PESADOS Y PESADECES.

 

 

 

Leí hace tiempo, no recuerdo dónde, una frase genial que, más o menos, decía de aquesta guisa: “Un pesado es aquel que cuando le preguntas cómo está, va y te lo dice…”. ¡Casi nada lo del ojo!.

 

         Son muchos los tipos de pesados y las consabidas pesadeces. En algunos ambientes los llaman “plastas”. Creo que le oí esta palabreja por primera vez al cantante David Summers, hijo del genial Manolo –oriundo de La Palma-, voz principal del famoso conjunto denominado “Hombres G”, delicias de adolescentes de los ochenta. Pues bien, pesados o plastas los hay de muchas clases y calibres. Los de mayor grosor, a juicio de este comentarista son, sin el menor género de duda, los políticos. ¡Vaya coñazos!, ¡vaya rollos que cuelan al sufrido pueblo calladito! La jerigonza política está constituida por una serie de términos, siempre los mismos, a través de los cuales transmiten su pensamiento electoralista absolutamente vacuo, falto de contenido e, incluso procaz, con sólo honrosas excepciones. Mucho morbo hacia la galería, poca efectividad en la gestión, corruptelas, precisamente cuando más se necesita la solución de los problemas. Existen paradigmáticos dirigentes capaces de machacar mentes, voluntades y traseros con atontadores discursos durante seis, ocho o diez horas. ¡Cuidado que hay que ser memos, o tener sorbido el seso para oír y escuchar tamaños dislates formulados por déspotas iletrados o semiincultos. ¿Por qué son tan pesados?, ¿por qué no sintetizan y llaman pan al pan y vino al vino?, ¿por qué no se dejan de eufemismos y hablan con claridad? Evidentemente porque lo interesante y útil es cansar, agotar mentes y espíritus.

D. Camilo José Cela, el Premio Nobel de literatura, pasaba olímpicamente de tamañas zarandajas. Por ello se quedaba dormido durante tediosas sesiones senatoriales. ¡Inteligente que era! “¿D. Camilo, está usted dormido?”. “No hijo, estoy durmiendo….”, “que no es lo mismo estar j. (participio), que estar j. (gerundio)”.

Volviendo a eso de las enfermedades.

-Oye, ¿cómo estás..?, me he enterado de que andabas algo malucho.

         -Ya estoy bastante mejor, pero lo he pasado muy mal. Mira, todo empezó…

Comienza de esta manera un impresionante relato, adornado con gestos y frases, a través del cual desfilan médicos, hospitales, enfermeras, análisis clínicos…; retrocesos verbales en el tiempo para enlazar con situaciones interesantes, a juicio del narrador, cual moviola hospitalaria. Al sufrido interlocutor que, educadamente, se interesaba por la salud del sujeto esperando recibir somera información sobre la misma, no le queda otro remedio que revestirse de paciencia, cambiar de cuando en cuando de postura y echar una breve y disimulada ojeadita al reloj. Tras varios discretos intentos de poner dique al torrente informativo:

-         Bueno, lo importante es que ya estás bien.

-         Sí, pero esto no se lo deseo a nadie. Recuerdo que una noche…

Y vuelta a una nueva versión de la “interesantísima” historia, desde otra perspectiva diferente. Por fin, después de una hora o más de involuntaria inmersión por las turbulentas aguas de la enfermedad ajena, totalmente agotados, puestos de los nervios, regresamos a casa y nos preparamos la consabida infusión tranquilizante. ¡Vaya un c…!

Todos tenemos experiencias en este tipo de cosas. En mi dilatada vida profesional, recuerdo complicados momentos de entrevistas con señoras interesadas por sus hijos, como debe ser. Sin embargo, había una que me crispaba sobremanera, sin mala intención desde luego. En su conversación solía salirse de la línea habitual y hablaba de lo más insólito, incluso de aspectos íntimos de la vida conyugal. Llegó a agobiarme de tal manera que pedí a mis compañeros que, cuando hubieran transcurrido unos diez minutos, la interrumpieran indicando que me llamaban urgentemente por teléfono.

Hace no mucho, en una colaboración titulada “Eufemismos”, hice alusión a la pesadez de las reuniones de juntas directivas o asambleas generales, esas que provocaron el hartazgo infinito de nuestro sabio amigo EL TINA, personaje del que prometo ocuparme en estas páginas. Características de las mismas son la impuntualidad, las repeticiones innecesarias –“te vuelvo a repetir”- , las discusiones bizantinas, la erótica del sillón, en suma, esa poltrona que cualquier jefecillo desea mantener sine die para conservar parcelitas de poder fáctico.

“Te escribo esta carta tan larga, porque no he tenido tiempo de hacerla más corta…” –decía Pascal-. La brevedad, la justa medida del tiempo, parece haberse perdido, paradójicamente, en este alocado mundo de las prisas. Hay prisas por todo, excepto para charlas, conferencias y pregones. Suelen ser lentos y ceremoniosos. Ha llegado la hora del magno lucimiento personal e institucional. Empecemos por el presentador. Este señor o señora, no crean que va a ser menos que el conferenciante, ¡ni hablar! En lugar de ceñirse a cortos minutos de intervención, se introduce por los vericuetos de la retórica más absurda, ¡hay que darse a notar!, es decir, dar un pre-pregón del pregón, es preciso dejar boquiabiertos a los espectadores y anhelante al de la conferencia o lo que sea. Y claro, después de más de media hora de inútil preámbulo, coincidiendo con los primeros aplausos, se producen también los primeros e inquietantes movimientos en los asientos. Inquietud en la concurrencia. Por fin, ¡ahí va! El actor y protagonista no puede ser menos, cuando debe ser lo más de lo más. Pocos son este tipo de actos que no se acercan o sobrepasan las tres horas de duración.

Concluyo. A la pesadez retórica, futbolera, política; al rollazo de cualquier tipo, le es aplicable la frase genial, del no menos genial Albert Boadella: “Los nacionalismos son como los p.(esas olorosas ventosidades), solo les gustan a los que se los tiran”. Pues eso….

 

Autor: JOSÉ Mª DABRIO PÉREZ. Huelva, Andalucía, España.

jmdabrio@gmail.com

 

        

 

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