Una Morocha Especial.

 

                   Agradezco a todos los Dioses el haberme destinado a residir en este lugar, en el cual vivo hoy rodeado de amigos. Tengo gente que me cuida, que comparte los alimentos, varios compañeros con quienes jugar y divertirme. El sitio es muy grande y además de pasear por su parque, también trabajo en la radio FM y pinto cuadros en el taller de artes plásticas.

¿Mi edad? Hoy no tiene importancia… Siempre digo que uno es alguien mayor cuando posee muchos años, pero sos Viejo cuando perdés la jovialidad y se te arruina el espíritu. Sos una persona madura cuando te preguntás si algo vale la pena, y estás viejo si creés que ya no lo vale. La vida es así nomás, un ir y venir. Me pregunto quién no ha sentido en algún momento tristeza, amargura o rencor. Creo que nadie escapa a ellos y el sentirlos de vez en cuando es normal, es parte de nuestra naturaleza humana.

En la actualidad medito mucho recordando cosas… Si tengo deseos de comentar alguna emoción, lo hago sentado frente a un viejo árbol que ya me conoce, que me escucha y se reserva todo para sí. Yo viví una infancia triste y llena de miserias. Cuando apenas tenía once años falleció Mi padre y tiempo después apareció un padrastro más malo que las arañas, vivía  borracho y nos golpeaba a todos y mucho más a mamá. Harto, demasiado harto de las palizas, un día decidí liquidarlo y lo esperé con una cuchilla detrás de la puerta de la cocina. Pero ni bien entró a la casa… ¡Paf! lo arrebató mi hermano mayor con un caño de plomo que le abrió el mate, y así no jodió más. Aún no sé si fue peor el remedio que la enfermedad, pues mi pariente que me ganó de mano, terminó preso y al poco tiempo mamá sufrió un infarto fatal. Desde entonces camino solitario por este  mundo controvertido. 

Eso sí, siempre he actuado y apostando a favor del amor, convencido que                        El amor no es un privilegio para que te sientas feliz, sino para que hagas felices a los demás. En este campo mi experiencia resultó bastante complicada. Una vez formé pareja con Marcela, a quien adoraba y tuvimos a Omarcito, un hijo precioso y cuando quise acordar… ¡Paf!... ella me abandonó y se fue con otro tipo. Jamás los volví a ver. Hubo otra mujer que supo enloquecerme y fue la María Victoria, pero como estaba casada con mi amigo Gustavo que ya me andaba mirando feo, tuve que borrarme. Bello fue el romance con la Cecilia pero…  ¡Paaaf! había sido Carlitos depilado. Fueron varios los intentos de integrar mi propia familia, aunque nunca se me dio, vaya uno a saber porqué. Este tipo de emociones vividas, buenas y malas, se te pegan en el alma por siempre, y es por ello que cuando el dolor, la amargura y la tristeza representan nuestra propia personalidad, la gente te mira como si uno fuese un loquito cualquiera. Pese a todo continué insistiendo en el amor como la única opción de vida y otro asunto ya no me interesaba. Claro que debía perdurar de pie y eso involucraba trabajar.

La combinación de estos dos elementos se presentó cuando ingresé a trabajar en el Museo de Artes de Buenos Aires. Mis funciones eran de “seguridad” y me asignaron el horario nocturno. Acepté convencido de que ese turno sería más llevadero al no existir los guías, el bullicio ni la dispersión de las personas visitantes, aunque  pronto razoné que la noche era triste y solitaria, y en cambio, durante el día circulaban muchas mujeres de las cuales podrían brindarme una posibilidad de charla y un ameno entendimiento…

Durante la jornada laboral comencé a observar con mayor atención los cuadros expuestos. Mi ignorancia en la materia del arte me hacía bufar ante la mayoría de las obras, como si tuviese que leer un poema en chino. Espontáneamente llegué a descubrir un cuadro que reflejaba el rostro de una mujer “media rarita”, me llamó la atención y sentí algo especial, algo curioso  por ella. De cabello negro, una sonrisa que no escondía secretos, una dama blanca y pura. Para mis adentros la bauticé “La Morocha”. Me detenía lapsos prolongados contemplándola en cada oportunidad que por allí pasaba, lo cual me fue convirtiendo prácticamente en un adicto. Sentía mi nombre cuando ella me llamaba bajo el eco del salón y oía su sonrisa que me alegraba el alma. Una extraña sensación que quizá haya sido amor, fue calando mi corazón, de una forma tan sutil que lo único que sentía era mi erizada “piel de pollito”, sobre todo cuando la miraba a los ojos. No sé durante cuánto tiempo logré disfrutar mirándola con infinito placer, gracias a entenderme y vivir un gran amor con ella.

Claro que en la vida no todo es color de rosa… El sufrimiento se apoderó de mí. Comenzó en los días de descanso laboral, porque los sábados yo tenía franco y al no verla padecía un espantoso malestar. Encima, en mi locura de amante desenfrenado, me carcomía la idea de que esa mujer pudiera engañarme con el vigilador suplente. No podía tolerar la angustia de la soledad y menos los celos de una posible infidelidad, tenía que verla en persona y saber qué hacía en mi ausencia. Entonces, antes de volverme loco, decidí ir al museo. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando caminé entre el rosedal de los jardines hasta dar con la ventana adecuada. Barrí el salón con la vista hasta ubicar el ángulo perfecto. Ahí estaba el cuadro con la imagen de mis sueños, de mi vida… Sentí a la Morocha cómo sonreía y vi su rostro pleno de placer. El alma inquieta que me alteraba se calmó y volvió a mi interior. Pasado un lapso, suspiré profundo con satisfacción y le eché la última mirada para despedirme de mi Morocha con cariño. Pero… ¡Paf! alcancé a ver casi oculto junto a una columna, al vigilador de turno sentado frente a ella, clavando sus ojos en la mujer del cuadro, ¡Estaba mirando a mí amada! La reacción fue espontánea: partí la ventana en mil pedazos, corrí hacia ellos empuñando el arma, me acerqué y sin darle tiempo a nada, al maldito vigilador le descerrajé cuatro balazos… y sintiéndome tan desquiciado, tan humillado por los cuernos… alcé la pistola…  pensé unos instantes… y gatillé… gatillé tres veces a mi amada, a la Morocha.

Ya sabía que el guardar por mucho tiempo esta actitud amorosa o este sentimiento penetrante, además de prolongar el sufrimiento, me traería tarde o temprano consecuencias enfermas derivadas de un corazón triste, muy herido. Y bueno, seguidamente llegó la policía, cadenas en las muñecas y arresto.

Al leerme mis derechos legales me dijeron: Se lo acusa de “Homicidio con alevosía” y además del grave daño artístico al balear la obra pictórica de Leonardo Da Vinci, “La Gioconda”, o “La Mona Lisa”. Tiene derecho a guardar silencio o todo lo que diga…

Interrumpí el discurso policial al reventar de la bronca. Siendo representantes de la ley, me tildaban de cornudo diciendo que ella era de un Leonardo no sé qué, y denigrándola a “La Morocha” tratándola de Gioconda y encima decirle Mona Lisa… ¡Sinvergüenzas! Como no dejaba de insultar a los uniformados, ¡paf! unos cuantos garrotazos y me introdujeron en el patrullero.    

  Tranquilo, tranquilo…  –dijo mi abogado- La muerte del vigilante encuadra en “Emoción violenta”, es un aliciente, y con los agujeros calibre 45 aLa Morocha” no pasa nada, porque no era el original, además no sos el primer enamorado de ella ni tampoco el único que hizo algo parecido…

En consecuencia, fueron casi dos años que pasé en el penal de Devoto y luego, por suerte,  me trajeron aquí, a este verdadero paraíso en la ciudad de Buenos Aires. Acá paso gran parte del día en el taller de artes plásticas guiado por Anita, una profesora divina que sabe decir que la sabiduría no es poder enseñar, sino tener la capacidad de aprender de los demás. Por eso intento enseñarle. Ya he arruinado unos cuantos bastidores y litros de acrílicos tratando de lograr la perfección al pintar a “La Morocha”, la de mis sueños. Por suerte cuento con Paulita un “modelo vivo”, una compañera a la que sólo busco acomodarle un poco la cabellera de duros pelos. No tiene inconvenientes de permanecer sentada inmóvil, ¡ni se mosquea! No emite ni una palabra, no se ríe ni llora, apenas juega con sus pulgares haciendo círculos, y si nos olvidamos de llevarla, se hace todo encima.

Otro pasatiempo gustoso que disfruto son los eventos de la radio local, la que producen algunos amigos. Quien desee escucharme me hallará en la emisora radial de frecuencia modulada argentina, 100.1 MHz, conocida como LT22 Radio La Colifata. La onda sale desde aquí mismo, del Hospital Neuropsiquiátrico “José Tiburcio Borda”.

Aaaah… ¡Me olvidaba! dejo la web “www.nadieteve.com.ar”. Desde ya agradezco infinitamente por si alguien sabe en qué anda esa Morocha especial y me pueda avisar. Pero cuidado, eso sí… ¡Guay con echarle el ojo!

 

 “Cuando la pluma se agita en manos de un escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.

 

Autor: © Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

 

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