La  Feria de San Juan de los Lagos.

Ensayo histórico

 

 

Transcurre el otoño de 1841 en la región de Los Altos. Las lluvias han terminado su ciclo dejando en los campos aromas y colores, flores y frutos silvestres; buenas cosechas con las que labradores y peones se ocupan de colmar trojes y graneros, mientras en los potreros, ahora reverdecidos, el ganado pasta y se multiplica. Es éste el inconfundible paisaje alteño con llanuras y colinas cubiertas de mezquites, nopales y huisaches; cerros y barrancas inalterados por  casas de adobe, cercas de piedra,  ranchos y haciendas abundantes en el terreno plano.  Un paisaje  en el cual, aquí y allá, siempre junto al río o el arroyo, surgen pueblos y ciudades que  con las  torres de sus templos atraen al viajero desde la lejanía: Es así, desde Teocaltiche hasta San Julián, Arandas  y San Miguel el Alto; de Tepatitlán a San Juan de los Lagos y Lagos de Moreno con el  eje que conforman  Pegueros, El Valle y Jalostotitlán,   el corazón mismo de la región y, a su vez, cruce de caminos hacia cada  rumbo de la rosa de los vientos.

Los Altos de Jalisco. Vasta región del centro de México, donde se trabaja de sol a sol con  amoroso apego a la tierra; territorio estratégico  por el que fluye el oro y la plata de las minas de Compostela, Real del Catorce y Zacatecas;  cauce natural de las  riquezas agrícola, ganadera  y  de mercancías  de toda índole; es también un  laboratorio de ensayo donde  bullen las ideas políticas, se conspira y se lucha  por un mejor porvenir, una vez consignados para la historia los hechos que dieron gloria y fama a sus habitantes.

México apenas cumple veinte años como nación independiente, pero  hace un lustro que Texas ya no le pertenece. California y Nuevo México van por el mismo camino. Y ahora mismo, en la ciudad de Nueva York está por salir a la luz pública un libro titulado México en 1842, escrito por un tal Charles J. Folsom, con el propósito deliberado de avivar la codicia del pueblo norteamericano y prepararlo para hacer la guerra. Afirma Folsom: “México es un país no solamente más vasto que Texas, sino mucho más rico” Y también: “Se ha predicho que la misma intrépida raza que pobló las playas del continente americano, tarde o temprano encontraría las más ricas y atrayentes  regiones del Sur, donde las ventajas naturales del país son pródigas sobre un pueblo evidentemente incapaz de aprovecharlas o mejorarlas”. 

Nada fácil será, pues,  encauzar una nación luego de tres siglos de vida colonial: sobre ésta  gravitan  ominosos presagios, están en juego los intereses de potencias extranjeras y en lo interno, está muy lejos el día en que su población marche hacia un mismo objetivo. Por ahora, la república aparentemente está en paz; empero, grandes contradicciones persisten en el horizonte nacional,  en particular en el mismo estado de Jalisco: Fue aquí durante la Guerra de Independencia, donde se dio  la más importante rebelión indígena en defensa de la isla de Mexcala, de 1812 a 1816; mientras que muy cerca, la plaza de  Arandas seguía fiel a la corona de España, aún después de 1821, cuando Iturbide proclamó la independencia de México.

Visto someramente este es el panorama nacional en 1841, cuando San Juan de los Lagos se prepara para recibir a más de 100,000 almas durante su feria anual: un fenómeno con raíces tan profundas y campos  tan diversos como historia, leyenda, religión, comercio y por supuesto,  la política y el crimen organizado.  He aquí los antecedentes:

  Corría la segunda mitad del siglo XVI  cuando se fundaron, casi simultáneamente, Teocaltiche y la Villa de Santa María de los Lagos en el callejón de Los Altos, el más árido de la  comarca. No obstante,  les favoreció su estratégica ubicación en el camino real de Guadalajara a México y la cercanía con la industriosa ciudad de León, Guanajuato, como paso obligado de cuantiosos bienes materiales. Pero el  impulso determinante, el que fijó el rumbo definitivo para la segunda, vino de  parte del obispo de Guadalajara, quien ordenó que se investigara sobre los poderes milagrosos de una virgen de la Inmaculada Concepción, encontrada por un indígena del lugar. Por algún tiempo la pequeña  imagen permaneció deteriorada y olvidada en la sacristía de la capilla de adobe y paja, hasta que adquirió fama a partir de 1623, cuando se le atribuyó el primer milagro y se forjó la primera leyenda:

Una familia de cirqueros que se dirigía a Guadalajara hizo alto en la villa para montar su espectáculo. En uno de los actos,  una niña que saltaba en el trapecio sobre una cama con dagas, tuvo un error que le hizo caer, causándose  la muerte  instantánea. Cuando era velada, Ana Luisa, la esposa de Pedro Andrés,  el encargado de cuidar la capilla, se percató del dolor de los padres  y les pidió que le permitieran  colocar al lado de la difunta la imagen conocida como La Cihualpilli, o Gran Señora, asegurando que era muy milagrosa. Y una vez  colocada sobre el pecho de la niña, ésta volvió a la vida. Cuando la investigación del obispo concluyó ya se tenían documentados 75 milagros y la devoción a la Sanjuanita iba en crecimiento.

La fama de la imagen milagrosa pronto trascendió más allá de la región alteña y fueron tantos los peregrinos atraídos por el fenómeno, que el 8 de diciembre de 1776 se instituyó la fiesta anual de la Virgen de San Juan de los Lagos, con asistencia de unas 2,000 personas; cifra que para 1792 llegó a 35,000 y en 1837 alcanzó los 100,000, cuando la población de San Juan no pasaba de los 4,000 habitantes. Así llegó la  feria, y llegó para quedarse como la más exitosa.

“No importa cuanto se esforzaran las poblaciones vecinas, San Juan era San Juan y su feria la mejor de todas”,  de acuerdo con la opinión del escritor Guillermo Chao (1). Por su parte Manuel  Payno, anotó en su novela Los bandidos de Río Frío: “Yo no sé si el mes de diciembre de cada año es hoy tan alegre en México como en los tiempos a que se refieren los acontecimientos de nuestra larga historia. El ocho de diciembre, Nuestra Señora de la Concepción; el doce, el gran día de Guadalupe; el veinticuatro, la Nochebuena, seguida de la Pascua y el Año Nuevo, para cerrar la serie de novenarios, de luces y de festividades religiosas que se enlazaban íntimamente con las escenas de familia. Pero las festividades de la capital, las del interior y el Rosario, de Celaya, eran poca cosa comparadas, si comparación es posible, con la Feria de San Juan de los Lagos”. 

Los tiempos que Payno menciona, son los que él vivió, de modo que fue testigo de hechos reales que intercala en el desarrollo de su novela (2). De la Feria de San Juan, hace una crónica amena, objetiva, y de gran interés documental, que viene a ser imprescindible para el estudio de la historia regional y nacional.

El escritor Payno se preguntaba: ¿Por qué se eligió para esta cita anual de todo el comercio de la República un pueblo pequeño, triste, árido, con pocas casas para tanta concurrencia, sin paseos, sin teatros, sin portalerías, sin nada que lo pudiera hacer cómodo y agradable, y sin más atractivo religioso que un pequeño santuario en un cerro, y cuya Virgen no tiene, como otras, tanta fama de ser milagrosa? Lo cierto es que la fama se expandió por la república y el extranjero, y a la cita acudían devotos de la Virgen, ciertamente, pero también formaban   multitud los mercaderes de productos importados de lejanos países, los efímeros  prestadores de servicios y, en general, hombres ávidos de riquezas, así fuera necesario obtenerlas al margen de la ley.

Los preparativos para el gran encuentro se realizaban en sitios muy distantes y a su debido tiempo: En París se preparaban surtidos especiales de mercería fina, telas de algodón, lino y seda de colores chillantes y dibujos fantásticos y se embarcaban con anticipación en los pesados paquetes de vela que venían a Veracruz procedentes de Burdeos y del Havre. En Liverpool y Hamburgo se cargaban hasta la cubierta unos barcos fuertes y veleros que daban vuelta al Cabo de Hornos, y después de cuatro o cinco meses de  peligrosa navegación  venían a fondear en San Blas y Mazatlán, y de allí, atajos de mulas conducían la lencería inglesa y alemana, el cristal y loza a la feria.

De Chihuahua venían unos carros que parecían casas, tirados cada uno por diez o doce mulas gigantes, pues pasaban de siete cuartas, y los carreteros, mayordomos y gente que escoltaba el  cargamento para defenderlo de los indios bárbaros. Los carros venían llenos de algodón y de cobre, de tejos de oro y de mil otros productos de esas lejanas tierras.

De Nuevo México venían numerosas pastorías de esos carneros de fino y espeso vellón blanco, todos con la cabeza negra… De Texas venían carros parecidos a los de Chihuahua, cargados de lienzos de algodón, loza corriente y ferretería e instrumentos de labranza. De las haciendas de Tamaulipas, salían partidas de mulas que eran vendidas al más alto precio a causa de su alzada y hermosura. “Ni en las ferias de Andalucía se veían mejores”. “Lo que era muy mentado y buscado en la feria” eran los caballos  de las haciendas de Guanamé y del Sauz. Se enviaban por miles a San Juan, donde se vendían  desde cuarenta hasta cien y doscientos pesos. 

La comida y la bebida por supuesto eran abundantes y selectas: la champaña corría como agua en las mesas distinguidas, y se  servían los manjares más raros y exquisitos, desde una tortilla de blanquillos con chorizo de Extremadura, hasta el pescado fresco de Chapala, el blanco de Pátzcuaro, birria de Tlaquepaque y queso de Mocorito . Y no se diga las frutas y los postres; delicia irresistible era la cantidad y calidad de los dulces: Camotes de Querétaro; camotitos de Santa Clara de Puebla; Calabazates de Guadalajara; uvate de Aguascalientes; Guayabate de Morelia;  turrón y colación de México… daba gusto recorrer las hileras de mesas llenas de esas golosinas que formaban  una larga calle. Cada especialidad tenía su propia vía: en la  de las pieles se encontraban las zaleas  de carnero, esponjadas y teñidas de colores; pieles curtidas de tigre y de pantera; grandes cueros de cíbolo y de gamuza, industria casi única de los indios salvajes de las praderas fronterizas. En la calle del azúcar, cargamentos inmensos de  azúcares de Veracruz, Cuautla, Cuernavaca, Matamoros y  piloncillo de Linares y Monterrey; cacao de Tabasco, vainilla del Golfo, dátiles de Sonora, plátano pasado, queso de higo, queso de tuna, palanquetas de nuez de Pachuca, cuero de membrillo, tamarindos de Pátzcuaro “y quien sabe cuantas otras confecciones por el estilo”.

Aunque San Juan era considerada como una villa grande, durante el mes de diciembre resultaba insuficiente para albergar a cien mil visitantes. Todo se resolvía, sin embargo, improvisando una ciudad de piedra, vigas, tejamanil, clavos y miles de metros de lona y lienzo de algodón ordinario, alrededor del pueblo y el cerro, disponiendo así de plaza de gallos, teatro para cómicos de la legua, salón de títeres, cafés, fondas y hoteles con paredes de manta, catre de tijera y un candil, a razón de cuatro pesos por noche.

Y para que este cuadro se completase con una pincelada maestra, --sigue apuntando Payno--, “las puertas de la capilla se abrían de par en par, los altares se iluminaban profusamente con cirios de cera, las campanas llamaban a los fieles con sus sonidos agudos, y el cura, revestido con una casulla bordada de oro y rojo, sacaba la custodia del sagrario y, con fe y ternura bendecía a miles de gentes que se reunían en San Juan en esa época del año”.

Pero a la feria de la Sanjuanita o Santa Juanita de los Lagos la gente también iba a pecar: el mismo autor da cuenta de lo que ocurría en los años 40 del siglo XIX, ahora en forma novelesca. Para el caso  habilita  un sugestivo cuadro de actores; unos procedentes de la banda de ladrones de haciendas que operaba en la tierra caliente de Guerrero; otros venían de la casa de moneda falsa de la región de Perote, y otros más de los célebres  asaltantes de diligencias, los temibles bandidos de Río Frío. Completaban la organización delictiva, algunos rateros ordinarios, de los que habitualmente se ocultan en las sucias casas de vecindad de la capital,  identificados como el Tecolote, el Matrero, la Zorra, el Correlón, el Trepacasas, asociados a su vez con mujeres hilachentas que se hacen llamar la Chinche, la Garrapata y la Frijolera, que andan con las enaguas sucias pero cargadas de tlacos y cuartillas. Comandados por un ex militar apodado Relumbrón, confundidos entre la multitud, durante dos semanas se ocuparon de robar a peregrinos  y comerciantes, hacer apuestas fraudulentas en los juegos de naipes y en las peleas de gallos, pero sobre todo en obtener informes  acerca de las utilidades de los más acaudalados y sus desplazamientos hacia su lugar de origen, a fin de asaltarlos en despoblado.

La feria había estado como ningún año, se habían hecho grandes negocios y realizado la mayor cantidad de mercancías de que hubiera memoria. Tan esperada bonanza traía aparejadas otras preocupaciones. Fue por ello que el gobernador de Jalisco, general de brigada Mariano Paredes y Arrillaga, viajó a San Juan y anunció, mediante bando, la pena de muerte al que robase cualquier cosa con valor superior a dos pesos. Antes envió a San Juan una fuerte guarnición, lo mismo que escoltas de buena caballería a los principales caminos. Aún así, cierta noche un cuarteto de bribones le rompió la cabeza a unos roleteros y los despojó de su capital, que sería de unos treinta pesos. Los agentes del orden capturaron a dos y los pasaron por las armas, pero muchos otros ilícitos que se registraron quedaron impunes.

El mayor golpe ocurrió ya terminada la feria; planeado y llevado a cabo por Relumbrón, con los informes obtenidos una noche de juerga, donde hábilmente se infiltraba fingiéndose  borracho a fin de  escuchar las conversaciones de los comerciantes. Uno de ellos decidió dirigirse a Tepic con un hatajo de mulas cargado de aguardiente y azúcar. En la misma recua, y de manera secreta hasta para los arrieros, había cinco mulas cambujas con sólo cascos vacíos, aunque dentro de los aparejos, llevaban bien disimuladas y cosidas 500 onzas de oro: Jamás  llegaron a Tepic y menos al banco inglés, a donde un tal Rivera se proponía enviar de contrabando. Fueron, sí, a la hacienda de San Martín, cuartel general del jefe de los bandidos de Río Frío, quien una vez recuperado el oro se sintió satisfecho de aquel golpe que le produjo $ 22,000.

 La historia novelada de los Bandidos de Río Frío termina en la  página 758 (3) cuando Manuel Payno concluye el manuscrito, lo firma en su habitación del Hotel de Rin, Dieppe en julio de 1891 y lo envía a su editor en Barcelona, quien venía publicándolo por entregas.

La República Mexicana, que aún estaba lejos de independizarse de España cuando Fray Antonio de Segovia donó la pequeña imagen de la Limpia Concepción al poblado de San Juan Bautista, celebró en 2010 el bicentenario como nación soberana… y como aquí se ve, tiene muchas cosas, buenas y malas, de aquellos tiempos.

En cuanto a los milagros de San Juan, el religioso y el económico, los siglos siguen acumulándose: La leyenda de la niña resucitada ya suma  389 años y la institución de la feria, 236. Nada mal para aquel “pueblo polvoriento y sucio los once meses del año, que se vestía de limpio y se lavaba la cara y se vestía de limpio el mes de diciembre     --------------

NOTAS:

(1)                        Guillermo Chao Ebergenyi, autor del libro Los Altos, México, 1991.

(2)                        Manuel Payno y Flores (1810-1894) escribió Los Bandidos de Río Frío durante su segunda estancia en Europa, donde fue Cónsul en Santander y después Cónsul General en España.

(3)                        La novela de Payno fue editada en México en 1945 y por segunda vez en 1959.

 

Autor:                 Francisco Bautista Pérez. etumal, Quintana Roo, México.

bautistaperezf@yahoo.com.mx

 

 

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