DIOS Y YO.
La lluvia acompañada de los
rayos formaba una orquesta de murmullos, sin embargo el frío se reflejaba y los
pajarillos mojados acompañaban con sus trinos.
Allí me encontraba yo, estremecida
de miedo y de angustia, no sabía donde realmente estaba,
desorientada en una calle
desconocida.
Finalmente, pude darme cuenta
de que mis pies estaban pisando un gran jardín y me chocaba con las plantas y
los árboles, como yo no podía ver trataba de buscar mi norte para de esa manera
poder llegar hasta mi vivienda.
La lluvia persistía cadenciosa
y yo todavía estaba allí, seguía con el miedo pero ahí tenía que
encontrar mi propio sendero.
Todo estaba desolado, nadie
podía ayudarme, solo reinaba el silencio con los lamentos de la lluvia.
De pronto, sentí una rosa
fresca que cubrió mi rostro y de golpe dejó de llover.
Sentí un abrazo que cubrió
todo mi ser y me envolvía en una capa blanca de terciopelo.
El me dijo que era Dios y que
venía a mostrarme el camino pero no sólo a mí, si no a todos los niños del
mundo.
Yo no lo podía creer, me
recordaba de haber escuchado el Milagro de
Es casi lo mismo, lo que
quiero es que a pesar de que tus ojos no vean en la tierra, tu alma si me vea
en el cielo y que a través de ti, los niños sientan que los amo.
Trasmíteles este mensaje y
diles que en cada uno de sus juegos me tengan siempre presente.
Desde ese momento Dios y yo
somos buenos amigos.
Autora: María
Augusta Granda. Quito, Ecuador.