Estival.
(Tres evocaciones)
Las puertas de la casa se abrieron de par en par, y se
coló una brisa fresca y aromática, que olía a mirto y a manzano. Él asoció
todas estas sensaciones a las tardes primaverales en los patios de recreo. Pisó
las baldosas y, al momento, le invadió un sentimiento de libertad profundísimo,
que se mezcló con el que le traía la brisa y también penetró por toda la
estancia cual potrillo desbocado.
Cuando la hubo recorrido por completo, se percató de
que había saboreado demasiado aprisa
todo aquel ambiente. Y se detuvo por fin a reflexionar. Luego se
encaminó hacia su cuarto, porque ya sonaban las tres en un reloj de sobremesa.
Cuando se deslizó entre las sábanas, no pudo reprimir
un hondo suspiro, que le introdujo de lleno en las entrañas familiares de su
hogar.
La noche le hizo desechar las horas que había permanecido
sin dormir, y apretó el rostro contra la almohada, como para que ésta no se le
escapara por el balcón abierto al silencio de la vela.
Despertó con el suave tintineo de las cucharillas y la
mansa plática de sus hermanitos jugando por el pequeño recinto de la cocina. Le
sobresaltó la idea de ser el último en levantarse de la cama a tales horas de
trajín y se sintió un poquitín avergonzado. Parecía retenerle el aroma del
almidón de los lienzos recién lavados, que cuando se acostó no logró percibir;
pero la euforia le volvió al pisar cada baldosa del cuarto, con su textura de
barro seco, con su brillo de metal y su frío tacto, como si el invierno no
hubiese terminado en aquella habitación donde había que desvestirse a toda
velocidad y meterse en la cama. Abrió la puerta y salió al pasillo. Escuchó
entonces la actividad casera, el puchero borbotando, sintió el aroma del
achicoria.
Eran tantas las sensaciones que volvía a experimentar,
que todo él parecía convertido en una gran esponja rebosante de memorias. Y él
los iba esparciendo por la casa, o bien se le escapaban mecidos en el aire que
respiraba.
Un círculo se iba estrechando a su alrededor y, entre
abrazos y más preguntas, entre sonrisas y vivencias del colegio contadas al
vuelo, su área se extendía en el espacio y el tiempo, hasta separar los muros y
rebasar la marcha de las horas alcanzando un punto muy concreto que se había
quedado distante y que parecía, sin embargo, aproximarse como en vaivén, como
una voz que rodase sometida al ímpetu del viento.
Ya apretaba el sol con su espuma abrasadora, y él se
refugió en la escasa sombra del patio. El verdor de las tomateras le impregnaba
los dedos, imprimiendo en ellos de nuevo las huellas que había borrado ya el
contacto con el pupitre de varias lunas. Luego, los racimos aún no madurados,
el agua fresca sonante al caer en el botijo, el trino de los pájaros volando
sobre el tejado, un perro ladrando allá a lo lejos.
Las sombras le hacían caricias con sus perfumes de
seda; y él gozaba cada instante intensamente, sentado en la carcomida mesa de
madera que estaba recostada en el muro de adobe.
Un día de agosto. Las horas se deslizaban
sigilosamente por el flanco de las paredes de cemento del patio. Su marcha era
cansada, pero sus pasos le llevaban hacia un determinado lugar mostrado
gradualmente, como si tratara de colarse de improviso. Por fin, atravesó su
mente una avalancha de proyectos e ideas; se bajó de la mesa.
Había escuchado el infernal ruido de una moto y el
desgarrador chillido de un silbato que sonaba intermitente. Unos golpecitos en
la puerta de la casa. Él se metió desde el corral. Y recibió la carta que
aguardaba anhelante. Y se recreó en la gratísima tarea de abrirla separando los
pliegos de papel.
“Hola: Acabo de recibir tu carta, y aquí me tienes,
puntual como siempre. Desde que te fuiste hace unos días, no he dejado de
pensar en eso. La verdad es que me tiene muy preocupada, porque parecías
obcecado en darle importancia a cosas que, estate seguro, no la tienen; de
veras.
Tú sabes que mi vida en la ciudad discurre siempre por
los mismos sitios. Me dijiste, de todo lo que me hiciste oír el domingo, algo
que me llenó de tristeza. No sé si me será difícil olvidarlo, aunque lo
intentaré, porque al fin y al cabo no es mucho el tiempo que hace que nos
conocemos, no obstante no haberte demostrado ni un ápice de desconfianza hacia
ti. Sabes a lo que me refiero; por eso no quiero dejarlo por escrito; para no
tener que verlo más”
Cuando la hubo leído, se fue a su habitación y la
guardó en el cajón de su mesita de noche. Ahora se sentía mucho más contento;
canturreaba por la casa, mientras recogía con cierto rubor las maliciosas
bromas de su familia. Dejó dos o tres respuestas inconexas y salió de nuevo al
patio.
Aquello se repetía un día tras otro, más exactamente
cada vez que recibía carta de la ciudad. E invariablemente se oprimía el pecho
con las dos manos y se autoinculpaba: Pobre chica; haber dudado yo, y además,
escribirlo.
Sin duda deseaba reflejar cuanto en aquellos momentos
le sucedía y le abatía. Su despedida al momento de subir al tren… había sido
tan tierna y efusiva. Sus paseos de aquel domingo, juntos por las avenidas y
los parques de la ciudad. Las palabras que una vez más se entrecruzaban,
luchando por ser las más expresivas… Todo eso lo conocían muy bien; pero cada
vez había mayor ternura, mayor seguridad, mayor pasión. Sólo durante unos minutos había salido a
relucir ese tema y, sin embargo, habían bastado para que cierta inquietud se
apoderase de los corazones al quedarse solos. Como si únicamente les importaba
vivir en completa felicidad mientras permanecían juntos, sin que nada
enturbiase aquellos idilios de verano. Era preciso aclarar todo aquello y que
la dicha prosiguiera mientras debían estar distanciados.
La fantasía debe suplir las dificultades que la
realidad aporta a la existencia cotidiana de las personas, anhelantes de
retirarse al desierto para olvidarse de la monotonía y el cautiverio a los que
están sometidas.
En verdad, aquel domingo no fue como los demás. Se
presentaba con ciertos tintes dramáticos. Parecía que no todo estaba dispuesto
para permitir el gozo de dos personas que se sentían dueños de su propio
destino, uno junto al otro. Por eso, cuando él tomó el tren de ida hacia la
capital, se guardaba algunos proyectos no muy verosímiles; los cuales no
debieron apoyarse en fundamentos sólidos, pues en el contacto y las miradas
entrecruzadas, se esfumaron por completo.
Pero, en cada paso que caminaban y en cada frase que
compartían, continuaba latiendo una sombra de duda ya muy debilitada, no por
haber desaparecido el motivo, sino por las circunstancias en que la existencia
de ambos se estaba desarrollando en aquellos momentos. Había un contraste
profundo en aquella unión que creían indisoluble; el entorno se les escapaba en
ocasiones, ocultándose bajo un frío y envolvente velo que ella no podía quitar.
Y sólo a última hora, decidió ella mostrarle su auténtico tejido, con escaso
espacio de tiempo para que ella pudiera desembarazarle de él.
--Nos queda poco tiempo para estar juntos.
---No digas eso; parece una premonición fatal.
--Tú sabes lo que quiero decir. Nunca me han gustado
las despedidas; me duelen.
---Olvídalas. Hasta que no estemos en el andén.
--No puedo. Antes de verte, ya pienso en que habremos
de despedirnos.
---No aciertas a vivir los momentos de felicidad.
Parece como si no desearas recibirlos.
--No todo depende de la propia voluntad. Perdona que
no sepa explicarme un poco mejor.
--Tú me ocultas algo.
--Mi pensamiento se me va a veces; lejos de aquí.
Reconozco tal vez el lugar en donde se detiene. Pero
eso no es lo importante. Lo importante es que lo dejes marchar.
--¿También reconoces que tú, quizá de forma
involuntaria, pero le has dado cuerda?
--Sólo quiero afirmar que en mí no se esconde ningún
atisbo de duda.
--Lo que digas. Pero acaso esto no sea suficiente.
--Hay veces en que dos seres que se aman no se
despiden al mismo tiempo. Entonces la despedida se prolonga más de lo que por
naturaleza pueden soportar; y se produce un vacío.
--Dejémoslo. Quizá haya sido un pensamiento
equivocado.
Al cabo de media hora se confundían entre la
muchedumbre apiñada en la sala de espera de la estación. Entre tantos cuerpos,
hasta se sintieron liberados y despojados de sí mismos, alcanzando cierto
placer en algunos pequeños sorbos que les inundaban de paz el espíritu.
Luego silbó la locomotora. Y fue como un cuchillo
cortando todas las ligaduras y dejando al descubierto tantas heridas de dolor
ardientes. Hasta que llegara, por fin, la acción balsámica de una carta; una de
aquellas apasionadas cartas, que él escribía llenas de contenido; o una de
aquellas cartas que apenas dejaban entrever, pese a su esfuerzo por sacar entre
líneas cuanto ella no quería desvelar, en cualquier rato de la mañana.
Ellos conocían todo eso; pero no existía en persona,
en el contacto de las dos almas, aquel alejamiento que podrían manifestar las
frases en donde ella plasmaba ocultamente sus pensamientos. Por eso él, al leer
las últimas cartas, aunque le confortaba su bálsamo estimulante, no lograba apenas
hallar en aquellos renglones ningún rastro que hiciese despejar para siempre
aquella duda.
Aquel día del mes de agosto, cuando la tarde se
iniciaba con un sol abrasador, se hizo repentinamente la oscuridad en el cielo;
y la tierra, cubierta por un negro velo casi derretido por el sofocante
bochorno, sostenía sobre su vientre el cuerpo inerme de una avecilla, que
perdió las alas cuando volaba hacia las altas cumbres.
La mesa de madera carcomida quedóse sola en su
descarnada desnudez. El patio velóse de una profundísima tristeza, infinita.
Nunca se borrará de aquellas piedras la huella de aquel estío agotador, del
cual brota la nostálgica sed de memorias y recuerdos. Se vive una vez, y es
para toda la vida. Él se aproximaba al lugar donde debía quedarse en el tiempo
y el espíritu.
El camino se iba retorciendo por escarpadas sendas, en
tanto la pendiente ascendía, ora más suave, ora más empinada, flanqueada por
los chopos. El viento del atardecer movía las hojas e improvisaba una canción
antigua y monótona. A sus pies el sendero se volvía espeso y gravoso. El aire
le acariciaba las mejillas y se convertía a veces en un muro que se interponía
delante de un enclave al cual tenía prohibido acercarse. Comenzaba a lloviznar.
Se apartaba poco a poco del poblado e iba
abstrayéndose en algo indefinido pero que, sin embargo, parece que paso a paso
va ocupando los rincones de su mente. El río resonaba allá abajo, entre juncos
y retamas, estremecido en el vaivén del viento. Observaba la cuesta que se
reclinaba hasta la orilla, como irresistiblemente atraída por lazos
misteriosos.
Ahora el camino se vuelve más llano. El río parece
dormitar en el regazo de la madre tierra. Un sonido muy familiar le empuja
hacia delante con más seguridad; pero va acercándose y alejándose como en una marcha vacilante quién sabe
adónde. Se va volviendo más nítido y se va integrando en las notas de una
melodía muy hermosa para el caminante. Las poleas del pozo hacen emerger un
caldero lleno de agua fresquísima, que la brisa va esparciendo en gotitas sobre
el abrupto terreno y árido. Agua fresca
que también le besa el rostro al caminante fatigado y sudoroso, para luego
volver a humedecer la arena. Ir y retornar, como aquel sonido. O la cristalina
voz de aquella niña que toma el caldero por el asa, que lleva la batuta de la
canción rítmica interpretada por las poleas. Un ir y retornar, como el tiempo
que se esconde en el corazón del niño para volver enseguida al exterior, ahora
que aquel lugar se le muestra al alcance de la mano.
Y vuelve por otro camino, como los Magos de Oriente,
pues estaba claro que el tiempo había salido a flote y se había confabulado con
otros espíritus para divertirse a su costa. A los pocos días debía partir de
nuevo hacia allí; pero cree que es él quien se detiene, que la distancia se
está acortando desde el momento en que ha dejado de ser la máxima, la mayor.
Desde esta óptica, él marcha confortablemente sentado en su automóvil o en el
tren, es lo mismo; pero teniendo la impresión de convertirse en un muñeco
manejado por invisibles hilos.
Así que pronto se confundirá en el espacio y en el
tiempo, un tanto decepcionado por ambos. Al fin y al cabo, lo aprietan, le
desplazan, lo levantan y lo tiran a su placer. Sólo de sus recuerdos guarda
palabras de gratitud. Esta nueva dimensión se le presenta menos ficticia y le
proporciona energía para continuar viviendo y resistiendo a tantos embates.
Él esperará otro verano, como quien anhela un nuevo y
agradable estímulo para su vida.
Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza (España)