Remembranzas Sobre Rieles.
A
veces nos emerge algún recuerdo que nos dibuja una sonrisa, y quizás el hecho
aquel hasta pudo haber sido de una situación que en su momento nos hizo llorar.
Hoy me ha sucedido mientras esperaba
abordar un tren urbano. De pronto sacudió
mi memoria un viaje singular que podría calificarse de “comitrágico”,
realizado a la provincia del Chaco
durante mis jóvenes diecisiete años.
Acontecía un verano
estupendo y estando de vacaciones, acepté la invitación de una familia amiga
para conocer la provincia norteña: Así que sin esperar insistencias, alisté un
bolso, enfundé la guitarra y me puse en marcha. La estación ferroviaria Retiro
se presentaba colmada de gente. Eran las siete de aquella mañana cuando abordé
el tren de la línea General Belgrano con destino a Resistencia, Chaco. Claro
que me estoy refiriendo a largos años atrás, pues hoy de los ferrocarriles no
quedan más que anécdotas y recuerdos en nostálgicos corazones.
En mi vida no acontecían
épocas de bonanzas precisamente, por lo cual viajaba en segunda clase, una
opción que otorgaba el placer de ocupar angostos asientos de madera, de
respaldos rectos y con baños primitivos que expelían una fragancia espantosa
cuando alguien olvidaba cerrar la puerta, o quizás, porque lo hacía
deliberadamente con el objeto de no perecer asfixiado.
El mes de febrero
obligaba a llevar ventanillas abiertas como un intento de aliviar la
temperatura y aplacar la hediondez colectiva. Entre la estación de salida y la
Terminal había unas veinte estaciones intermedias, pero apenas partió el tren,
el guarda comenzó a chequear los boletos. Después comprendí que más adelante ya
no hubiera podido hacerlo normalmente, porque la gente relajada excedía el
espacio de los asientos, sumándose a la acumulación en el piso de botellas de
vino y cerveza (vacías, claro), cáscaras de mandarinas, yerba mate en desuso y
algunos pañales servidos, entre otras cositas que entorpecían un tanto el paso.
El boleto Valía lo mismo para ir sentado o de pie, ya sea dentro del vagón o en
los estribos fuera de él. Tampoco se discriminaba a quien llevara mayor o menor
equipaje. En síntesis: en ese tren valía todo y todo valía lo mismo:
¡nada!
En un momento dado y por
efecto de un sacudón, cayó una caja y al abrirse se dispersó una veintena de
pollitos bebés que una señora había adquirido en
Al arribar a la estación
Santa Fe, tuve la posibilidad de saborear las afamadas frutillas maduras cosechadas
en Coronnda, que allí vendían. Las fui saboreando una a una lentamente. Pero
como todo no es placer y nada es eterno, sucumbí en la degustación. Una vez
reiniciada la marcha, un hombre gauchesco se quitó sus alpargatas,
descalzándose para reposar los
pies. Efectivamente, sus pies
descansaron, el resto del pasaje no. La Hediondez sofocó a todos los
pasajeros. Las cabezas salían por las
ventanillas a riesgo de perderlas por el camino. El inspector junto con el guarda, tuvieron
que sugerirle con rigor al cristiano que se pusiera el calzado campestre, de lo
contrario peligraba su estadía abordo del tren, como consecuencia de un
linchamiento. Gracias a Dios, en ese vagón
viajaba un hombre maduro que nunca dejó de fumar su cachimba. Si bien
detesto el tabaco, en este caso lo ponderaba ya que oficiaba de buen sanador
antiséptico.
Una vez adaptado a las
circunstancias, todo era aguantable hasta que el llamado de las necesidades
fisiológicas hacía de las suyas. Ir al baño significaba toda una aventura.
Había que adquirir la habilidad para saltar al estilo “mariposa”, es decir
lograr el objetivo de caer con los pies sobre el sanitario con el tren en
movimiento. El asunto era abrir la puerta, tomar suficiente aire e impulso y
con un salto mortal tratar de caer sobre el inodoro. De lo contrario, si los
pies llegaban a tocar el piso del baño, significaba sucumbir al contacto con
pestilentes regalitos o charcos de ácido úrico. Como
suele ser habitual, los usuarios ingresaban con un diario, aunque el interés no
era la lectura sino abanicarse y asistir la respiración.
Mientras tanto, al mejor
estilo campestre y familiar, se compartía un poco de vino, el mate, el chipá
y las tortas fritas. Las personas más
finas y atrevidas alquilaban al servicio de abordo una almohada, las que
aparentaban ser de dudosa pulcritud, ya que solían portar huéspedes “pedículos”
que anidaban en su relleno.
Un par de enormes radio
grabadores a casetes disputaban la tendencia tradicionalista por un lado,
reproduciendo infinidad de acordes chamameseros, mientras el otro de la nueva
onda, lo hacía con El Cuarteto Imperial y Los Wawancó. El triste problema era
quedar cautivo entre ambos aparatos. Todo era parte de la diversión y lo mejor
de esto resultaba la gratuidad, no había que pagar extra alguna. Realmente
valía la pena viajar dentro de aquel enorme gusano de hierro. El suave cabalgar de sus ruedas sobre las
vías, el vaivén, el monótono ruido de todo su cuerpo en movimiento era
relajante. El paisaje a través de las
ventanillas entre las polvaredas me entretenía y alegraba
muchísimo: campos, casitas,
pampas, polvaredas, lagunas, campos,
tierra, vaquitas, llanuras, ranchitos, polvaredas, campos, extensiones, sembradíos, tierra, alambrados,
polvaredas, casitas campestres, campos, polvaredas, campos, polvaredas, campos…
todo formaba parte del entretenimiento ¡Qué manera de divertirme a lo grande!
Así llegamos a destino
luego de veintiséis horas de desventura y en un estado de higiene calamitoso.
Fui recibido por un matrimonio anfitrión que me esperaba para llevarme hasta el
pueblo de General Pinedo donde residían. Tomé mis cosas y salí apresurado a
tomar un taxi como para terminar la tortura lo antes posible. Pero aún me
restaba una sorpresa: el trayecto final lo haríamos en una jardinera (carro)
tirado por un caballo. Aunque para entonces un poquito de polvo más, era lo
mismo.
Pasé varios días
disfrutando de una calma profunda que no conocía, como fue el dormir en un
catre a la intemperie bajo la luna que oficiaba de velador, flanqueado por el
canto de sapos y grillos por doquier. También aproveché de las típicas comidas
como el pan casero al horno de barro, la mazamorra, el locro, el puchero,
parrilladas de pollo, chivito o de cualquier bicho que se acercara, ya que en
esos pagos todo iba a parar al asador, como dice la canción. Se vivía una
situación en particular, porque eran épocas de cosecha del algodón, entonces
casi todos los hombres y algunos con su familia se trasladaban a las zonas de
recolección. Esto provocaba que muchas mujeres quedaran solas en sus casas del
pueblo. Mi sacrificado espíritu protector, solidario, guitarrero y cantor, me
llevaba a serenatear a esa gente que permanecía triste y aburrida, con el fin
de consolarlas. Así me invitaban a comer, a compartir el mate y cantar para
sobrellevar la congoja de las ausencias… ¡Qué manera de comer, Señor! ¡Que bien
la pasábamos cantando y cantando!
Pero como todo lo bueno
en algún momento se termina, me llegó la hora del regreso. Con los bártulos al
hombro subí a la jardinera rumbo a la estación ferroviaria. Respiraba profundo
y había decidido tomar todo con la mayor tranquilidad y de ser posible
divertirme de alguna manera a bordo del insólito tren.
Embarqué al mismo y
busqué la numeración de la plaza asignada. Lo encontré… entre cuatro asientos
enfrentados, algo común, pero ya se había acomodado una señora con tres
hijitos, uno de pecho, otro acostado con la cabeza en el regazo y el tercero
corriendo por el pasillo. Varios bolsos y un colchón enrollado ocupaban mi
lugar, al tiempo que un chivo atado a la base del asiento me miraba asustado.
Asombrado le pregunté a esta mujer si ese chivo viajaría con nosotros, y me
contestó que eso era una cabra, y era necesaria para darles su leche a los
niños. “¡Mi teta no da para tanto!, ¿me entiende?” -me respondió con cara de
pocos amigos, cuando la travesía aún no había comenzado…
Interesante experiencia
me dejó aquel viaje en tren, como para no repetirlo jamás. Ahora puedo
recordarlo esbozando una sonrisa, pero en esos momentos… ¡Espero que las madres
me disculpen tantos improperios!
Autor: © Edgardo
González. Buenos Aires, República Argentina.
“Cuando
la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de
su alma”.