Cuando el otoño da brotes.

 

El despertador sonó algo molesto. Corrían ya las cinco de la mañana y todavía se cernía el silencio en la ciudad céntrica.

Por la ventana del séptimo piso, las luces del horizonte hacían un juego luminoso algo divertido. No se visualizaba ninguna estrella en el oscuro cielo nuboso. La costumbre diaria de calentar café, y beberlo mientras escuchaba algo de noticias internacionales por la radio.

Habían transcurrido ocho años que vivía solo en ese departamento en un estado rutinario y demasiado armónico. Ya habían quedado muy atrás los tristes recuerdos de su viudez. Su único hijo vivía en Milán, Italia. De cuando en cuando, le hablaba por teléfono, le enviaba e-mails o chateaban en algún espacio libre en su despacho. Sabía que su nieta había comenzado la universidad inclinándose por el diseño gráfico. La conocía por fotos y había atisbado su sensibilidad a través de sus cariñosas palabras escritas que le transmitía, pese a que no lo conocía.

La soledad era una indumentaria más de la rutina. Médico, Jefe de servicio de Pediatría de un hospital general privado en plena ciudad capital. Todos los días un nuevo desafío para enfrentar. Todos los días se ponía a prueba su amor a la profesión y a los demás.

Esa madrugada la sentía diferente. Estaba algo fría y tomó conciencia que el otoño mostraba su presencia demorando el amanecer de un sol perezoso.

Sentado en un sillón del living, bebía su café algo apesadumbrado. Tomó conciencia de su estado transitorio y lo encausó en las semanas difíciles que estaba pasando con dos casos complicados. Un síndrome urémico hemolítico y una encefalitis que había dejado un absceso cerebral como secuela. Ambas situaciones del servicio y la problemática familiar que acarreaban, lo tenían consternado.

Pensó que no debía reaccionar así, juntó todas las fuerzas posibles, y se incorporó de su cómodo asiento, imponiéndose fe y fortaleza.

Ordenó rápidamente el departamento y preparó su portafolios. Acomodó en él, dos carpetas que contenían las historias clínicas de los casos que debía presentarle, esa mañana, al servicio en la revista de sala.

Posteriormente, después de un enérgico baño, acicaló bien su imagen, mostrando la usual prolijidad que lo caracterizaba, y salió tomando el ascensor rumbo a la cochera. Sintió escalofríos al captar el cambio de temperatura del subsuelo, como también al percibir la fresca brisa de la mañana incipiente.

¿Qué le esperaba cuando se introdujera en la nueva jornada?, probablemente otra igual o similar a las ya vividas. Lo cierto era que la incertidumbre lo tenía invadido en forma extraña, y esa sensación le quitaba deseos de enfrentar inconvenientes nuevos. De todos modos era valiente y resignado ya a la lucha diaria y a las sorpresas con que el destino lo vapuleaba…

El gong del hermoso reloj de pie muy antiguo hizo sobresaltar a Mirna. Provenía del salón de conferencias contiguo al despacho. Le recordó las 19 horas., espacio que le cedía a un descanso, de media hora, que aprovechaba para beber algo.

Con curiosidad discreta, se detenía a mirar, por la ventana del décimo piso del edificio de la principal calle del centro. Sus objetivos se solían centrar en los departamentos del edificio de en frente, cuyos movimientos, a veces curiosamente entretenidos, le servían de recreo.

El crepúsculo estaba peculiarmente triste esa tarde, pensó que el responsable era el otoño. Esta vez no se detuvo a mirar las ventanas ajenas, sino en el cambio de tonos de las hojas de los árboles. El dorado había invadido gran parte del macizo de arboledas de la calle principal. Recordó que hacía mucho tiempo que no visitaba algún parque o plaza. Quizás porque siempre veía en ellas, la alegría de las personas acompañadas, niños ajenos jugando, parejas enamoradas riendo, ancianos abrazados y felices de su invierno final. Ella estaba acostumbrada a estar al margen de lo que caracterizaba a los demás.

Las luces de la ciudad se habían encendido, y hacían brillar y marcar los relieves de los edificios. Las campanas de la catedral de la esquina, le hicieron rodar una lágrima por la mejilla.

Tenía media hora, debía terminar su descanso y su capuchino, para introducirse nuevamente en el trabajo.

Se desempeñaba como gerente de una empresa de laboratorios medicinales. Era bioquímica pero, le atraían los negocios, haciendo que su actividad comercial del rubro la llevaran junto con su eficiencia, a estar a cargo de la región oeste del país, de la representación de un laboratorio nacional muy conocido en el ambiente de la salud.

Era considerada por los demás como una mujer fría, sin mayores sentimientos, no le conocían familiares, ni amigos. La soledad le había ensombrecido el alma. Muy lejos de ser gélida, la timidez y dificultad para transmitir sus emociones y afectos le impedían manifestarse como simpática.

El caso era que los años habían transcurrido mucho ya, y la sorprendieron a los 57 años, en un cansancio provocado, quizás, por el hartazgo de la rutina personal. Sin emociones, sin llantos y enojos, risas y alegrías que recordar o referir.

Continuó con sus carpetas, los reportes del día para enviárselos al contador, mientras pensaba que a la salida iba a pasar por el supermercado mas cercano a su casa, para comprar alguna comida hecha, no sentía deseos de cocinar. Solo deseaba llegar lo antes posible para escuchar alguna música melódica y echarse a dormir… en definitiva, mañana… sería otro día.

 

La jornada fue realmente muy ardua. Se sentía agotado mentalmente, y pasó por sus pensamientos el recuerdo de que ese año no había tomado vacaciones.

El hecho era que en la mayoría del piso todos los fines de año y los meses de enero y febrero, se disputaban el almanaque tratando de estirarlo inventando días inexistentes y esperando abarcar todo lo posible para desaparecer de la actividad laboral, y escapar para poder vacacionar.

Al Dr. Mérica esto le disgustaba sobremanera. Veía en sus compañeros de trabajo la falta de colaboración, el desinterés y la ausencia de compromiso con el servicio y sus responsabilidades.

Todas estas situaciones le hacían decidir todos los años a descartar el descanso y a hacerse cargo de todas las actividades de las salas, e incluso colaboraba en la dirección del hospital, en ausencia del director, con el que mantenía algunas disidencias. Veía en él ciertas negligencias, y aunque el Dr. Mérica era pediatra, conocía a través de formaciones de postrados, sobre administración y dirección hospitalaria.

Ya eran las 19:30 horas y todavía le faltaban varias historias clínicas para completar. No hacía una hora que acababa de ingresar otro caso complicado, que no podía dejárselo al residente.

Notó un leve temblor en sus manos, se preocupó, pensó que el exceso de trabajo, la soledad, el querer agobiarse con responsabilidades para no pensar en nada personal o existencial, las pocas horas de sueño… ¡Eran demasiadas cosas!

Por la ventana se filtraba la luz artificial de las calles. No había encendido las del despacho, y miraba a su entorno los papeles acumulados del día.

 Lo había decidido… por la mañana siguiente hablaría con el director, le dejaría la jefatura unos días al Dr. Jiménez, el mas antiguo luego de él. Informaría tras una reunión a los residentes los casos para un mejor seguimiento. Ejercería sobre ellos la responsabilidad con la presión de probables apercibimientos si a su llegada no se habrían cumplido las expectativas necesarias.

En cuanto a su temblor…no quería considerar la posibilidad de alguna patología neurológica, de algún tipo de Parkinsonismo… solo se escudó en el cansancio, evidentemente no era joven, ya tenía 62 años y le pesaban bastante, o al menos estaban muy trabajados ya, o quizás… imbuidos en mucha soledad.

Preparó su saco, dejó esta vez carpetas sobre el escritorio, y salió con la idea de comprar algo de comer para acostarse lo antes posible. Mañana hablaría con el director, a partir de mañana se plantearía algún cambio en su vida.

 

Había mucha gente, eran las 20:30 horas y el súper cerraría en pocos minutos. No tenía decidido qué comer, no tenía muchas ganas y aunque estaba fresco, no deseaba comida caliente. Decidió tomar un café con leche con tostadas. Compraría queso y algunas latitas de paté o picadillo.

Le costaba retirarlas de la góndola, entre el tumulto de la gente, los niños llorando, el bolso, el cansancio, las pocas ganas…

-¡Ay!, -exclamó. Rodaron dos latitas que misteriosamente sortearon las piernas del gentío, los carros, y otras góndolas… hasta frenarse por fin.

-Disculpe, señor.

-No tenga cuidado señora, sírvase. -Le dijo mientras le entregaba las latitas a Mirna.

Mirna tomó las dos latitas de paté y dando media vuelta, volvió al lugar donde había dejado su carro.

El Dr. Mérica, quedó mirando a la mujer, ¡le pareció tan diferente! No comprendía que tenía de distinto a las demás personas, pero estaba seguro que esa mujer no era como las demás. Se destacaba totalmente del resto. Tenía un halo que envolvía su persona haciéndola brillar entre el gentío.

Mirna llegó a su casa y comenzó a preparar su cena mientras escuchaba el noticiero. Se dio un baño y, por fin se entregó al descanso.

 

Cuando ingresó, el departamento estaba muy frío. Sentía en sus huesos el otoño incipiente. Sus alimentos estaban todavía calientes.

Comió con muchas ideas rondando en su mente. Pensaba en la mañana siguiente, y en la cara que pondría probablemente el director cuando se enterare de su licencia, o en la expresión de Jiménez cuando tomare conciencia de que su ambición de hacerse cargo del servicio se hiciera realidad, y a la vez quizás temblare por el temor de una responsabilidad en la que sea incompetente… Pero sus pensamientos se diluyeron rápidamente por el comando de una idea directriz: la imagen impactante de ella…

El ronco zumbido del portero eléctrico lo sacó abruptamente de sus pensamientos.

-¡Hola!, ¿Quién es?

-¡Papucho!, ¿Me vas a abrir, mi amor?

-Está bien… pasa.

Sole era una enfermera de cirugía muy eficiente, que había conocido hacía varios años. Ella era divorciada, alegre y sin escrúpulos. De aspecto juvenil, con un colorado en el cabello que disimulaban sus cuarenta años. Sin hijos, le adoraba al Dr. Mérica, y se le aparecía de cuando en cuando llevándole algo de comer, sahumerios o jabones perfumados.

Hacer el amor con ella, era para el doctor como ver alguna película liviana, o jugar a las cartas. La pobre mujer, de inteligencia limitada, servía de entretenimiento y dispersión, por lo que era útil en las descargas emocionales del profesional.

Realmente esa noche se sentía diferente. La alegría de la enfermera que pretendía ser contagiosa, no modificaba el estado anímico del hombre.

-¿Qué te pasa gordito?, ¿no querés bailar un ratito?

-No… querida. Lo siento, estoy muy cansado. Con decirte que estoy elaborando mi pedido de licencia… ¡no doy más!

-Hace mucho que no te la tomás. Hacés bien. Si querés también yo me tomo unos días para acompañarte… Podemos aprovechar para salir o ir unos días a la montaña. ¿Qué te parece?

-No te ofendas Sole, pero necesito hacerme un chequeo de salud, y aislarme algo del medio… o al menos, de los que me conocen.

-Está bien, comprendo… nunca voy a ser alguien para vos. Te vas a morir mucho antes si te empeñas en esta soledad. ¡Después no te arrepientas!

 La mujer tomó su abrigo y su bolso, y se marchó ofendida. El Dr. Mérica la vio partir indiferente. El cansancio psicológico y el hartazgo de las estupideces de la vida lo habían colmado. Recurrió a un comprimido de Zolpiderm para poder dormirse.

 

Cuando despertó le pareció sentir el tintinear de las latitas rodando por el piso del living. Se incorporó de la cama, y se asomó a la ventana que daba al patio. El amarillo había invadido el jardín de atrás y a algunas macetas.

Miró el reloj que marcaba las ocho en punto. Se colocó el deshabillé y salió al patio por la cocina. Crujieron las hojas secas por debajo de las chinelas, al suave pisar de Mirna. Le encantó el aire fresco de la mañana, y la diversidad de tonos en amplia gama. De pronto, dio un sobresalto de alegría al descubrir un jazmín muy grande que asomaba entre las hojas amarillentas desde el fondo, y más allá descubrió una hermosa rosa roja del rosal más pequeño, que se enredaba en el muro y hacía de medianera.

Algo dormida todavía, se encaminó adentro para calentarse café. La cocina de Mirna era realmente encantadora. Nadie afirmaría que ella era poseedora de un carácter tan insípido. Las cortinitas a cuadritos con voladitos sobre las ventanitas, los adornos con peroles de cobre, azulejos decorados, al igual que la mantelería vistosa en tonos románticos. Todo tenía un aspecto juvenil.

Bebió su café mirando por la ventana, gozando de sus dos flores que se habían dispuesto a sonreírle temblorosas y tímidas esa mañana. La situación le hizo pensar que la vida le quería hacer más regalos. Que la vida quería algo más de ella, tal vez.

Soltó sus cabellos largos y castaños, cuyas ondas llegaban a su cintura delgada. Pese a su edad, era poseedora de una gran belleza física. Escondía sus ojos verdes detrás de anteojos oscuros, de grueso marco. Vestía habitualmente faldas largas, con ropajes en tonalidades grises o en las gamas de los beige, sin escote y cubriendo sus brazos.

Evocó en cada sorbo de café, el rodar de las latitas en el supermercado. Y… ¿Cómo era el rostro de ese hombre?...

 

Eran las ocho en punto y estacionaba con dificultad, debido a la hora, en el estacionamiento del hospital. El efecto del hipnótico lo hacía llegar tarde esa mañana.

Había mucha gente en los pasillos de los servicios. Mérica estaba de muy mal humor. Se escabullía del público con velocidad y molestia. Finalmente llegó al despacho del director.

-No es momento de licencias… Mérica. Lo siento, el servicio de pediatría está saturado.

¡Justo en época de bronquitis obstructivas…de alergias!

-Otra gente se hará cargo, como es lógico, ¿no le parece?

-Lo siento, no me parece. Usted es el único culpable y responsable, de no haber preparado oportunamente al personal para circunstancias como éstas.

-El culpable es usted, que emplea gente inútil!

-Está bien… Mérica, convengamos que usted será lo bastante responsable como para dejar las cosas bien organizadas. ¿Pondrá a cargo gente con la suficiente idoneidad como para que el funcionamiento del servicio no se resienta?…

-Dejaré al Dr. Jiménez al frente del servicio. Algunos residentes están bastante preparados como para asumir el trabajo bajo su responsabilidad por unos días. De todos modos si no lo hicieran… usaré el rigor con ellos, ¡estoy cansado de la comodidad de la gente y de hacerme cargo de todo como el único responsable del servicio entero!... ¡Estoy harto!

-Verdaderamente estoy comprobando su agotamiento… Mérica. Creo que me ha convencido. Le vendrán bien unos días, solo que no quiero fracasos… faltan pocos meses para las elecciones… usted comprende… ¿no?

-Claro…Creo que comprendo demasiado. Iré a la oficina de Personal, permiso.

Asqueado de las hipocresías, de las actitudes acomodaticias de todos, sentía que su mal humor aumentaba cada vez más. Pasó por la oficina de personal, arregló los papeles, siguió luego por los corredores hasta tomar el ascensor. Cuando se abrió la puerta corrediza, vio pasar a Sole transportando una camilla al quirófano. Ella giró sus ojos cuando lo percibió y, sin hacer ningún gesto, continuó su paso indiferente.

-¡Ay no, doctor!... ¡Ese gordo fofo, vago ambicioso y mugriento! ¡No lo queremos a cargo!

-Por favor… No es modo de hablar, y menos de los profesionales de este servicio. Después de todo, es un compañero. Además, lo siento, Marta. Es el más antiguo luego de mí. No tengo a otro quien me reemplace. Todo estará bien. Jiménez hará buena letra con tal de mostrarle al director que es capaz de ser un jefe.

-Discúlpeme doctor Mérica… Yo creo doctor, que ni la ambición lo mueve a ese abúlico. Bueno… en fin, no se preocupe doctorcito, yo me haré cargo de que todo marche. Perseguiré al inútil del Dr. Jiménez, y a los residentes los presionaré para que tengan todas las recetas listas y las indicaciones en condiciones. Usted necesita descansar. Se le nota en la cara el cansancio. Además…

La caba del servicio, era una enfermera universitaria algo inoportuna, pero muy eficiente. Trabajaba a la par del Dr. Mérica sin quejas con gran ahínco y voluntad admirables. El doctor sabía que su mano derecha en el servicio se había percatado de algo más…

-No se detenga, Marta, ¿Qué me iba a decir?

-Quiero ser sincera con usted, doctor, he notado un leve temblor en sus manos últimamente.

Mérica comprendió que la evidencia de su estado hacía asegurar cada vez más su postura de un retiro transitorio necesario.

La jornada transcurrió tranquila, pudo dejar los arreglos listos y, se retiró temprano del hospital. Caminó lentamente, cancino y sin rumbo. Había dejado el auto en una playa del centro, y buscó ordenar sus ideas sin una dirección definida. Así se encontró a sí mismo sentado en un banco de la plaza Italia.

Su mirada recorría los gestos de los ángeles con arpas que rodeaban una madona de vestidos muy plegados, que le parecían sonreír desde el monumento escultórico periférico a la gran fuente del centro de la plaza.

El otoño vibraba al máximo a su alrededor. Le costaba relajarse, todavía sentía entumecidas las piernas, y una leve sensación vertiginosa le hacía perder la estabilidad al girar la cabeza. Trató de respaldarse en el banco de madera, respirando profundo. El sol le brindaba sus rayos tibios que impregnaban su rostro y manos frías dándole una sensación agradable. Además los rayos luminosos otorgaban reflejos bellísimos al dorado que la naturaleza estaba pintando sobre el paisaje forestal. Los amarillos amarronados, mezclados con rojizos en contraste con el siempre-verde de los pinos, hacían una verdadera obra de arte pictórica.

Estaba en plena observación cuando atisbó algo verdaderamente insólito en el escudriñar del ámbito…

-¡Una verdadera belleza!, ¡¿Todo esto me perdí?!... ¿Dónde estaba yo cuando todo esto vivía?

El médico no comprendía como era posible una vida paralela a la suya. Un mundo hermoso, de belleza inusual, la naturaleza explotando y él… ignorándolo. Sobre la amplísima gama de colores se destacaba un rosado intenso. Parecían manchones cayendo en cascadas desde una pérgola muy larga que rodeaba uno de los caminos laterales del predio.

-¡Bignonias!, exclamó.

Recordaba las bignonias en su casa de la infancia. Su madre las cuidaba y las podaba todos los años. Todos los otoños cuando jugaba con sus hermanos en el gran patio de baldosas rojas, era testigo de un recuerdo verdaderamente inolvidable. Los racimos cayendo en cascadas de hermosas flores acampanadas, bien rosadas de las bignonias, y las bellísimas bolas doradas que brillaban al sol. Eran las granadas maduras del gran árbol del fondo. Jugaba en pleno delirio onírico y pueril, que esas pelotas doradas, eran de oro y, en la mentalidad lúdica se sentía un feroz pirata en búsqueda del tesoro.

-¡Cuántos recuerdos!, balbuceaba en un susurro que apenas él mismo podía escuchar.

Mientras la nostalgia lo invadía cada vez más, la debilidad se apoderaba de su alma. Pero… algo extraño ocurrió. Un tintinear de monedas cayendo lo hizo salir de su estado somnoliento…

 

Debía llegar antes de las 18 horas al laboratorio. La cartera, las carpetas, el monedero… tenía que sacar las monedas antes de que apareciera por la calle algún taxi. Cayeron sin poder evitarlo, eran varias que comenzaron a rodar sin que pudiera alcanzarlas. Las monedas, luego de eludir un cantero, de rodar por el borde de cemento de la fuente y saltar una manguera, llegaron a él.

Apenas tocaron sus pies. Mérica miró absorto los pequeños discos metálicos que brillaban junto a sus zapatos.

Ella sentía desde la mañana, cuando recibió el regalo de la vida en su jardín, con brotes de flores otoñales, que ese día iba a ser muy especial. No era frecuente que se ausentara desde tan temprano de la oficina. Pero debía llevar los papeles al contador del laboratorio, debido a que el encargado de estos trámites presentaba un estado gripal. Generalmente era su secretario el que ejecutaba los trámites.

A pesar de los inconvenientes, estaba contenta de salir esa tarde. Tenía una energía extraña. Necesitaba caminar rápido y llenarse del fresco aire vespertino. Para cortar camino, Mirna hizo algo distinto a lo rutinario en su vida, tomó por la plaza Italia, sintiendo el placer de aspirar el aroma de los rosedales de otoño.

Llevaba los cabellos sueltos que desplazaban su movimiento con la brisa, debido a la rápida caminata que le había hecho perder la orquilla que los sujetaba. Tenía poco tiempo, trató de apurarse pero, no pudo evitar la caída de las monedas…

Mientras observaba atónito el brillo dorado cerca de sus pies, sintió una fuerza extraña que le hizo levantar la cabeza. Junto a los ángeles más gorditos que rodeaban a la madona de la fuente, le observaba en forma muy atractiva…

Azorado, Mérica expresó:

_ ¡Un Cupido!, ¡Claro!, ¡¿Cómo no me dí cuenta?!

Un hermoso angelote regordete, con arquito y flecha, le sonreía desde el conjunto. Mérica sonrió también. Ella apareció desde el fondo de la estampa. Esta vez caminó directo hacia él.

El otoño, las flores, los brotes de la esperanza, el oro de la paz interior… esa paz de las misiones cumplidas. La brisa fresca, las miradas profundas de los dos y… el crepúsculo que terminó sellando finalmente el marco.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

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