Pancho el de Juanita.
A Héctor Aguilar Camín: con gratitud para el
hermano mayor en el mundo de las palabras.
Acurrucados en cuclillas junto a la pila central en el patio
del curato; apartados lo más posible de la mirada de los mayores que ya se disponían
a volver a casa al terminar el rosario, dos chiquillos que algo susurraban,
trataban de consolar a un tercero que se hallaba en medio. Tenían “nueve años
entrados a diez” a lo sumo, y apenas el día anterior se hicieron amigos, pero
ahora les angustiaba que muy pronto habrían de separarse. Los tres estudiaban
en la escuela parroquial de Pegueros, aunque no acudían al mismo salón.
Se conocían de vista desde meses atrás, aunque fue en la
jornada previa cuando hablaron por vez primera. Y lo hicieron en forma tal, que
su corazón de niño fue tocado por la magia y el don de la amistad: esto ocurrió
allá arriba, con el mundo bajo sus pies, siendo sus ojos el centro mismo de
todos los confines, donde cada uno fue enunciando sus temores y sus sueños; sus
gustos y sus más tiernas experiencias, lo mismo que su anhelo por conocer lo
que hubiera más allá del horizonte.
Habían subido al campanario por encargo del “señor cura”,
que así llamaban los lugareños al señor cura Salvador Munguía; y lo hacían como
premio a su buena conducta, a la vez que, para dar aviso en cuanto “un
cochecito” o una “flecha roja” apareciera procedente del Valle de Guadalupe,
puesto que el párroco, o su hermano Marcelino, tenían que viajar a Tepatitlán o
Guadalajara. Esa mañana la carretera tenía poco tráfico, de modo que los chicos
tuvieron tiempo suficiente para contemplar desde las esbeltas torres del
Sagrado Corazón, un panorama inmejorable de las dilatadas llanuras, cañadas,
lomeríos y cerros que rodean al pueblo de adobe y ladrillo, emergido en el
corazón de Los Altos allá por 1740. También tuvieron tiempo para hablar de sus
cosas… cosas, en verdad, muy importantes.
Casillas, por ejemplo, dijo señalando hacia el noroeste:
“Por aquel caminito se llega al rancho de nosotros, que está detrás del cerro
de La Mesa, como para ir al río Verde. Hay muchas pingüicas, talayotes de vara
y camote del cerro en tiempo de lluvias. También raigones y jaltomates, y tunas
de todas, pero más de agrio, con las que hacemos pico de gallo con sal de grano
y chile piquín. En las secas, recogemos muchas canicas de tepetate o nos
resbalamos sobre una zalea en los montecitos de tierra colorada”.
Felipe –que era el nombre del segundo de los muchachos--,
contó que había nacido en El Guayabo, pero ahora vivía por el camino que pasa
por el Garabato y sigue a La Capilla. ¿Están viendo el cerro Gordo? pues hagan
de cuenta que quieren ir allá, mero en medio. “Año con año, mis hermanos y yo
ayudamos a mi papá en la milpa: sembramos maíz, frijol y calabaza y a mí me gusta
agarrar el arado o la carreta con la yunta de bueyes. También puedo escardar,
pizcar y desgranar en la rueda de olotes; o cuando se necesita, agarro el
mecapal y voy a recoger boñigas para el fogón. Si nos queda tiempo, jugamos con
las ”patolas…” ¿Patolas? --interrumpió Casillas.
Sí, patolas, --terció Pancho--, diciendo que eran unos
frijoles muy grandes, de colores bonitos y jaspeados, como si fueran vacas (1).
Felipe prosiguió: “Recogemos piedritas de los hormigueros o
barro negro en el arroyo, y con ellos hacemos caminos, presas o cualquier
figura, que ya seca, la cocemos en el horno”.
El chico hablaba eufórico, pero de pronto su voz cambió de
tono, y dijo gravemente: “Este año mis papás me mandaron a Pegueros, para que
aprendiera a leer y escribir”. Con Casillas pasaba otro tanto, y ambos eran
alumnos de primer año con Anita Franco. Pancho el de Juanita, por su parte, ya
había tenido por maestros a María de Jesús Gutiérrez, quien le enseñó las
primeras letras; A la propia Anita, y ahora estaba en segundo con don Marcelino
Munguía, en el salón bajo el campanario de la izquierda. “Hoy me pasaron al
pizarrón para escribir: Gramática es el arte de hablar y escribir correctamente
un idioma cualquiera, mientras que los demás lo copiaban. Me gusta la gramática,
lo mismo que la geografía y el dibujo”, dijo a sus amiguitos. Les contó también
que ya conocía Tepa y Guadalajara, así como El Valle y Jalos (2). A los chicos
que habían venido del rancho, les daba trabajo entender todo aquello; como si
el mundo terminara justo en el horizonte que abarcaba la vista.
Cuando bajaban por los gastados peldaños de cantera de la
escalera de caracol, sus pechos iban henchidos de la dulce sensación que trae
el hallazgo de una amistad nueva, tierna como la infancia y limpia como ninguna
otra. Pero ni aún esta, podía estar a salvo de las asechanzas del destino, como
muy pronto habrían de saberlo.
No habían disfrutado tan solo un día de su nueva amistad,
cuando Pancho anunció que lo llevarían a vivir a Uruapan, como recién le había
comunicado su madre Juanita. La pila del curato resultó ser el sitio en el que
furtivamente tenía lugar la despedida.
¿Y cuando volverás? --preguntaban los otros, sin la menor
idea del rumbo que tomaría su amigo.
“No sé, no sé” --era toda su respuesta. La separación, pues,
era penosa y ninguno estaba preparado para afrontarla, mucho menos Pancho,
quien a la pena propia del evento, agregaba la incertidumbre de tener que
marchar a una población desconocida, sin importar que ésta fuera la de su
nacimiento. Y hacía allá partió el miércoles de ceniza de 1947: en verdad un
giro muy extraño de la rueda del destino para un jovencito de Pegueros, cuando
lo común era que éstos fueran de braceros a California o, en número menor, al
seminario.
Sesenta y cinco años después aquellos sucesos llegaban con
nitidez a la memoria de Francisco, en un escenario bien diferente: el Congreso
del Estado de Quintana Roo, donde tres amigos procedían a presentar el libro De
Territorio a Estado / Testimonios de un reportero, decimo primero escrito por
el autor, y tercero dado a conocer en la misma sede del Poder Legislativo.
En el vestíbulo magnífico y ante la pintura monumental de
Elio Carmichael, unos 200 chetumaleños seguían con atención los comentarios del
Lic. Gilberto Calderón Romo, quien esa noche hablaba con la representación del
ex gobernador del estado y actual Secretario de Energía, el abogado cozumeleño
Pedro Joaquín Coldwell. El foro –montado con buen gusto y esmero, como un set
de televisión--, se engalanaba con la presencia del hijo predilecto de
Chetumal, el Dr. Héctor Aguilar Camín; en tanto que, en la primera fila podía
verse a su esposa, la consagrada escritora Ángeles Mastretta, el escritor y
poeta Luis Miguel Aguilar Camín, su esposa, María Pía Soto, el primer gobernador
electo del estado, Jesús Martínez Ross, Artemio Caamal Hernández, incansable
reivindicador de los mayas y otras personalidades del quehacer político,
social, artístico e intelectual de Quintana Roo.
Para el autor del libro, fue quizá la noche más grande en su
trayectoria por los diversos campos del periodismo de “medio siglo sobradito”,
primero como reportero, más tarde como historiador; a través de un camino, ora
azaroso, ora bonancible, pero siempre tan lleno de experiencias. Tal vez por
ello Quintana Roo, por conducto de su gente, ha tenido a bien honrarlo de esta
manera, sin duda inmerecida, aunque para él tan entrañable (3). Esto debió
activar también a la memoria semántica, que a cada cita del orador,
interconectaba alguna vivencia almacenada durante años y años en la mente del
reportero. Tan sólo escuchar el apellido Romo, le transportó a Aguascalientes
en busca de Jesús Álvarez Romo, quien a su vez lo condujo a Tapias Viejas, un
rancho perdido rumbo a Zacatecas, para hablar con Eleuterio Pérez, quien había
sido soldado del capitán cristero Pancho Bautista. Lo relatado por el viejo
campesino fue profundo y conmovedor, y tocó el corazón del huérfano de la
Guerra Cristera (4).
Cuando Calderón Romo refería que Bautista abandonó el fresco
rumor de la Tzaráracua y acudió al llamado de la Xtabay para convertirse en
cronista, en tierra de ceibas, caobas, cedros, faisanes y venados... Por eso
viaja y nos va describiendo las maravillas de la naturaleza, incluyendo en ella
el paisaje humano de las regiones que atraviesa.
Este retornó a Uruapan, al patio de la primaria “Eduardo
Ruiz”, y se vio solitario, barriendo el patio de su escuela, como un niño
castigado. Sin embargo, no se trataba de un castigo, y sí del premio que los
maestros otorgaban, permitiendo salir al recreo a quien entregaba primero la
lección matutina. “Mientras salen los demás, ¿por qué no das una barridita?”,
solía decir la buena profesora. Y sin que nadie lo mandara, iba a la biblioteca
pública para leer su primer libro: Michoacán / Paisajes, tradiciones y
leyendas, del propio Eduardo Ruiz. Así fue como nació una vocación.
Fue Gilberto Calderón sumamente generoso con el autor,
calificándolo de serio y taciturno; tenaz y persistente. Sin estos atributos,
afirmó, (ahora) “no estaríamos aquí”. Y agregó: “Su mutismo se acompaña de una
penetrante observación. Lo confirmamos cuando vemos lo que nos relata en sus
escritos, en sus dibujos y en sus gráficas, porque además, a todas sus virtudes
agrega la del dibujo, la caricatura y la fotografía…Sus testimonios tienen la
fuerza de un notario”.
Puede que no existan tales virtudes: simplemente, a través
del tiempo se conoce a mucha gente talentosa y, de manera autodidacta se
aprende de ellos… O la convivencia con estudiantes de distintas carreras
propicia el intercambio de conocimientos… O ¿Quién quita, que hasta el mismo
lugar de nacimiento programe vocaciones y habilidades? No en balde el reportero
vino al mundo tan cerquita de Peribán y Tingüindín, (tierra de Naranjo y Rius,
dos grandes entre los grandes) prácticamente al mismo tiempo --entre 1934 y
1937--. Y eso sin contar a otro más grande aún: el volcán Paricutín, que nació
seis años después.
“Este es un puñado de escritos que Francisco ha venido
atesorando con la codicia del niño que resguarda en su bolsillo las canicas que
ha ganado a lo largo del verano, y que hoy se atreve a compartirnos…”
Y no todas las canicas son de tepetate, como las que recogía
Casillas cerca de Pegueros… hay algunas semejantes al verde jade de los mayas;
otras que parecen gemas de coral negro o rosado extraído de los arrecifes del
Caribe y otras más, con el delicado color perla de la flor de la caoba. Quizás
ya vaya siendo tiempo de que un tesoro así deba entregarse en custodia a quien
mejor pueda preservarlo, reflexionaba el reportero. (5)
De lo solemne, el licenciado Calderón pasó a lo nostálgico,
y comenzó a desgranar cualquier cantidad de apellidos con profundas raíces
payobispenses (6), de aquellos que escribieron viejas historias de sufrimiento
y heroísmo. Y como un sabroso fin de fiesta, el escritor hidrocálido le
obsequió a los asistentes una visita guiada, que iniciaba en esa especie de
zoco oriental que fue la Héroes, con sus comerciantes libaneses, yucatecos y
quintanarroenses, para continuar en los centros alegres de Ondina Cortés Pérez,
Doña Rata (sic: aquí sin duda la regó la computadora, pues debe tratarse de
doña Rita) El Malibú, El Safari, Fina Muza, La Laguna encantada y el Bullpen;
los bares del Hotel Los Cocos, Continental, Dorado y Villanueva y El Mar Caribe
de Manolito de Córdoba. Y como era de esperar, entre los concurrentes la
hilaridad se desencadenó.
Mmm… Ahí faltó Doña Luz “la sorda”… el Katunga… el Maracas…
y de haber llegado un poco antes, habría conocido a Ana Felicia, que junto con
Fina Muza eran las únicas opciones para que un “mexicano” tomara sus sagrados y
cotidianos alimentos. Ah!!! Pero Finita y doña Anita eran fantásticas: además
de dar las tres comidas por cien pesos (o menos) a la semana, se desvivían por
sus abonados. Con su charla hacían más llevadero el periodo de iniciación a la
vida estilo Chetumal. Fina puso al futuro reportero el mote de “el Callado”,
mientras que Ana Felicia, que también sobrepasaba los 50, de plano dijo que
cuando volviera a ser joven, le gustaría tener un bebé con la barba partida.
Claro que bromeaban, pero era una forma de mostrar al forastero su hospitalidad
y buen corazón.
Y cuando la fiesta ya había prendido, fue anunciado el
platillo fuerte de la velada; la figura estelar del reparto: Héctor Aguilar
Camín, cuyo nombre había congregado a muy ilustres quintanarroenses, ávidos de
saludar y escuchar a su paisano triunfador. Era este uno de tantos retornos al
terruño, y como en cada uno de ellos, tendría buenas cuentas para rendir y
nuevos logros por anunciar: otra novela publicada, la escritura de un nuevo
libro, su incansable actividad, presente en las columnas de opinión y en los
debates frente a las cámaras de televisión…
¡Qué cosas! Héctor también tenía nueve años cuando su madre Emma
decidió que debía dejar su pueblo y lo llevó a vivir a la ciudad. Héctor el de
Emma, supo de la ausencia paterna desde los trece años; Pancho el de Juanita, a
partir de los cuatro. Uno por accidente, otro debido a las circunstancias, pero
ambos llegaron a ser historiadores: el chetumaleño narrando pasajes de la
Guerra Cristera o de Margarito Ramírez, el jalisciense que más daño causó a
Quintana Roo, en tanto que el peguerense, con “su sartal de habilidades” se
ocupaba de las crónicas del pueblo donde nada faltaba y por eso era tan pobre
(7). Una simetría “realmente notable”.
De Territorio a Estado estaba listo para editarse desde
2008, lo mismo que Aguilar Camín y Joaquín Coldwell para presentarlo. Uno y
otro ratificaron su compromiso en julio pasado y el escritor halló en su
apretadísima agenda la fecha propicia: viernes 9 de agosto. Asumió, pues, con
toda seriedad la obligación contraída –ansioso, pero recíproco, el autor
mantuvo, por ética y respeto, los libros bajo siete llaves--, y esa noche demostró
haber leído de principio a fin las 336 páginas, comentando las que más llamaron
su atención: “Vale la pena leer la primera entrevista que como gobernador
ofreció Jesús Martínez Ross”, dijo el comentarista, agregando que en ella se
refleja el momento preciso del despegue, incluyendo el presupuesto anual del
nuevo estado, que era de apenas 88 millones.
Este Héctor bien pudo haber sido el tercero o cuarto
gobernador de Quintana Roo, pero su vocación y compromiso con las letras fue,
por fortuna, más poderosa. Lo mismo, hizo bien en rechazar las tres propuestas
de Salinas para incorporarse a su gobierno. El autor sí probó en carne propia
lo que es enfrentarse a la burocracia y a la corrupción… lo apabullaron. No por
nada doña Eva Zámano Vda. de López Mateos le aconsejaba: “No se meta en
política, porque pierde” (ver página 306)
También atrajo a HAC la crónica de la muerte temprana,
sorpresiva de Raymundo González Ibarra, y reconoció en él a un comunicador
emprendedor y honesto, que luchó dentro de un sistema y un periodismo muy poco
libre. A dos meses de cumplir 49 años, la muerte ya no le permitiría siquiera
saborear el segundo sorbo del vodka que le sirvió Verónica, la tapatía.
Dejemos de lado la semántica y vayamos al pragmatismo, que
es lo que hacía el autor con sus pensamientos cuando Aguilar Camín definía su
obra con un autorretrato: Raymundo se fue de Chetumal, ya adulto, “yendo de un
lado para otro”: Puebla, Tampico, Guadalajara y de nuevo a su lugar de origen.
Supo, necesariamente, del rechazo que en ocasiones sufre un forastero –en
Pegueros les llaman “arribeños”, en Chetumal, “avecindados” y en el Distrito
Federal “Fuera de México, todo es Cuautitlán”. ¿Y qué decir de Carmen Vallarta,
a quien, la ciudad que más amó, le negó el derecho de morir en su seno? (Ver
páginas 248-250). Murió en Cuernavaca a los 42 años.
¿Qué hubiera sido de Héctor, de no haber partido a los nueve
años? La historia de un talento malogrado, sin duda. Con su vocación innata,
tal vez habría alcanzado lo que Raymundo no logró… o lo mismo, ser cabeza de
alguna editorial exitosa, pero restringida al ámbito local, lejos, muy lejos de
la proyección nacional e internacional que hoy posee.
En su intervención, Aguilar Camín no rehuyó hablar del tema
más candente que aborda el libro, es decir, la crónica del día en que el
reportero estuvo a punto de ser asesinado a manos del gobernador.
Finalmente, manifestó su cabal reconocimiento al autor,
leyendo íntegro el artículo de fondo Acoso sin fin, publicado en el Diario de
Yucatán en abril de 1974, el año en que Quintana Roo dejó de ser Territorio
Federal y se transformó en Estado Libre y Soberano (8)
El autor pudo entonces ver todo lo generosa que esta tierra
ha sido con él; lo mismo, llegó a sentir cuán grande es su gratitud hacia los
quintanarroenses que a lo largo de cinco décadas le han dado su amistad y
cariño, como le reiteraban esa noche. Luego hizo votos, ya de palabra, porque
los lectores acogieran su obra con la misma benevolencia que los presentadores.
Y ahí mismo decidió, que la mejor manera de pagarles, sería entregando a
Quintana Roo su acervo gráfico-documental. Por último, trasmitió un mensaje del
ex presidente Luis Echeverría: Dale mi saludo muy cariñoso a los habitantes de
Quintana Roo, el estado que vimos nacer; que ha crecido y sigue creciendo tan
vigoroso, para orgullo de los mexicanos. (9)
Y como deseando perpetuar un
sueño hecho realidad, escuchó con atención y respeto las voces de los
asistentes. Escudriñó con la mirada sus rostros y en ellos pudo ver jovialidad
y solaz, y comprobó con satisfacción, que a casi todos conocía. Un suspiro
profundo arrebató su voluntad y le recordó, con la sabiduría de Gandhi: Si me
das éxito, no me quites la humildad. Y con la humildad sincera de los ya
lejanos días de la infancia, asumió que la meta alcanzada, pudo lograrla, sólo
gracias a las primeras letras que aprendió en Pegueros. E hizo, lo que desde
entonces ha venido haciendo con todas las cosas buenas que la vida le ha dado.
Y las guardó en la memoria y en el corazón.
Notas:
(1) Pancho, el de Juanita, es el redactor de este artículo:
Francisco Bautista Pérez.
(2) Tepa y Jalos, son los nombres con que cariñosamente
identifican los alteños a Tepatitlán y a Jalostotitlán.
(3) También memorables fueron las presentaciones de JANET,
en Chetumal y Cozumel; la exposición de pintura Los Colores del Tiempo, con
asistencia de Rius y un cartón alusivo de Rogelio Naranjo, en 1991; el
nombramiento, en 1993, como Historiador del Estado y otras más, ahora sin duda
superadas por esta de 2013.
(4) Un artículo dedicado al Capitán Bautista, (Francisco
Bautista González), puede verse en la revista Pegueros de septiembre de 2001.
(5) Cuando el autor anunció este propósito, de inmediato
surgieron opiniones a favor de que los archivos del Historiador del Estado deben
ir a la Universidad de Quintana Roo (UQROO). Por cierto, Pegueros y Chetumal
tienen por Santo patrono al Sagrado Corazón de Jesús.- La UQROO tiene por lema:
Fructificar la razón; trascender nuestra cultura. El Club Pegueros Inc.: Ser
Para Trascender, y el autor emplea la palabra trascenderás, en el epígrafe de
sus e-mails. ¿Premoniciones?
(6) Según Francisco Gallegos Franco (Revista Pegueros, 1994)
los 117 apellidos básicos de los peguerenses, tuvieron su origen en la
Península Ibérica… Según Cayetano Casillas Casillas, (La Alcurnia, revista
Pegueros, 2002) los peguerenses van a España a investigar allá el origen de sus
apellidos… Según Elpidio Gutiérrez Gutiérrez (Revista Pegueros, 1986) “todas
las familias de la región formaban clanes muy cerrados, orgullosos y celosos de
su sangre española: Vamos a Pegueros / Que son buenos cristianos; / y por no
perder la sangre / se casan primos hermanos… Y según José de Jesús de León
Arteaga (Revista Pegueros, 1995) en el rancho de Pegueros de Abajo, no hubo
mulatos. Así las cosas, tal vez los contados chetumaleños que añoran su
alcurnia hispana, iban a sentirse mucho mejor en Pegueros. En Chetumal de
plano, desde un principio, la sangre ha estado bastante revuelta: Cuenta el
poeta Luis Rosado Vega que allá por los 30s/XX, seis personas tomaban el café
en una tertulia; siendo aquellos, un argentino, un español, un beliceño, un
hondureño, un cubano y un mexicano, él mismo.
(7) Tan pobre, pero tan pobre, según refiere Héctor Aguilar
Camín, que nada faltaba: pescado, frutas, langostas. Cogías loros en el patio
de tu casa y los venados venían a beber al aljibe del pueblo. Había todo con
sólo estirar la mano, Por eso era un pueblo tan pobre. (Pasado Pendiente y
otras historias conversadas, página 54)
(8) Diario de Yucatán publicó el artículo en el sitio
preferente de su página editorial y en su oportunidad, su propietario y
director, Abel Menéndez Romero expresó su felicitación al autor. Hechos como
estos, compensan con creces las medallas y reconocimientos que por décadas ha
declinado este periodista.
(9) Don Luis Echeverría fue el primero que tuvo en sus manos
De Territorio a Estado / Testimonios de un reportero, además de que a él está
dedicado (siendo Presidente salvó la vida al reportero) junto con Javier Rojo
Gómez y Pedro Joaquín Coldwell. Además don Luis tiene una conexión familiar
peguerense: su nieto Pedro Luis se casó con Vanessa Martín del Campo, nieta de
Leonor (la de Justina), prima hermana de Pancho el de Juanita.
Autor: Francisco
Bautista Pérez. Chetumal, Quintana Roo, México.