La tarde del 28 de octubre de 1998 la
angustia se había apoderado por completo de más de 120 mil habitantes de
Chetumal, ante lo inevitable: el azote del huracán Mitch. 20 mil personas ya
habían sido movilizadas a los albergues, saturados e inseguros, mientras que otros
aseguraban sus viviendas de la mejor manera posible. El Ejército, la Armada,
Protección Civil y cuadrillas del servicio de energía eléctrica permanecían en alerta máxima, en tanto que el
gobernador Mario Villanueva daba por hecho que el meteoro entraría a tierra
cerca de las 18 horas.
Hacia el mediodía las lluvias se
intensificaban; el tránsito de vehículos se volvía problemático al ser
retirados los flamantes semáforos; en las estaciones de gasolina se formaban
largas filas para llenar los tanques; los supermercados se hallaban repletos de
gente presa de ansiedad haciendo compras de pánico y los reporteros detectaban
incrementos hasta del 300 % en productos básicos y en las viviendas sus
moradores clavaban puertas y ventanas, o
cruzaban con cinta adhesiva plástica las vidrieras al exterior. Toda una
parafernalia en torno a una nueva cultura de huracanes… dicho así, por emplear
dos giros idiomáticos que por entonces
fueron lanzados desde las esferas
oficiales y los medios informativos se encargarían de popularizar.
Nunca podrá saberse dónde se hizo aquella
tarde la primera invocación a San Judas
Tadeo, ni la hora, ni quien fue su autor; pero la realidad es que siendo él, el
santo de las cosas difíciles y desesperadas y que, por añadidura esa era la
fecha precisa que se le rinde culto, mucha gente comenzó a orar y a pedirle con toda su fe: Ruega por mi, que
estoy sólo y sin ayuda.
A las 9:00 p. m. del martes 27 Mitch
había sido reportado en los 16.5 grados de latitud Norte y los 85.6 grados de
longitud Oeste, y sus vientos seguían siendo superiores a los 250 kilómetros
por hora, esto es: de categoría 5. Se hallaba, pues, en la misma ruta que
siguieron Janet, en 1955 y Carmen, en 1974, lo mismo que Dean, en 2007, y como
es bien sabido, los tres azotaron a la capital de Quintana Roo en su
oportunidad. Empero, el comportamiento de Mitch durante las siguientes 24 horas
cambió radicalmente: dando un giro de 45 grados hacia su izquierda, se situó
sobre la isla de Guanaja y al día siguiente tocó tierra en la ciudad hondureña
de Trujillo, ya como tormenta tropical, con vientos máximos de 150 kph.
Chetumal se había salvado, y no son
pocos los atribuyen este milagro a San
Judas Tadeo; un hecho que cada año se conmemora con una misa solemne en el
muelle fronterizo, el sitio donde dio comienzo la historia moderna de la ciudad
y en cierta forma la del estado. No
obstante, poco se ha profundizado en relación con el inesperado cambio en la
trayectoria del huracán y las causas que lo determinaron, que de acuerdo con
los entendidos son estas:
A la llegada del equinoccio de
verano, el 23 de septiembre, cuando los
polos de la Tierra están a la misma distancia del Sol, la cuenca del Caribe, entre el ecuador terrestre y el Trópico de
Cáncer, registra por igual los tiempos de luz y de oscuridad. Pero a partir de
entonces, la trayectoria aparente del Sol,
declina hacia el hemisferio Sur y el horario de luz solar se ve reducido
día con día en casi dos minutos. Es de entender –sin adentrarse en la
complejidad de la astrofísica, el
analema o la ecuación del tiempo--, que al disminuir la luz solar, las aguas
del mar se enfrían y se reduce la fuente de energía que alimenta a los
huracanes. Fue así que Mitch no tuvo la energía suficiente para alcanzar la
bahía de Chetumal.
Pero que un huracán pierda fuerza o se
desvíe de su trayectoria, no significa en absoluto que también haya perdido su
peligrosidad, y de ello da cuenta el propio Mitch. Siete días transcurrieron
desde que entró a tierra en Honduras, hasta que abandonó la península de
Yucatán el miércoles 4 de noviembre. En este lapso realizó un recorrido nunca
antes visto, muy semejante al de las manecillas del reloj; como si el centro
hubiera sido Chetumal, y el horario de 4 a 12. O bien, de 270 grados en otra escala. ¿Otro
milagro? Seguramente no, puesto que en
su derrotero mató a más de 11 mil personas, dejó sin techo a dos millones y
causó daños en la región por diez mil millones de dólares. Una vez más se
comprueba que la lluvia en demasía y una topografía adversa, siempre serán los
principales factores de muerte, muy por encima del viento, así se trate de huracanes de categoría 5.
Si una vez que ha pasado cada huracán
hicieran los expertos un ejercicio semejante al que se realiza con la caja negra rescatada de los escombros en los accidentes aéreos, se
contaría con elementos de prevención más
efectivos y específicos para cada región, porque todos son diferentes, de tal suerte que cada ciudad o
región debería formar su propia “cultura de huracán”.
Veamos
lo ocurrido en Galveston a
principios de septiembre de 1900: Era el martes 4, cuando el Servicio
Meteorológico recibió informes sobre una tormenta tropical procedente de Cuba
con dirección al norte, sin que ello produjera mayor alarma por tratarse de una
notificación muy común en el verano. Cuatro días después la ciudad estaba
destrozada y el número de muertos ascendía a 6,000. Aunque con cifras
inferiores, fue semejante lo ocurrido en
1955 en Chetumal al anunciarse la amenaza de Janet. En ambos casos, como era
costumbre, se desatendieron las advertencias oficiales, además de que ni las
mismas autoridades conocían algún antecedente
sobre el desbordamiento del mar. Este ocurre cuando el ojo del huracán
alcanza la costa y descarga sobre tierra una muralla liquida de más de cuatro
metros de espesor que lleva consigo si el nivel de las aguas se levanta por
efecto de la baja presión
atmosférica.
De origen muy distinto, pero ambos con
efectos fatales, son el desbordamiento
del mar de leva, y el tsunami. La
“ola portuaria”, que es la traducción del tsunami japonés al español, poco conocido como fenómeno natural, hasta el
26 de diciembre de 2004 (tres meses después de la edición de Janet, donde ya se
habla del mismo) cuando se produjo la catástrofe de la costa noroeste de
Sumatra.
Otro escenario que suele engendrar
consecuencias aterradoras, es el de una tormenta prolongada sobre zonas habitadas a pesar de ser
topográficamente vulnerables, sea en la costa o en las montañas. Este problema
fue resuelto en Galveston, elevando el nivel de la ciudad y construyendo un
muro de 16 kilómetros en la costa atlántica, de manera que hizo frente sin
mayores consecuencias a seis poderosos huracanes que pasaron sobre ella a lo
largo de un siglo. Chetumal no volvió a
ser azotado por otro huracán como Janet, y no habiendo desbordamiento marino, las lluvias
escurrieron de manera normal, dejando tan sólo inundaciones menores. De
repetirse las condiciones, las víctimas serían considerables, a pesar de que ya
exista una cultura de huracanes.
En otros casos: Monterrey, con Gilberto, en
1988; Nueva Orleáns, con Katrina, en 2005 y, sobre todo, Nicaragua, con Mitch,
en 1998, fueron castigados severamente por huracanes que en principio no eran
diferentes a los demás, pero que al final dejaron un crecido número de víctimas a su paso. A
Gilberto se le catalogó como “el huracán del siglo” desde que impactó Jamaica y las islas Caimán;
pasó sobre Cozumel, azotó Playa del Carmen y Cancún, con cifras catastróficas
para el norte de Quintana Roo, de 60 % de las viviendas destrozadas; 35,000
hectáreas de cultivo devastadas; afectación a la infraestructura urbana,
turística, comercial y pesquera, con balance final estimado en un billón 200
mil millones de pesos, de acuerdo con reportes del gobierno central.
No obstante la pérdida confirmada de
vidas fue de una docena a lo sumo, en tanto que Nuevo León nunca logró
precisarlas --de entre 318 a 433, según la fuente-- debido a que la totalidad
murió arrollada por la furiosa corriente del río Santa Catarina: El primer
cadáver de Cadereyta apareció a la altura de San Juan al medio día del 17 de
septiembre y a la media noche ya eran 30 los encontrados; 26 más el día 18, y
así hasta sumar 109. Abraham Nuncio,
autor del libro GILBERTO apunta una paradoja: los muertos no eran ni de San
Juan ni de Pueblo Nuevo, como tampoco de Cadereyta: todos procedían de Santa
Catarina y San Pedro Garza García, 20 o 30 kilómetro arriba. Río abajo el
torrente cobró más vidas: En Santa
Bárbara más de 100 perecieron atrapadas
en cuatro autobuses y en el cauce del río, sobre el área metropolitana de
Monterrey, una cifra semejante fue arrastrada por el caudal desmesurado.
Otro ejemplo patético es el de Nueva
Orleáns flagelado por Katrina el lunes 29 de agosto de 2005. Fueron 1,577
muertos en Louisiana (1,836 en
total) prácticamente todos
ahogados y no por efecto de los vientos. No podía ser de otra manera en una
urbe asentada en el laberinto fluvial que forman el río Misisipi y varios
canales, pero que además la rodean los
lagos, Pontchartrain, Catacuatche y Borgne.
En cuanto a los mayores desastres
causados por huracanes del Atlántico a través de la historia, es el Gran Huracán de 1780, que mató a 22,000
personas en el Caribe oriental el que encabeza la lista; Mitch es el número 2.
Y aún así, a 14 años del suceso, un editorialista del Diario Sur hace la misma
reflexión de millones de hondureños: “No sé cual haya sido nuestro pecado, pero
creo que no merecíamos tanta furia sobre nuestra tierra”. El Heraldo, por su
parte, reporta que millares de afectados en 1998 continúan viviendo sobre las
zonas arrasadas durante la crecida de los ríos.
Ante escenarios de tal magnitud no habrá,
pues, ni cultura de huracanes ni
milagros capaces de evitar futuros desastres si, por otra parte, no se toman en
cuenta las evidencias recogidas por investigadores y periodistas, ni se
corrigen los vicios de origen en los distintos
frentes. Un documento extraordinario en tal
sentido, es el libro Katrina, editado por The Times Picayune, de Nueva
Orleáns, trabajo que le mereció el
premio Pulitzer de 2006.
En su libro 60 horas con Wilma, Fernando
Martí afirma que aún viviendo frente al Caribe la gente de Cancún no tiene ni
idea de cómo se cocina un huracán, y nos
ofrece esta bizarra interpretación de la tan cacareada cultura: “Por costumbre,
la gente maneja con estudiada soltura unos pocos tecnicismos, categoría tal,
vientos así, presión asá, pero la secuencia que obedece el torbellino nos
resulta un misterio”.
Lo más inquietante quizá sea, al fin y al
cabo, la creciente veneración a San Judas Tadeo, por haber resguardado a
Chetumal de la furia de Mitch, cuando los vecinos de Centroamérica continúan sin
restañar las heridas y consideran aún
que esa misma furia llegó hasta ellos de forma inmerecida. No bastará entonces
conocer a fondo los caprichos de la física para pretender ser culto en materia
de huracanes. Es preciso también adentrarse en el nebuloso campo de la
metafísica.
Nota: Queda
pendiente para la próxima edición de ESPERANZA la segunda parte de La palabra a
través del tiempo.
Autor: Francisco Bautista Pérez. Chetumal, Quintana
Roo, México.