Los chicleros de Quintana Roo.
Desde los
primeros días de mayo, como ya era costumbre cada año, los contratistas inician
sus operaciones en Payo Obispo con el enganche de chicleros, buscando llevar el
mayor número posible a los hatos, con la mira puesta tan solo en las ganancias
al fin de la temporada.
A la población llegaban los trabajadores que
en su mayoría procedían del mismo bosque, cuando la época del corte de caoba y
cedro estaba por concluir ante la proximidad de las lluvias. Así fue desde un
principio y así era a finales de los años 30s, cuando las selvas de Quintana
Roo fueron sometidas a la explotación más inmisericorde que hayan registrado
las crónicas.
Si la
temporada de la caoba había sido buena, el cortador tendría dinero suficiente
para las necesidades más urgentes de la familia; o bien si este era soltero,
podría darse algunos gustos personales, y en el peor de los casos, iría a tirar
su dinero en las tabernas. Como fuera, pronto estará escaso de recursos y por
lo tanto, disponible para internarse en el bosque nuevamente. Acude entonces al
contratista y prepara su equipo de trabajo, teniendo cuidado de que nada le
falte, o de lo contrario tendrá dificultades una vez que esté lejos de la
población.
Los
enseres de un chiclero, tal como los empleaba hacia 1936, eran por demás singulares:
un machete tipo “moruna” o “pando”, de unos 70 centímetros de largo y 6 o 7 de
ancho; una soga chiclera, de 20 o 25 metros de largo y 20 milímetros de
diámetro; 10 a 12 bolsas chicas de manta o lona ahulada de 35 por 25
centímetros; otra bolsa “recogedora” de 60 por 40. Otra llamada “chivo” de 60
por 50, y la última de 1,25 por 60, que servirá como depósito. También requiere
de algunos botes “alcoholeros” para el manejo de la resina.
Cuando
ya se ha reunido un grupo considerable formado por trabajadores y sus familias,
se pone en marcha la caravana con rumbo a la selva. A los chicleros se suman
sus mujeres y los niños, pero también llevan mulas, cochinos, gallinas,
utensilios de cocina, petates, hamacas y, si alguno se puede dar el lujo, una
guitarra.
La
marcha puede durar de cinco a diez días y se realiza en condiciones de
dificultad extrema: senderos húmedos o pedregosos, pantanos y el calor
sofocante de la selva. Las mujeres y los niños van sobre las bestias y los
hombres caminando; cada jornada suele ser más pesada que la anterior.
El
grupo, que puede llegar a ser hasta de 200 personas, arriba cansado y
hambriento a la zona que habitará durante los meses siguientes y desde donde se
desplazará para trabajar en el picado de los árboles. La central o hato,
generalmente queda instalado a la orilla de una aguada, y básicamente está
formada por una bodega grande y algunos jacales con techo de guano y
descubiertos por los costados.
La
caravana se toma un breve descanso y hace sus preparativos. En todas direcciones
salen hombres para explotar y localizar los árboles que serán afectados, los
aguajes y veredas que hay en el área y las futuras expansiones dentro de los
terrenos concesionados. Con el periodo de lluvias comienza también el sangrado
de los chicozapotes, pudiéndose estimar desde entonces el volumen que podrá
obtenerse, considerando el número de árboles y sobre todo su diámetro.
A un zapote de 30 a 35 centímetros se le podrá
extraer algo más de medio kilo, en tanto que otro que sobrepase los 80 centímetros
de diámetro, producirá un volumen de tres kilos aproximadamente.
El
trabajo será intenso durante los meses de lluvia. El chiclero estará arriba del
tronco desde el amanecer y volverá al hato después de la puesta del sol; día
tras día, sin importar que sea domingo o que su salud esté quebrantada. Lo que
importa es que la savia fluya de los árboles, hasta la bolsa de la lona y el
dinero hasta el bolsillo de los concesionarios. Entre tanto el bosque va
muriendo, quizá muy lentamente pero sin remedio.
En
medio del silencio aparente de la pluviselva, entre el gorjeo de las aves y el
susurro del viento, se escucha monótono el golpe del machete que hiere al
soberbio chicozapote. La sangre blanca escurre por el surco recién abierto… que
luego se convertirá en cicatriz y como un estigma que el hombre deja en prueba
de su ominosa presencia en la vieja selva de los mayas.
Cuando
los árboles han sido picados sólo en uno o dos de sus costados, es decir, en
una cuarta parte o en la mitad de la circunferencia, dejando sin tocar lo demás
la primera vez, el chiclero volverá luego de tres años y completará su obra,
apresurando la muerte del árbol.
Es
práctica común que en cada temporada el campamento deba ser movido una o dos
veces, buscando con ello la cercanía de la zona de trabajo, pero extendiendo la
acción destructora del bosque. Cada mudanza se asemeja a la marcha inicial, con
la diferencia de que cada vez serán mayores las señales de ruina dentro del
bosque. Es la huella dolorosa, irreversible, inimaginada por aquellos que en
las grandes urbes han adquirido el hábito de masticar chicle como una
manifestación del moderno estilo de vida.
Y si
alguien ha reparado en el drama que se está viviendo y que mucho ha de
lamentarse en el futuro; bien podrá manifestarlo, que al fin y al cabo su voz
no será escuchada. O bien, ésta será acallada, en medio del festín generado por
la riqueza que fluye en lo recóndito de la selva a partir de la resina de
blancura excepcional. A partir, también, del sufrimiento, privaciones y peligros
que tantas veces llevan hasta la muerte a los chicleros.
Ya por
aquel tiempo el ingeniero Luis G. Jiménez hizo una observación que a nadie
inquietó: “cada temporada muere el 10% de los zapotes, como mínimo” --dijo el
investigador--, y precisó que a causa de la reforma tan irracional como han
venido ejecutándose las explotaciones chicleras, principalmente por la manera
de picar los árboles y de que el picado alcanza ya a los zapotes de 20 a 25
centímetros, es urgente que se tomen medidas para evitar el desastre.
Naturalmente
nadie escuchó la advertencia, como no lo hizo con otras semejantes. Y así el
bosque siguió siendo flagelado año tras año, como si se tratara de un recurso
renovable y su generación ininterrumpida.
Consideraba
el ingeniero Jiménez como racional, que en el Territorio de Quintana Roo se
permitiera trabajar a cinco mil chicleros, quienes en teoría deberían obtener
un millón 600 mil kilogramos de chicle por temporada y que con esta cantidad
como máximo podría asegurarse la conservación de los bosques.
Pero en
la práctica --puntualizaba Jiménez--, se pican unos dos millones y medio de
árboles, por lo que mueren alrededor de 250 mil zapotes, y a éstos hay que
agregar los que se pierden por los incendios, sean estos casuales o
intencionados.
Al igual
que Jiménez, Luis Rosado Vega fue otro de los intelectuales que advirtió
enseguida la gravedad de los actos que el hombre estaba cometiendo. En varios
de sus libros hizo la denuncia que únicamente ha quedado para que la vergüenza
aflore al paso de las generaciones. Muchas fueron las páginas que dedicó a este
drama y nadie, al parecer, le hizo caso. En uno de sus libros, “Poema de la
selva trágica”, incluyó este epígrafe: Ante el tribunal que quiera acogerla, de
Dios o de los hombres, dedico esta acusación, a los traficantes del trabajo
humano de la extracción del chicle y en el corte de la caoba – Sea para bien.
Y
volviendo a Luis G. Jiménez, así externaba su dolor: Quien haya recorrido las
ruinas de las citadas regiones, nunca podrá olvidar el triste panorama: los
esqueletos de los árboles quemados y asesinados a machetazos por el picado
estúpido; los troncos ennegrecidos que se alzan como piedras sepulcrales. Allí
reina la fúnebre desolación; el silencio de la muerte.
Autor:
Francisco Bautista Pérez. Chetumal,
Quintana Roo, México.