En
mi habitual deambular no dejo de pasar por una arteria urbana que me produce un
cosquilleo pleno de recuerdos. La amplitud y el frío de los confines de la
avenida Cabildo era, hasta hace poco tiempo,
un continuo ajetreo en el que todos parecíamos tener apuros, muchos
nervios y variados deseos. Todos menos ella, mi amiga iluminada. Para ella parecía un reducto de paz. Ajena a
esos líos que nos montamos a diario, tras unos lentes indiferentes y un aspecto demasiado sereno,
pasaba sonriendo frente a sus vecinos. Sabía detenerse frente a la casa de las
lanas, en el mercadito de los chinos o en la verdulería, saludaba,
inspeccionaba con su baja visión, hacía un pequeño encargue y como su genio lo
indicaba protestaba por alguna cosa. Eso me llevó a preguntarme: ¿Estaba en
nuestro mundo o en otro… en el suyo quizás?
Un día la vida tomó la
figura de una madura y bella mujer, de baja estatura pero de grandeza
espiritual, y se largó a caminar por un
nuevo mundo que venía pintándole tinieblas. Frente al lago y a la orilla del
bosque se encontró con un caserón blanco, al cual ingresó con sigilo y donde
supo hacerse de un cálido lugar entre personas heterogéneas unidas por algo en
común. Allí todos se reunían por amor al arte, junto a un inmenso rosedal, algo
natural en ese Museo de Artes Plásticas
Eduardo Sívori. Aquel entorno de amistad fue creciendo día a día, aunque ella
se aferraba íntimamente a un mal amigo, a un amigo del cual todos sabían que
era nefasto. Ella no supo asumirlo o, al menos, lo consentía. Así lo mantuvo
consigo, durante casi seis décadas, sin aceptar sanos consejos ni sugerencias.
Ella vivió sin bajezas, sembraba y recogía cariños por donde pasara. Detestaba
la falsedad y la mentira, sabía bien lo
que quería y a quien no quería. Y claro, también mostraba dientes incisivos
porque Isabel no acostumbraba a fingir sonrisas, era espontánea con
autenticidad.
De puro curioso consulté
el diccionario de la Real Academia, para conocer el significado de Chabela, tal
el seudónimo de Isabel. Sorpresivo fue saber que la palabra Chabela no estaba
catalogada. Seguí rastreando las hojas y hallé una que identificaba a Isabel
por varios motivos, era la palabra “águila”. Esa definición decía algo así:
“Ave rapaz diurna, cola redondeada casi cubierta por las alas (de ángel,
claro), de vista muy perspicaz, fuerte musculatura y vuelo rapidísimo”. Así
vivió ella, en las alturas al igual que un águila, porque se consideran águilas
a las personas con "espíritus elevados". Ya lo había dicho mucho
antes Isaías (40:31): “Los que esperan en el Señor tendrán nuevas fuerzas;
levantarán alas como las águilas; correrán y no se cansarán; caminarán y no se
fatigarán". Yo la consideraba una persona de mucha viveza y perspicacia,
pues Isabel era justamente eso, tal un símbolo de poder, de libertad, de
sabiduría, valor y humildad.
En la calidez de su nido
instruyó a sus hijos hasta que estos pudieron volar por sí mismos, y uno voló
feliz muy lejos hacia el norte… demasiado lejos para una madre, quien lo
padeció como un ala dañada. Era coincidente, pues en la realidad el ave vuela
sola o en pareja, no necesita andar en grupos, no se mueve con los muchos del
mundo, sino con los pocos de Dios. Isabel cargaba 78 años y como el águila,
fiel a su hogar, supo reconocer a tiempo los signos vitales de envejecimiento y
es entonces cuando inicia el proceso más trascendental de su vida, porque al
madurar sus plumas, las alas se tornan pesadas y va perdiendo la fuerza para desplazarse en
las grandes alturas. Pero aún así, jamás pierde sus ánimos. Chabela al igual
que el ave, asumió el control de su vida, se responsabilizó de la supervivencia
y se renovó a sí misma, porque sabía que de lo contrario apresuraría el final.
En esta etapa pudo reconocer la malicia de ese amigo nefasto, el que ya casi no
la dejaba respirar en paz. De él recibía diariamente flores de humo, bombones
de nicotina, alquitrán y otros dulces tóxicos, pero aunque los tiempos ya eran
tardíos se alejó para siempre del señor Tabaco.
Hizo impactantes alardes
con su pluma literaria, con su mente y alma, logrando un brillo intelectual que
entreveraba sonrisas, vivencias y
sentimientos. También dejó imágenes de color y efigies de sencillez plasmadas
para siempre en nuestro taller cultural.
Hoy desde su nido, en lo
más alto, Isabel espera confiada que le crezcan nuevas plumas que le permitan
volar. Y entonces, dignamente emprenderá nuevos vuelos, para conquistar los
cielos. Seguramente lidiará con todo el ímpetu y sabiduría de su "espíritu
elevado", pariendo desde sus entrañas una "nueva realidad" para
seguir viviendo por muchos años en nuestros recuerdos y en los corazones de
quienes supimos amarla. Aunque lamentablemente este proceso resulte doloroso
para muchos, o para todos, debemos entender que la cuestión es así nomás… es
renovarse O desaparecer eternamente.
Ella sabía que en estos
casos era necesario dejar partir muchas cosas, incluso muchas personas que
deben seguir su camino hacia un nuevo lugar. Recuerdo lo que Isabel pensaba
sobre los humanos, que sufrimos mayormente
por nuestros apegos y nuestra resistencia a los cambios, aunque estos sean para
mejorar… Aunque estos sean nuestra salvación... aunque no haya otra
alternativa. Nos apegamos a las cosas y a las personas porque simplemente las
creemos nuestras. Y no caben dudas de que nuestro tesoro está en lo que
permanece con nosotros mismos… en nuestra propia alma. En cada vuelo, en cada
vida, en cada sueño... perdurará siempre la huella del camino que nos señaló
Isabel.
A Dios le pido hoy que
la conserve en la Gloria, porque una vez más, pude comprobar que los bastones
blancos… también se van al cielo.
“Cuando la pluma se
agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.
Autor: © Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.