EL VERANO DE YOLANDA.

 

  El agobio de la siesta había logrado dormir a todos los animales. Hasta el aire estaba somnoliento, apenas se movía con una brisa muy cálida.

  El zumbido de algunas avispas interrumpía la siesta agotada. Algunas culebras atrevidas se deslizaban en forma lenta por la arenilla desértica del campo. El sol se había embravecido. Tenía ganas de quemar y hacer arder todo objeto que debía iluminar. Sus rayos rabiosos lanzaban llamas fogosas destructivas, achicharrando plantas, flores y poniendo incandescente a las piedras.

  El cielo no contenía ninguna nube en su azul intenso. Ningún humano podría emitir algún pensamiento en su cerebro dormido.

  El bucólico paisaje permitía que de vez en cuando, algún chillido de aves rapaces y osadas, atravesaran los espacios tórridos.

 

-¡Yolanda!... ¡Yolanda!... ¡Dónde carajo estás, mierda!

-¡Aquí, aquí mamá! ¡Ya voy!

  Surgiendo entre las piedras calcinadas, entre matorrales y yuyos, una vertiente de agua fresca y cristalina, gorgoteaba su rumor. Ese trozo de inhóspito campo aparentemente ingrato, tenía una surgente de agua mineral que vertía su generosidad con derroche desbordado.

  El barro glorioso y fresco, cubría generosamente todo el cuerpo de la niña. El cabello negro con gruesas trenzas desarmadas, estaba pegoteado. Los rizos que caían desordenados sobre su frente, estaban cenicientos y algo blanquecinos. El vestido traposo y zurcido, de color marrón, no tenía espacios sin cubrir de barro y pasto. Las tortitas de lodo adornadas con piedras coloridas, de tonalidades rojizas por la zona ferruginosa, estaban armadas sobre un lecho de pasto seco.

  Yolanda estaba muy contenta armando su menú, practicando su arte culinario con los elementos de la naturaleza, chapoteando en el agua fresca.

  Los gritos de su madre sonaban algo desagradables y molestos, interrumpiendo su juego entretenido. Yolanda se incorporó acomodando sus comiditas en una bandeja de hojas de palmera, y partió hacia la casa.

  La madre la esperaba con los brazos cruzados en actitud de reprender.

  Pese al calor inusual, la mujer vestía un delantal blanco con puntillas de broderí. Dejaba ver por debajo un vestido de percal, color amarronado, con florones amarillo mostaza. Sus cabellos recogidos bien negros enmarcaban un rostro indígena. Movía su pie derecho golpeteando la alpargata contra el suelo de tierra.

 

  Yolanda sentía que su cuerpecito temblaba bajo el barro que ya había comenzado a endurecerse. Esto le provocaba tirones en la pierna con cada movimiento, al igual que en la carita que ya se había comenzado a contraer por la gesticulación que le otorgaba  el llanto.

  Cuando la chiquita llegó cerca de su madre… ¡Fue todo tan rápido!

  La velocidad con que las manos de la campesina fracturaban el aire, impactando en el cuerpecillo frágil de la pequeña, era increíble.

1.        Proveniente de chicharrón, (trozo de grasa quemada). Consumiendo por el calor.

2.        Grito agudo.

 

 
  Mientras que con una mano sujetaba las mechas gruesas embarradas, con la otra chasqueaba cuanto espacio estuviera a su alcance, acompasando los golpes con el llanto ensordecedor de la niña.

  Pacho y Ñaqui, eran dos sabuesos ordinarios y mestizos, que observaban atónitos la escena de violencia. Se mantenían algo alejados, por si acaso, ya habían hecho experiencia de que en situaciones similares, en la confusión, habían sido también castigados por rebote.

-¡Andá a bañarte, pendeja! ¡Mirá cómo ti has puesto, pué!

-¡Ah!... ¡Basta, por favor! No me dí cuenta, estaba jugando, ¡Dejame!, ¡dejame!

-¡Pero, no me contestís, basura!...

 

  La tarde agonizaba lentamente. El sol se ponía todavía rojo detrás de las sierras, dándole reflejos dorados a los relieves del paisaje. Las chicharras ya habían comenzado a chillar, los grillos estaban a coro emergiendo sus sonidos entre las totoras y los yuyales. A lo lejos varios perros ladraban a la noche que llegaba sin ser invitada. En el otro extremo del horizonte, en oposición al sol, la luna llena y amarillenta había comenzado a brillar.

  El calor no había cedido, el aire caliente quemaba las fosas nasales de Jacinto. El contratista se había animado a salir por los campos al caer la tarde para buscar leña. Al llegar cerca del poste que sostenía el techo de paja del alero de la galería lateral de la casa que daba al poniente, le llamó la atención unos gritillos que se asemejaban a los de un gato hambriento. Continuó caminando y comprobó que el sonido procedía de la ventana de la pieza de Yolanda.

  La niña yacía en su lecho de lana y trapos rotosos. Los gemidos entrecortados que su garganta emitía dormida, la hicieron despertar. En sus raptus de conciencia podía sentir cómo el dolor intenso socavaba sus fuerzas. Un hematoma gigante cubría su brazo derecho, mientras que excoriaciones varias surcaban sus antebrazos sangrantes. El ojo izquierdo no podía abrirlo por el edema palpebral. El pie izquierdo estaba húmedo por el sangrado de las heridas cortantes con bordes rezumantes.

  No podía girar sobre sí debido al dolor de las costillas, castigadas y marcadas por los zapatillazos. Sentía los labios secos y la cara afiebrada.

 

  Cuando Jacinto se acercó al ventanuco, frente a la escena, se sintió desvanecer. Pensó que a la doña esta vez se le había ido la mano.

  El aspecto de la pequeña, que parecía una muñequita de trapo tirada al azar sobre un lecho precario, sumado a la carita deformada y el cuerpecito con sectores sangrantes, le habían dado sensación de horror.

  Traspasó el marco de la ventana, arriesgándose a ser visto, y le alcanzó algo de agua fresca a la niña.

  El camino a su casa estaba iluminado por la luna. Le parecía esa noche mas largo que nunca. Cuando llegó, apenas pudo gesticular palabras y explicarle a su mujer lo sucedido. Ésta, horrorizada, pensó en sus niños apenas un poco más grandes que la Yolandita, que dormían tranquilos y seguros.

  La mujer le dio al hombre un poco de aceite balsámico, jugo de corteza de sauce, y manzanilla. El hombre partió casi corriendo por los caminos, sintiendo el golpe del aire todavía ardiente sobre su rostro. Los rayos lunares iluminaban suavemente la figura infantil yaciente sobre el camastro improvisado.

 

  Jacinto se acercó a la niña ya muy débil y le susurró al oído:

-¿Te vas a poner bien, sabís?

 Y continuó diciendo…

1.        Párpados inflamados.

 

 
-Mientras yo siga, m’ hijita, nadie ma te viá a se daño, ¿sabís?


  Diciendo esto, comenzó a pasar suavemente la manzanilla por las heridas, lavándolas. Trató de enjugar su rostro con un trapo limpio y planchado que le había dado la Filomena. Y con una cuchara trató de introducir en su boquita el jarabe de corteza de sauce, para tratar de lograr efecto antiinflamatorio.

 

  Los días transcurrieron, y el calor fue cediendo paulatinamente.

  Yolanda caminaba con dificultad, un poco por la fractura de tibia y peroné que habían provocado los golpes de su madre, y otro poco a causa de la inestabilidad que le producía el fuentón lleno de alimento para los pavos y gallinas. Se la había enviado a limpiar los corrales y a darle de comer a los animales.

  El revoloteo que se azotaba a su alrededor, a los comienzos le hacía gracia, pero luego se transformó en algo desagradable y tormentoso.

  Cada vez que avanzaba o se desplazaba por la zona, los pavos sueltos y las gallinas, corrían a su alcance para picar sus pies de heridas convalecientes.

  Pacho y Ñaqui, no se quedaban atrás. Los dos perros sabuesos no escatimaban en perseguir a la niña cada vez que ésta salía a correr  por los campos, jardines o gallineros.

Todos los animales, perros, aves de corral, vacas, cabras y el caballo, eran alimentados por Yolanda. La niña solía jugar con ellos y los acariciaba cada vez que los alimentaba. Esto hizo que los domesticara a tal punto, que generó una dependencia nociva, capaz de llevar a la chiquita a la tortura de la persecución.

  Ya la libertad no existía para la niña de ninguna manera. Tanto los animales esclavistas de Yolanda, como su madre castigadora, le habían privado del derecho a la infancia, del derecho a la vida libre de un niño. También quitado el aprendizaje, alegrías, risas, juegos, y de una buena alimentación.

  La madre, el solo verla le provocaba fobia y para evitarla, la enviaba a trabajar, limpiar, lavar en el remanso del río, con retontuños y lejías.

  En cuanto el sol caía y Yolanda se acercaba a la casa, los perros la acompañaban hasta que la madre se acercaba y éstos huían despavoridos por el miedo a los chancletazos que la mujer propinaba sin razón a cualquier viviente que se acercara.

  ¡Cuántas veces la niña hambrienta se llevaba a la boca puñados de afrechillo! Varias veces Jacinto la sorprendía comiendo tierra o chupando una piedra. En su angustia sacaba un bollo de pan casero de grasa que la Filomena amasaba para que se llevara a la viña.

  Yolandita adoraba los tiempos de abrir surcos, o de cosecha, porque el Jacinto le acercaba un mendrugo de pan rico. En ocasiones ligaba un trozo de queso. La cosecha también era grandiosa, podía en esas ocasiones comer uvas hasta el hartazgo. Sin embargo, ocurrió algo contraproducente e inesperado por la inocencia y el hambre de la pequeña.

  La noche iba por su mitad… cuando aparecieron los dolores de panza. Éstos eran muy fuertes. ¿Cuántas uvas se había comido?

  La fiebre le hacía delirar. La deshidratación, producto de su diarrea incontenible, le provocaba sensación de desmayo.

  La madre se acercó al rincón del rancho donde la chiquita se había acurrucado para calmar con la posición de cuclillas el dolor de barriga.  Al ver el episodio desagradable, llena de asco y odio, comenzó a golpear sin cesar el débil cuerpecito que se quebraba lentamente sobre el piso de tierra.

  Ya amanecía, la mujer estaba desparramada sobre un sillón de paja totalmente embriagada. El alcohol había hecho estragos con su cerebro maligno.

1.        Recipiente amplio metálico o plástico.

2.        Planta regional cuyana (efecto lavandina para aclarar la ropa).

3.        Agua  mezclada con cenizas con característica jabonosa (para lavar).

4.        Golpes con calzado de tela y yute (usado como “chancleta”, idem chinela).

 

 
 

  El hígado de la desgraciada, estaba ya cirrótico, provocándole un abdomen muy prominente escondido debajo del percal y los florones que surgían debajo del broderí.

  Jacinto continuaba con su arduo trabajo con la sapa. La cosecha de la viña estaba a pleno. El contratista estaba contento, la cosecha había sido muy buena hasta entonces, y el patrón le pagaría muy bien.

  La familia que tenía era muy cariñosa y comprensiva. Filomena era muy celosa de la limpieza y el cuidado de sus muchachitos. Siempre almidonados con maicena, eran gorditos rechonchos y caprichosos.

  Jacinto sintió a la mitad de la mañana, una extraña necesidad de acercarse al rancho de Ñá Arminda, la chinchuda.

  Es que sentía deseos de saber de Yolanda. Le preocupaba la proximidad del comienzo de las clases. Sabía que la niña tenía 7 años y era oportuno que asistiera a la escuelita. Él se haría cargo de comprarle zapatillas, guardapolvo, y algún cuaderno. Pensaba decírselo a la madre, y ofrecerle a Ñá Arminda que pasaría con el carro todas las mañanas a recogerla para llevarla.

  Iba contento y tarareando una chacarera, cuando le llamó la atención el silencio que se cernía sobre el entorno.

  Ni los perros ladraban. Pacho y Ñaqui, estaban temblando sentados al borde del escalón de la galería observándolo con ojos de miedo.

 

-¡Ñá Arminda!... ¡Ñá Arminda! ¡Ave María Purísima!

  Solo le contestó el silencio. No era habitual que la mujer no saliera, como tampoco que Yolandita no estuviera por los alrededores pidiéndole algo de pan.

  Tímidamente decidió entrar. Cuando traspasó el dintel de la puerta que daba a la pieza que propiciaba de comedor y cocina, pudo observar el desorden. Todavía estaba la olla grande con agua para hervir, con las brasas agonizantes al rescoldo. Algunas mazorcas viejas a un costado y ropa sucia amontonada sobre una silla de paja rota.

  Comenzó a caminar dentro de la habitación algo amplia, recordando a su querido Zenón, compinche de ginebras y tabas. El padre de Yolanda había fallecido hacía dos años. Se lo había encontrado muerto en el río con el cráneo partido por el probable efecto de varios palazos. Todavía era objeto de investigación de la policía, pero, aunque se sospechaba de su mujer, no se habían reunido las pruebas necesarias.

-¡Ay, Dios!, pensaba el Jacinto. -Si el Zenón estuviera vivo nada de esto le pasaría a la Yolandita. Recordaba también como Ñá Arminda le había prohibido acercarse demasiado a sus asuntos.

  Traspasó la puerta que daba a otra pieza donde había un fuentón, algunas bolsas de alimento para animales y tres gatos dándole la vuelta.

  Exclamó en forma desgarradora:

 -¡Por Dios!... ¡¡Qué horror!!

  Las piernas de Jacinto apenas lo podían sostener, el habla solo le permitía emitir sonidos balbuceantes.

  Vislumbró la imagen de una pequeña niña encogida en un rincón. Estaba rodeada de un charco de sangre,  con las piernas en posición anormal debido a las fracturas, y las moscas cubriendo gran parte de su cuerpecito.

  La tal Ñá Arminda, yacía muy ebria echada sobre un camastro, con la cabeza hacia atrás boquiabierta. Su saliva corría como un hilo por el borde de sus labios secos y violáceos, dando un aspecto repulsivo.

1.        Herramienta con extremo metálico filoso para el campo.

 

 

 
  La desesperación que invadía al campesino, era tremenda, no sabía qué hacer. Solo sentía náuseas intensas y visión borrosa al punto del desmayo.

  La Dirección del Menor, y Grupo de Riesgo del Hospital de Niños, se hicieron cargo de Yolanda.

  Jacinto no podía sostener su culpa. No podía evitar el recuerdo de sus promesas a la niña. Le había asegurado protección. Nunca sospechó en su ignorancia, que ese monstruo no era una madre, era un ser pérfido y, en su entender, era el mandinga mismo.

  Ya no le cabían más dudas sobre su amigo asesinado.

 

  La lluvia golpeaba la ventana con violencia. Era una tormenta de verano típica. El ruido del agua azotando las chapas de los tinglados le hizo despertar de su largo letargo. Un exquisito aroma a café con leche le pareció muy agradable, aunque algo mezclado con el olor parecido a los remedios de Ñá Filomena.

  ¡Cómo quemaban las piernas! Todo el cuerpo dolía, y su cabeza parecía explotar. Le era imposible moverse, tampoco podía abrir los ojos. Le parecían muy lejanas las voces que iban  y venían continuamente. Sentía risas, toses, ruidos a frascos golpearse.

 

-Necesito que controles mas seguido sus signos vitales, Adela. No veo mejoría. El coma persiste pese a que suspendimos el Midazolam(1). Siga con las mismas indicaciones.  Cualquier cosa llámeme, la niña está muy grave.

-¿Qué resultado le dio la tomografía? ¿Habló con el neurólogo, doctor?

-Sí, ¡eso!, me hizo acordar, vendrá en unas horas, avíseme por favor.

-Está bien, doctor. Ahora la voy a higienizar.

 

  Las voces eran sonidos desagradables para sus oídos. Le molestaban al igual que la lluvia que se negaba a terminar. El movimiento que ejercía la enfermera sobre su pequeño cuerpecito, era parecido a los castigos de su madre. Ya estaba cansada de sentir dolor, sólo quería dormir.

  Una lágrima rodó por su mejilla escoriada, y le ardió. Esto sorprendió a la enfermera, pero pensó que se trataba de algún reflejo.

  Entre la insidia de la tormenta, los aromas mezclados, los sonidos a vidrios golpeándose, vio una luz tenue a su lado. No comprendía qué era, pero se dio cuenta Yolanda, que los tremendos dolores que quemaban sus piernas, y el terrible punzar en su cabecita, habían cedido por completo.

 

-¡Hola, Yolanda!

-¿Quién so’ vo’?

-Te vengo a buscar para llevarte a un lugar muy lindo.

-So’ como la Ñá Filomena. Parecí buena, tenís olor a perfume… Me hacís acordar a las flores del jardín. ¿Vo’ no me va’ a pegá?

-Yolanda, he venido para buscarte y a que conozcas lugares donde vas a jugar. Allí no hace calor, ni nadie va a interrumpir tus juegos.

-¿No me mentí?

-No, mi amor… Solo tienes que dormirte… cierra los ojitos, descansa tranquilita.

  La niña estaba cómoda. Le gustaba la casa donde estaba. Nadie le gritaba, los ruidos de los frascos no le molestaban. A pesar de la quemazón de las piernas, y las punzadas de su cabecita, se encontraba a gusto.

  Comenzó a sentir sus párpados muy pesados, no podía abrir de ninguna manera los ojitos. Tomó conciencia que no tenía más dolores ya. La comodidad era increíble.

  1. Medicamento hipnótico para el coma farmacológico inducido.

 

 
  Yolanda se sentía plena de regocijo, sin dolores, sin el ruido ensordecedor de la lluvia, hasta los frascos habían dejado de sonar. El único aroma reinante era el de flores muy perfumadas.

  Comenzó a percibir una melodía agradable, acompañada de cantos infantiles. Había rondas y cánticos, escuchados alguna vez quizás.

 

  Ahora flotaba, el aire era muy fresco y suave.

  El hospital de niños, hermoso edificio construido para la infancia doliente, se erguía silencioso sobre el cielo. Ya se había calmado la lluvia feroz.

  La luna estaba muy redonda sobre un cielo despejado y receptivo captando un alma más.

  Atrás, muy atrás… había quedado el verano de Yolanda.

 

Fin

 

Autora: Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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