada comenzó a girar en su propio eje arremetiendo con lo que se encontraba a su paso. Intentó derribar al camión corneándolo una y otra vez. Oportunamente el patrón, lamentándose, pudo detener la acción del animal con varios disparos, evitando que produjera más víctimas. Desde entonces y hasta hoy, en el campo se comenta que los dos murieron en un reto aferrados a la soberbia, que ambos murieron en su ley… sin dejarse doblegar en su razón, rudeza y convicción.

© Edgardo González. Buenos Aires, República Argentina

“Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.

Autor: © Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

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